El Café Baco en La Habana, un lugar glamuroso y un insulto a la gastronomía
La abundancia y los placeres del restaurante del Museo de Bellas Artes solo están en el atractivo decorado
La Habana/"Somos estatales y tenemos precios baratos", aseguraba este viernes un empleado, con una impecable camisa blanca, a las afueras del edificio que acoge la colección universal del Museo de Bellas Artes de La Habana. El joven camarero trataba de convocar a clientes a la primera planta del inmueble donde se ubica el Café Baco, un restaurante poco visitado.
Un turista europeo y su novia cubana revisaban atentamente la carta que mostraba el hombre, pero sin decidirse a entrar en el imponente edificio, otrora Centro Asturiano. "En ningún lugar de La Habana van a encontrar la langosta a ese precio", insistía el empleado con los ojos puestos en un grupo de viajeros que recién habían bajado de un ómnibus de Transtur.
En ningún lugar de La Habana van a encontrar la langosta a ese precio
"¡Pasen, no se van a arrepentir!", siguió escuchando a sus espaldas Dayana, una habanera de 45 años que se dejó arrastrar por la convocatoria y decidió conocer el Café Baco. "Ni sabía que esto existía porque no hay un cartel en la calle ni nada. He venido varias veces a este museo a traer a mis hijos pero no me había enterado de que tenía un restaurante, mucho menos de que vendía mariscos, así que voy a probar a ver qué tal".
A diferencia de los turistas, que se dejan encandilar con solo leer lobster en el menú, los cubanos se fijan en otros detalles a la hora de elegir dónde gastar su dinero en tiempos de creciente inflación. "Normalmente no como en restaurantes estatales porque sé que son peores", pensó Dayana mientras subía por la imponente escalera con barandas de mármol, ricas balaustradas y pretiles tallados.
Toda la atmósfera parecía la antesala de un banquete que hizo salivar a la habanera. "La comida tiene que estar a la altura de esta escalinata", ironizó, previendo que el decorado podría ir por un lado y el plato por otro. Nadie más subía los peldaños. Ningún otro cliente se decidió a entrar. Eran cerca de las 12:30 y el lugar parecía desierto. Solo el sonido de los pasos de Dayana resonaba en el interior.
Con el torso desnudo y una corona de hojas de hiedra, el dios Baco reinaba en la pared del restaurante al que la mujer entró. Los muros cubiertos de cerámicas de un tono verde oscuro, arcos de medio punto y columnas terminadas en floridos capiteles, dan al lugar los aires de una taberna española donde hincarle el diente a un buen bacalao, pinchar con el tenedor una aceituna o regodearse con un vino tinto.
Sin embargo, el toque español se queda en los azulejos y la reproducción del cuadro El triunfo de Baco de Diego Velázquez que señorea en el local. El resto es una mezcla de comida mediocre y centro laboral estatal marcado por la desidia y el desabastecimiento. "La carta está llena de platos que no hay", aclaró Dayana a su hermana en una llamada telefónica desde el lugar. "Te iba a decir que vinieras pero mejor no, porque está malísimo".
La mujer, sin cuidarse de que los empleados la escucharan, siguió describiendo a través del móvil lo que había experimentado. "Imagínate que pedí un jugo de guanábana y me han traído una copa que la mitad es de hielo y la otra de refresco instantáneo", aseguró escandalizada. A pocos metros de ella, un turista que acaba de entrar tomaba fotos del mural de Velázquez, más conocido como Los borrachos.
La vista es bonita y me he sentado en un balcón donde hay fresco, porque dentro no huele bien
"Eso sí, la vista es bonita y me he sentado en un balcón donde hay fresco, porque dentro no huele bien, ya sabes hay olor a grasa quemada y a que no limpian hace tiempo", continuó Dayana como si estuviera dictando una reseña para una guía de restaurantes. "Entré porque ya no quería caminar más y para conocer el lugar pero ya sabía lo que me esperaba. No hay la mayoría de las cosas que dice la carta".
Una camarera se acercó a la mesa y colocó un plato con arroz, un bistec de cerdo, un poco de col y unas rodajas de pepino. Por 900 pesos, la cliente pensó por un momento que había hecho un buen negocio en comparación con los más de 1.500 que una combinación así cuesta en una paladar privada, con un local menos histórico y glamuroso. Pero la sensación solo le duró hasta que se llevó la cuchara a la boca.
El arroz ensopado y compuesto por granos de diferentes procedencias, la col mojada, el bistec poco sazonado y, para colmo, el envase del vinagre vacío y pegajoso al tacto. "Por lo rápido que trajeron todo y la temperatura del arroz y el bistec, se ve que estaba ya preparado", reflexionó con el celular pegado a la oreja. Desde la pared, el curda junto a Baco miraba directamente a la mujer con una sonrisa de escarnio.
El arroz ensopado, la col mojada, el bistec poco sazonado y el envase del vinagre vacío y pegajoso al tacto
Aunque había vaticinado lo que recibiría, Dayana no pudo dejar de sentir una punzada de frustración. "Voy a pedir un café para que se me pasé", dijo. Minutos después, la empleada trajo una taza, que no combinaba con el platillo debajo. Mezclado con leche y espolvoreado generosamente con canela, el remedo de capuchino se veía como la oportunidad para dejar atrás el soso menú.
"Sin sorpresas, el café es malo, muy mezclado con otras cosas, pero al menos me quitó algo de la modorra para poder salir y caminar hasta mi casa", describió la mujer en la enésima llamada telefónica que le hizo a su hermana para contarle sobre el Café Baco. La experiencia le había costado 1.195 pesos cubanos, menos de cuatro dólares al cambio actual de la divisa en el mercado informal.
Tras el último sorbo, en la taza quedó un sedimento oscuro y de textura arenosa. La mujer, dejó 1.250 pesos sobre la mesa, tomó la cartera y salió. Desde la pared, con las narices enrojecidas y la vista puesta directamente sobre ella, dos de los borrachos del cuadro de Velázquez parecían reírse con más fuerza, burlándose de Dayana.