Prólogo de la novela 'Náufrago del tiempo', de Xavier Carbonell
El académico cubano Roberto González Echevarría describe el libro como "una aventura de muerte a muerte"
New Haven (EE UU)/La breve novela que el lector tiene en sus manos es resultado de un vuelo imaginativo de elevada originalidad como ha habido pocos en la literatura cubana, no ya la reciente sino la de todos los tiempos. Tal vez esto sea mucho decir, pero quiero preparar a los lectores para una sorpresa tan agradable como insospechada, un verdadero placer estético. Nada de lo que se ha venido publicando recientemente entre escritores cubanos, o latinoamericanos, nos predispone para la deslumbrante novedad de Náufrago del tiempo (Verbum) obra de un escritor joven que apenas se está dando a conocer.
Tiene su trama. La del náufrago, innombrado, que sufre la catástrofe de la inmersión involuntaria que le da inicio, tras una guerra cuyos detalles no sabemos, y que llega a una playa en Cabo Lagarto donde es rescatado por un viejo veguero. En la casa de este, cundida por el aroma del tabaco, el náufrago se refocila con dos nietas suyas, y luego con una mulata que se le junta, hasta que un fuego quema la casa y al veguero, que se convierte en un montón de cenizas que meten en un saco.
Reducido por segunda vez a nada, desnudo, alcanza un pueblo, que vive en el terror de la llegada inminente de un ciclón. Descubre un hotel en ruinas, que había sido monasterio, donde vive con un gato que le señala las intimidades del edificio, particularmente un jardín precioso y aislado, especie de edén, donde vive un personaje fabuloso, anciano profético que perece en el ciclón que derrumba la mansión, aunque decía ser de piedra.
El náufrago emprende entonces un viaje hacia Oriente, dice que para enterrar a un amigo, pero sobre todo para reunirse con su padre
El náufrago emprende entonces un viaje hacia Oriente, dice que para enterrar a un amigo, pero sobre todo para reunirse con su padre, pescador a quien había dejado en una pequeña isla, desde la cual sacaba cosas fabulosas del mar con sus pitas. El náufrago pasa por diversas aventuras en su periplo. En una tabaquería (el tabaco es un leitmotiv importante) conoce a una enigmática mujer con la que tiene una intensa relación sexual. Ambos sobreviven una revolución para derrocar a un tirano de quien no sabemos nada. Apenas se salva de la violencia y por fin llega a Oriente, a una ciudad bajo el control de un gobernador inescrutable que lo conduce a una cueva enorme que se supone es el infierno.
Las paredes de la cueva están adornadas de pinturas rupestres indígenas con tema diabólico, revelando que los aborígenes también tenían un mito infernal. Lo que está ocurriendo a su alrededor, sin embargo, es una regresión histórica; los blancos están cargando todo en galeones para retornar a Europa, o de donde hayan venido, con toda su cultura, dejando la zona como estaba antes de la Conquista. Los indios volverán a su estado "natural". El náufrago encuentra a su padre en la consabida isla y este le cuenta sus vidas y el final que se les avecina, una sombra negra, la muerte, que al fin lo envuelve y se los lleva, con lo que se cierra la narración. Aún en este sumario puede verse que el relato es como una fábula, más que una novela propiamente dicha.
El arco de la historia es circular: el náufrago busca a su padre, su origen, y lo encuentra, pero a la vez a la muerte
El arco de la historia es circular: el náufrago busca a su padre, su origen, y lo encuentra, pero a la vez a la muerte. Su viaje hacia el Oriente es hacia el alba, pero también el ocaso. El tiempo en que ha naufragado es cósmico. Se mueve entre figuras y acontecimientos sin especificidad: abstractos, simbólicos y casi alegóricos. Él mismo no tiene nombre, se lo va a revelar su padre al final, pero mueren antes. El innombrado náufrago recuerda al protagonista de las Soledades de Góngora, ese "sobreausente", porque sabemos poco de él, excepto que tampoco persigue ese conocimiento. El veguero se convierte en ceniza, la mujer cuyo nombre sí se da –Berenice– carece de especificidad; tampoco la tiene el gobernador al final, ni el padre mismo, cuyo nombre nunca llegamos a conocer. Como náufrago, el protagonista es producto de un accidente, es decir, que algo falta de derivación, que, inmerso en el agua, habrá de perder cualquier identidad que la memoria le proporcione. El agua es como la memoria. Surgir del naufragio es como un nacimiento, un emerger del líquido amniótico desprovisto de pasado; su vida será una serie de inauguraciones, y así son los acontecimientos que le ocurren, por eso traen un aura de novedad y sorpresa que causan placer al lector.
El tiempo en que naufraga este peregrino es cósmico como es su periplo de muerte a muerte, pasando por uno o varios nacimientos. La alusión a Dante en las escenas infernales cuando termina la acción sella este tiempo universal que sólo tiene extensión literaria en semejante clásico, o en la regresión temporal que es la más clara referencia a Carpentier (Viaje a la semilla), aparte del título que recuerda a Guerra del tiempo. Este relato podría figurar en ese libro fundacional, es tan insólito como sus mejores historias. Igual que Carpentier, Carbonell roza lo alegórico, pero sin caer del todo en él; lo salvan los elementos específicos de la narración, que le dan un tono realista que de pronto se disipa cuando aparecen las sorpresas de lo nuevo, como el viejo pétreo en el jardín del hotel. La escena de ese anciano profético tiene un halo maravilloso, pero más allá de lo "real maravilloso" o de lo "maravilloso americano". Es una maravilla sin posible comparación o paralelo. La falta de ubicación precisa contribuye a lo cósmico, y éste a la ficción.
Hay elementos que aluden a Cuba. Por ejemplo, Cabo Lagarto y "caimán" recuerdan la identificación de la forma de la isla de Cuba con esos animales. La zona tabacalera en que recala el protagonista tiene mucho de Pinar del Río, de Vuelta Abajo, donde se cultiva el mejor tabaco del mundo. La revolución en que se ve envuelto parece ser alusión a la cubana, aunque también pueda recordar las Guerras de Independencia. Lo mismo con la región llamada Oriente, que tiene reminiscencias de la provincia cubana del mismo nombre, en parte por la presencia de una virgen, que recuerda a la de La Caridad, que es de esa región. El viaje al Oriente es como una volver al revés la historia de Cuba, donde los principales movimientos históricos –taínos, españoles, guerras de independencia, Revolución– se desplazan de Oriente a Occidente (la invasión de Antonio Maceo), que es lo que Severo Sarduy explota en su De donde son los cantantes. Esta es como una deliberada subversión. Hay cubanismos en el texto, como "mandados" por víveres, o expresiones no ya populares sino chucheras, como "bacán" o "bárbaro" para designar algo notable. Pero, en general, Náufrago del tiempo tiene muy poco de costumbrismo; lo cubano es como un aura.
Hay un entramado simbólico que le da al texto una profunda dimensión poética y donde se pudiera alojar lo más intrínsecamente cubano. El simbolismo gira en torno al tabaco, que predomina en las primeras aventuras del náufrago en Cabo Lagarto. El tabaco, su olor, su sabor, su humo, los rituales del fumar aparecen asociados al sexo, a lo erótico, y por supuesto (sin inanidades médicas) a la muerte –es la eterna dualidad placer-muerte. Se equipara el tabaco a la sensación de la piel de las mujeres y al regodeo de su humo, que impregna el aire que respiramos, y desde luego, se vincula a las varias artes que la hoja ha generado en Cuba. Todo esto, por supuesto, no puede dejar de verse sino en relación al Contrapunteo del tabaco y del azúcar de Fernando Ortiz, ese imprescindible libro donde mejor y más minuciosamente se estudian las proyecciones artísticas de ese vicio en Cuba. Digo "vicio" a propósito, porque el tabaco constituye una licencia letal que los taínos le concedieron a la humanidad, como para vengarse por la Conquista, y que se ha convertido en parte esencial de lo cubano a todos los niveles, aún para aquellos de nosotros que (ya) no fumamos.
El tabaco constituye una licencia letal que los taínos le concedieron a la humanidad, como para vengarse por la Conquista, y que se ha convertido en parte esencial de lo cubano
Xavier Carbonell es un joven escritor cubano nacido en 1995 en Camajuaní, pueblo de mediano tamaño al norte de la antigua provincia de Las Villas, ahora Villa Clara. Se encuentra a apenas 30 kilómetros de Santa Clara, la capital de provincia, en cuya universidad estudió filología. Luego de graduarse trabajó en una editorial y una revista literaria, y ganó un premio local con su primera novela, El libro de mis muertos. Se afilió a Signis, la Asociación Católica Mundial para la Comunicación, que lo envió primero al Ecuador y luego a la India, donde perfeccionó su inglés, que había estudiado en Cuba. De regreso a la Isla, presentó la novela El fin del juego, que había escrito en la Universidad, al Premio Italo Calvino otorgado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac). De ganar, la novela sería publicada en Cuba. Al no recibir respuesta por un año, envió el manuscrito a España para postular al Premio Ciudad de Salamanca. Recibió noticia el mismo día que había recibido ambos premios. Para enojo de la Uneac, optó por el español, que lo llevó con su esposa a Salamanca, donde ahora residen de forma permanente –tienen la esperanza. El fin del juego es también una excelente novela, que yo he reseñado en Rialta (en abril de 2022).
Carbonell es un escritor de provincias, como tantos otros cubanos (Guillén, Sarduy, Cabrera Infante), pero que no tiene nada de provinciano. Ha surgido al margen de las insidiosas instituciones cubanas, exigentes de fidelidad política, y distante de la propaganda que sin duda le inculcaron durante todos sus años de estudio, desde la primaria hasta la Universidad. Tampoco parece escribir con las obsesiones políticas del exilio, aunque su distanciamiento del régimen es patente, por lo que su literatura parece ser un inicio marcado por un independentismo que augura más futuros éxitos.
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