En El Brujo la vida gira alrededor de la guayaba
Decenas de familias viven de la elaboración de productos a partir de esta fruta que ha escapado en buena parte al control del Estado
Candelaria/Como hormigas recolectando para el invierno, una familia de la comunidad El Brujo, en Pinar del Río, sale cada día a recorrer los potreros, los trillos y las orillas de los caminos en busca de esas guayabas que todavía crecen casi silvestres alrededor de su pequeño poblado. Con un saco al hombro y machete en la cintura suben y bajan las laderas de piedras. En la tarde regresan cargados, a la casa: el hormiguero mayor.
"¡Ana! Lava las botellas y ponlas a secar", ordena la madre. La otra hija deberá preparar los moldes donde se echará la mezcla de guayaba y azúcar, tras cocinarse por un buen rato, para quedar convertida en las populares "barras" que después se venderán en las carreteras, puestos de cuentapropistas o cafeterías con un trozo de pan o de queso.
Hasta allí no llega la cobertura telefónica. Pocas cosas delatan que la familia vive en el siglo XXI. La escena parece remitir a hace cien años, cuando las tecnologías no dominaban la cotidianidad y la gente seguía hablando cara a cara, sin móviles ni WhatsApp.
"El agua del pozo es sólo para cocinar y tomar", advierte el patriarca de esta familia de Los Brujos, que lleva meses afectada por la sequía, un problema que ha disminuido también la cantidad de fruta disponible. "Al principio hacíamos esto para consumo personal, pero fuimos creando condiciones y ahora hasta podemos vender", comenta Miguel Martínez, uno de los hijos e ingeniero agrónomo.
El Brujo es una pequeña comunidad congregada alrededor de una Cooperativa de Créditos y Servicios (CCS) dedicada a la producción cafetalera y de frutales, donde casi todos los vecinos son primos, hermanos o tienen algún grado de parentesco. El pueblo linda con La Comadre, otro asentamiento de unas tres o cuatro casas cuya jurisdicción se disputan Bahía Honda y Candelaria.
La familia, formada por padre y madre, seis hijos (dos mujeres y cuatro hombres) y tres nietas, dedica al menos dos semanas al año a elaborar estos productos que después comercializan entre los vecinos, en alguna feria campesina o en las casas de rentas a extranjeros de Soroa.
En las carreteras y caminos que conectan los pueblos de la zona es común ver vendedores informales que ofertan barras de guayaba, el sustento de decenas de familias de los alrededores. Aunque algunas industrias estatales también procesan la fruta, la mayor parte de los productos elaborados a partir de esta fruta se producen y comercializan al margen del Estado.
La mayor parte se fabrica con una infraestructura precaria muy artesanal y pocos procesados cuentan con etiquetas o una marca familiar que las distinga. No obstante, los consumidores saben distinguir si salió del fogón de los González o de los Piedras.
"Este año hubo poco mango a causa de la falta de lluvia, pero tenemos más guayaba. Cada miembro de la familia tiene su función. Unos pelan el producto, tras desechar el que está en mal estado, otros recuentan las chapas y las botellas, hasta que por fin montan el caldero en la leña", explica la madre.
"Hace años unas monjas brasileñas nos enseñaron a trabajar con medicina natural, así que cada cierto tiempo nos juntamos las mujeres y elaboramos tinturas, pomadas y remedios con plantas medicinales"
Mientras hierve la guayaba bajo el cuidado de los hombres de la casa, las mujeres se encargan del almuerzo o de preparar algún remedio casero que distribuyen -por encargo- en la comunidad para aliviar alguna dolencia. La farmacia más cercana está a 25 kilómetros y el único medio de transporte con el que cuentan es un jeep Willy muy deteriorado por los años y que usan solo para casos de emergencias.
"Hace años unas monjas brasileñas nos enseñaron a trabajar con medicina natural, así que cada cierto tiempo nos juntamos las mujeres y elaboramos tinturas, pomadas y remedios con plantas medicinales", cuenta una de las hijas.
En el patio trasero, un rancho sirve como dormitorio para los jovencitos de la casa y hay una máquina, fabricada por ellos mismos, que ayuda en el proceso de despulpe de las frutas.
"Esto nos adelanta trabajo. Moler en una batidora y colar a mano nos llevaría muchísimo tiempo", asegura Ángel, el hijo mecánico al que le gusta tallar en madera, pintar y esculpir. "Me cogió el fatalismo geográfico. Para un joven como yo, del campo es muy difícil llegar a una de las escuelas de arte de la capital", lamenta. Aún así, logró trabajar con un artesano por cuenta propia y viene desde Candelaria para ayudar a sus padres y hermanos a procesar la guayaba.
Una vez separada las semillas y batido el resto de la fruta se separan las elaboraciones. Una parte va a ser embotellada para jugos y compotas, y el resto se mezcla con azúcar, jugo de limón para conservar y algún que otro ingrediente secreto; y se coloca al fuego.
"Ahora viene lo difícil", asegura Juan Antonio, padre de la familia. "Una vez que comience a hacer burbujas hay que revolver constantemente para que no se pegue y cuajar hasta que alcance una consistencia superior a la mermelada, pero un poco menos que la barra a la que estamos acostumbrados".
En cada tanda procesan alrededor de 70 libras, entre la guayaba y el azúcar. Trabajan en turnos de diez o quince minutos, cada uno durante dos horas y media, para alternarse frente al fuego. Estar más tiempo es casi imposible, porque el calor ambiental sumado al que emana de las brasas hacen de la tarea una verdadera tortura.
El olor a leña quemada y del hervor de la guayaba con azúcar a punto de mermelada inundan todo el lugar y cautivan la atención de los pocos transeúntes que se atreven a llegar hasta donde el ladrido de los perros sofocando una jutía se entremezcla con el canto de los pájaros y el cacareo de las gallinas. En una repisa de madera, dos platos con sus cucharas invitan a degustar el producto final de tandas anteriores.
David, otro de los hijos, toma sus gafas de sol, para evitar el contacto del humo en los ojos y, en un taburete junto al caldero, se dispone a iniciar el primer turno. Ya adentrada la tarde el padre de la familia recoge la manada de chivos mientras confiesa que alguna vez soñó convertirse en un gran productor de leche y queso de cabra. "Dicen que es muy bueno, y bien pagado, pero la inversión también es muy grande", se lamenta.
Una nevera rota sirve como almacén para el membrillo, distribuido en cazuelas plásticas, cubos y pequeñas barras, mientras que las botellas con pulpa se guardan en sacos o en las propias cajas plásticas. "Ahora solo queda esperar a que pase la temporada de la guayaba y mango, y la gente venga por nuestros productos o nosotros lo llevemos a ellos". La naturaleza marca el ritmo en El Brujo.
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