El oprobioso amor a los animales
Guanajuato (México)/La novela El Portero, de Reinaldo Arenas, escritor cubano que huyó de la Isla por la represión contra su trabajo literario y su abierta homosexualidad, fue mi placentera y aleccionadora lectura de hace apenas un mes.
En México, Arenas es mejor conocido por la premiada actuación de Javier Bardem en Antes que Anochezca, película sobre la vida del autor.
El Portero tiene la virtud de la mayoría de las grandes novelas: un primer capítulo que atrapa la expectativa del lector a través de un planteamiento ágil y pulcro del tema y el goce literario de brindar una apasionada visión de esperanza o liberación.
El arranque de la obra es una convincente y hábil justificación de la historia de Juan, un migrante cubano a quien la comunidad exiliada del régimen castrista ha conseguido un empleo de portero en un selecto edificio habitacional de Manhattan.
La voz elegida por Arenas es la de "otro migrante" (Reinaldo vivía en New York desde 1980), pero éste, al parecer, rico y situado en una élite similar a la descrita en la historia: un grupo de extravagantes inquilinos, pretenciosos, crueles, pero, sobre todo, seres cuyas debilidades y obsesiones se reflejan procazmente en sus mascotas de singular raza y carácter.
'El Portero' tiene la virtud de la mayoría de las grandes novelas: un primer capítulo que atrapa la expectativa del lector y el goce literario de brindar una apasionada visión de esperanza o liberación
Juan es víctima y muchas veces cómplice de estas modernas criaturas infernales (los inquilinos, por supuesto) que entran y salen del inmueble gracias a su solícita labor de abrir todos los días una gran puerta de cristal.
"A veces todo su rostro se ensombrecía como si la intensidad de la tristeza hubiese llegado a su punto culminante, pero luego, como si el sufrimiento le concediese una tregua, sus facciones se suavizaban y la tristeza adquiría una suerte de apacible serenidad...".
Retrato de Juan cual ángel sumiso entre los humanos, cuya misión autoimpuesta, luego de advertir las falsas salidas, y también las falsas entradas, de sus egoístas y esclavizadores "amigos", es poner su vida en conducir a éstos hacia el hallazgo de una vaga e inaudita "puerta de la felicidad".
Esto es exactamente el aspecto del personaje que constituye el motivo del relato, mas no porque dicha meta aluda a la supuesta grandeza de alma que existe en buscar la felicidad de los "otros" sino por el escándalo que provoca en el narrador el hecho de que Juan no sea un migrante como "ellos", con sentido práctico y ambición de riquezas.
La increíble vida de Juan, signada por un millón de personas y ajustada a la verdad dicha por diferentes testigos, según el narrador, radica en este despropósito. Así, Arenas se vale de esta empresa insólita para desarrollar una fábula que combina magistralmente el absurdo maravilloso y la severa crítica a una sociedad norteamericana frívola y materialista.
Los riesgos asumidos por Arenas en esta obra lindan con una suerte de parodia fallida de Disneylandia, escollos salvados por el admisible y sentido deseo de libertad que encarnan los animales prófugos
Y respaldado en la gran habilidad narrativa y el oficio consumado (esta fue la última obra del escritor en el autoexilio), el autor lleva a fronteras letales la verosimilitud del nexo entre realidad y magia que 40 años atrás había puesto en la escena mundial a una rica generación de creadores latinoamericanos.
Los riesgos asumidos por Arenas en esta obra lindan con una suerte de parodia fallida de Disneylandia, escollos salvados, sin embargo, por el admisible y sentido deseo de libertad que encarnan los animales prófugos del dominio de sus dueños y las agudas sugestiones constantemente hechas por el autor.
Pero quizá el mayor desafío sea el tono en que es asumida esta forma de interpretación. La audacia, el descaro y la altanería con que Reinaldo delinea, señala, acusa y reitera la personalidad monstruosa de los habitantes del condominio neoyorkino.
Esta superficial soberbia del escritor, fuera de representar un desahogo visceral o un capricho literario, tiene su base en una posición vital, en un temperamento caribeño que impulsa a decir lo que se piensa y siente sin tapujos, y que en Arenas logra estatus de revelación inspirada y poética personal.
Siendo originario del altiplano, hace unos años tuve la oportunidad de residir en Veracruz, estado que abarca gran parte del Golfo de México. Un tanto en broma, gusto de decir a mis amigos de Guanajuato, una de las regiones más conservadores del país, que los veracruzanos, en el carácter, tienen más parecido con los cubanos que con los mexicanos.
En Veracruz, esta inusitada extroversión de los sentimientos alcanza cumbres líricas en el huapango, la salsa y otras artes. La gran familiaridad que sentí con la narrativa de Arenas quizá viene de esta adhesión mía al espíritu veracruzano mejor conocida como cultura jarocha.
¿Hubiese Reinaldo Arenas declarado su identidad con el peculiar modo de vida en esta franja sureña de México? Quiero pensar que sí.
Por otra parte, esta desaforada manifestación del pensamiento y las emociones no es solo expresión de un humor particular o la impronta de un grupo social determinado sino también la práctica consciente, en el autor, de una conducta que se transmite desde el comienzo del relato: el deseo, y el ejercicio, hasta donde la sensatez lo permite, de una libertad absoluta.
Para Arenas la crítica al capitalismo debe pasar, primero, por esta ingente libertad del ser y no secarse en el aprendizaje nemotécnico de las teorías y manuales marxistas
Una libertad de opinión y de la imaginación, una libertad extraña en la selección del tema y una libertad de avanzada en la posición preferente por los animales.
Con ello, Arenas, que vio en el sistema cubano un abominable corsé para el libre albedrío, comprueba otro punto: la crítica al capitalismo debe pasar, primero, por esta ingente libertad del ser y no secarse en el aprendizaje nemotécnico de las teorías y manuales marxistas.
Arribo, por fin, al tema que da título a este ensayo, el cual me parece muy vinculado a un fenómeno que en los últimos años ocurre en mi país:
La moda de adquirir mascotas y la adopción normalizada de perros de la calle, en una muestra de afecto por los animales que, si no sufren el maltrato de sus dueños o personas ajenas a su propiedad, padecen hambre y abandono.
Acciones, sin embargo, que denotan un excepcional amor a los caninos en una sociedad cada vez más dominada por la desconfianza en sus individuos e instituciones y atrincherada por hábito en posturas defensivas u hostiles, debajo, por supuesto, de la ampliamente celebrada alegría del mexicano.
En El Portero, los dementes inquilinos piensan que tratan a sus mascotas en acuerdo con el supuesto amor que les tienen, cuando en realidad las envisten, desvergonzadamente, de manera intencional o involuntaria, de los más aberrantes e ilustrativos rasgos de su personalidad.
La señora Brenda Hill, por ejemplo, una ninfómana madura que se atreve a cualquier juego para colmar su infatigable deseo sexual, arrogante y fría manipuladora, es vista con crudeza en su histérica mascota, una gata de pelaje amarillo que desprecia la singularidad de los demás animales y que ataca a cualquiera de ellos a la menor provocación.
El dentista Joseph Rozeman, quien, reconocido por las grandes y blancas dentaduras realizadas a distintas celebridades, extiende su obsesión científica hacia sus tres perras, a quienes implanta una prótesis dental que las hace lucir una imposible sonrisa permanente.
En 'El Portero', los dementes inquilinos piensan que tratan a sus mascotas en acuerdo con el supuesto amor que les tienen, cuando en realidad las envisten de los más aberrantes e ilustrativos rasgos de su personalidad
O el oso, obligado por su propietaria, la opulenta profesora marxista Casandra Levinson, a fornicar con ella.
En México, la reciente acción de proteger a los animales, mediante su adopción o compra, en aparente defensa de un derecho legítimo, me parece en el fondo la suplantación de un afecto social que en primer grado pareciera dirigirse a los mismos miembros de la comunidad, sobre todo hacia aquellos más vulnerables, como niños, ancianos, mujeres y la población que vive en el umbral o los extremos de la marginación y la miseria.
Un afecto desviado (¿reorientado?) hacia perros y otras mascotas en un país donde la sociabilidad se reduce en gran parte a las relaciones de competencia y poder; donde el individuo, asediado por la violencia y la criminalidad, muestra ya su abierto repudio al Gobierno y la sociedad en su conjunto.
Donde los valores de la concordia (el respeto al vecino, la unión familiar, la obediencia a la Iglesia y otras figuras de poder), tan caros al PRI (Partido Revolucionario Institucional) durante sus más de 70 años de gobierno continuo, se han vuelto simple y cansada retórica; donde el "amor al prójimo", aprendido en el catecismo al que religiosamente nos obligaban a ir, se halla olvidado en algún viejo libro de mercancía usada.
¿Entonces, qué hacer con este amor que uno quiere dar, ese que es público y ejemplar, que no abdica, y que busca siempre un destinatario, dada nuestra cultura nacional, gregaria y generosa en su apariencia, que nos impele a hacerlo?
Es necesario, pues, encontrar el camino, pero uno que no lleve a la consabida frustración, al desenlace tantas veces repetido del resentimiento final, al intercambio desigual de afecto y al amor no correspondido o rechazado
Es necesario, pues, encontrar el camino, pero uno que no lleve a la consabida frustración, al desenlace tantas veces repetido del resentimiento final, al intercambio desigual de afecto y al amor no correspondido o rechazado.
Qué mejor que una mascota, o un perro adoptado, puros objetos de un cariño que no hallará cuestionamientos o condiciones, muy al contrario, un afecto recibido de buena gana y muchas veces con un agradecimiento desmesurado.
Además, un afecto que puede ser racionado por su dador, quitado o prolongado hasta donde éste lo desee, sin que la otra parte lo pueda reclamar a viva voz, quizá solo con un gemido o un tierno meneo de cola.
Tratando de seguir el estilo de Arenas, me atrevería a preguntar si los mexicanos que adoptan perros o compran mascotas, creyendo que salvan o protegen una vida, ¿visten a éstos como visten a sus hijos, con pantalón, camisa y gorrito, listos para ser llevados a la escuela, ante la mirada atónita del animal disfrazado?
¿O sirven un banquete de carne, frutas y legumbres al famélico perro sacado de la calle, el cual sólo come las deliciosas piernas de pollo para luego tirarse a dormir bajo la mesa, mientras sus noveles dueños lo acusan de desagradecido y ansiosos comen el resto de los alimentos hasta alcanzar la glotonería comatosa?
¿O una mujer propietaria de un hermoso perro de pedigrí, decepcionada del amor, que vive convencida de que su hombre ideal habita en la tierna mascota, en tanto un honorable y guapo candidato a ser su pareja literalmente babea a la puerta de su casa?
En 'El Portero', las extrapolaciones límite, las metáforas estridentes y la alegoría de la vida humana a través de la aciaga vida animal llegan al borde de lo inverosímil, del ridículo, de lo insostenible, para decir una verdad
¿O el dueño de una gran variedad de mascotas, entre ellas perros, gatos, serpientes, pájaros, tortugas, etcétera, que las alberga porque cree que así contribuye a mantener la riqueza de la fauna, cuando entre hombres y mujeres ladra en un ataque de locura ante una mínima expresión de diversidad sexual o cultural?
En El Portero, las extrapolaciones límite, las metáforas estridentes y la alegoría de la vida humana a través de la aciaga vida animal llegan al borde de lo inverosímil, del ridículo, de lo insostenible, para decir una verdad.
Porque la fábula y la fantasía sirven a ver claramente, o entender mejor, el problema de una sociedad que ha perdido toda compasión, al punto que los animales parecen más humanos que la humanidad misma.
Arenas desborda sin recelo el amplio abanico de sus recursos estilísticos y su potencia anímica bajo la consciencia de su inminente deceso. El escritor sería una de las primeras víctimas del SIDA durante las oleadas fulminantes de la apenas conocida enfermedad que surgió en los ochenta.
El Portero, último legado de un autor que ofrece senderos de juicio feroz e imágenes de deslumbrante y profundo sentido.