La magdalena de Proust o el queso de Artemisa
La Habana/Todos tenemos un bocado que es el mejor que hemos comido, un momento en que todas las papilas gustativas estallan de gozo para dejar una huella imborrable en nuestra memoria. El mío fue en Juchitán de Zaragoza, en el istmo de Tehuantepec, territorio de México. Él era un pequeño ganadero que hundía sus brazos en una masa blanca dentro de un pobre establo y yo una cubana ansiosa por probar cualquier producto lácteo.
Sacó con sus manos un trozo de queso fresco y me lo ofreció. Las moscas revoloteaban alrededor, un par de perros flacos me miraban y aquel pedazo blanco quedó frente a mis ojos y al alcance de mi nariz. En un milisegundo lo tomé y lo metí en mi boca. Desde entonces, no he vuelto a sentir nada tan intenso en mi paladar. La memoria se labra también a través del gusto (que le pregunten a Marcel Proust) pero un sabor puede detonar a la vez el recuerdo y la tristeza.
Tristeza, porque en mi país sería imposible repetir la imagen de aquel ganadero extendiéndome orgulloso su trozo de queso
Tristeza, porque en mi país sería imposible repetir la imagen de aquel ganadero extendiéndome orgulloso su trozo de queso. Tristeza porque un productor privado tendría que violar la ley diez veces cada día en esta Isla para lograr un producto que impacte en los platos y en los recuerdos. Tristeza porque un Estado se ha adueñado del sector vacuno y lo ha dejado con las ubres secas y los pesebres vacíos.
En otras circunstancias, al campesino de Artemisa que la televisión ha presentado hace pocos días como un criminal habría que darle una medalla, impulsarlo en su emprendimiento y copiar las fórmulas por las que -a pesar de tantas restricciones- logró hacer queso en un país de vacas famélicas y leyes draconianas. Solo viendo las imágenes del operativo policial mi boca empezó a salivar, como lo hizo un día en un oscuro establo mexicano.
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