La nostalgia por la jaula de los años 80
Ese día no quería ver la televisión nacional sino algún documental del paquete, pero al encender la pantalla allí estaba Ramiro Valdés, disertando ante la Asamblea Nacional sobre el desvío de recursos, el eufemismo oficial para hablar del robo al Estado, y cómo "los valores éticos" se habían deteriorado en la sociedad cubana con la llegada del Período Especial. En el tono de sus palabras se intuía una nostalgia por los años 80, por aquella década "dorada" anterior a la crisis económica.
Una remembranza similar percibo en muchos cubanos mayores de 40 años que consideran aquel momento como el mejor que se ha vivido en los últimos 60 años de socialismo en la Isla. La añoranza los lleva a teñir de tonos rosados todo lo ocurrido en esa década. Con una memoria muy selectiva recuerdan que los mercados estaban llenos de productos, que el pan y los huevos se vendían por la libre y no a través del mercado racionado, que con un salario medio se podía comprar suficiente comida para alimentar a una familia y que el transporte público funcionaba con numerosas rutas y suficientes vehículos.
Los melancólicos por la pérdida de esos tiempos obvian el control que la Plaza de la Revolución ejercía sobre cada aspecto de la vida de los individuos
Olvidan la sombras de aquellos años y solo resaltan sus luces. Los melancólicos por la pérdida de esos tiempos obvian el control que la Plaza de la Revolución ejercía sobre cada aspecto de la vida de los individuos. Eran años en que solo podíamos comprar en tiendas estatales, ver la televisión controlada por el Partido Comunista y viajar fuera del país en misión oficial. Cada pantalón, camisa o par de zapatos que llevábamos puestos habían sido adquiridos a través de la cartilla de racionamiento de productos industriales y los muebles de nuestras casas también provenían de ese mercado o los habíamos heredado de padres y abuelos.
El entramado represivo funcionaba como un reloj y los 80 habían arrancado con los actos de repudio alrededor de la Embajada de Perú. Con todos los trabajadores del país vinculados al sector estatal, los mecanismos de coacción para lograr la mansedumbre social eran muy efectivos. Las llamadas verificaciones, que consistían en indagar e investigar en el barrio sobre el comportamiento de todo aquel que aspirara a ascender en la escala laboral, obtener un bono para comprar un refrigerador o una beca para estudiar en los países socialistas, estaban totalmente engrasados y parecían omnipresentes.
Hacer contacto con un extranjero era considerado un delito y tener correspondencia con los familiares emigrados, una probable mancha en el expediente. El ateísmo imperante colocó una máscara sobre aquellos que profesaban alguna creencia religiosa y en los "cuéntame tu vida" indispensables para entrar a un trabajo o alcanzar un ascenso había que confesar si se tenía una creencia religiosa y si se practicaba.
La gente tenía mucho más miedo a emitir una opinión crítica que ahora, los grupos disidentes estaban reducidos a su mínima expresión y, entre escuelas en el campo y campamentos de pioneros, los niños de entonces recibíamos un completo lavado de cerebro y adoctrinamiento ideológico. Todos los escritores, para ver publicadas sus obras, tenían que entrar por el aro de la censura oficial o ver languidecer sus textos en una gaveta, los músicos solo podían grabar sus discos en estudios oficiales, los pintores exponer sus obras en galerías de gestión gubernamental y los taxistas conducir los vehículos de chapa azul estatal.
La situación económica no se correspondía con la eficiencia o productividad del país, sino con la "tubería" de subsidios que llegaba desde la Unión Soviética
Además de que el totalitarismo estaba en su momento de esplendor en cuanto a control de la sociedad, la situación económica no se correspondía con la eficiencia o productividad del país, sino con la "tubería" de subsidios que llegaba desde la Unión Soviética. El Kremlin sostenía una burbuja de falsa prosperidad que estalló en cuanto la propia URSS se deshizo en varios pedazos y los viejos camaradas cambiaron la hoz y el martillo por la economía de mercado.
Los años 80 no deben recordarse por las latas de leche condensada que abundaban en los anaqueles, tampoco por los mercaditos donde era posible comprar jugos de Bulgaria a precios muy baratos o frutas en conservas provenientes de cualquier país del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), mucho menos por las revistas de intensos colores que llenaban los estanquillos promoviendo un modelo fallido con títulos rimbombantes.
A los 80 hay que evocarlos en su justa medida: la década en que la jaula fue más efectiva, en que Fidel Castro tuvo suficiente alpiste a su disposición para hacer que aceptáramos silenciosamente los barrotes.
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