La 'candonga', el mercado callejero de la capital cubana donde las 'mulas' venden sus productos

Bajo el puente de 100 y Boyeros, los comercios improvisados han logrado establecerse contra viento y marea

”Bienvenidos al área de comercialización de trabajadores por cuenta propia”, el dantesco cartel que recibe a los compradores en la candonga. (14ymedio)
”Bienvenidos al área de comercialización de trabajadores por cuenta propia”, el dantesco cartel que recibe a los compradores en la candonga. (14ymedio)
Juan Diego Rodríguez

01 de julio 2023 - 15:50

La Habana/Para los cubanos, "vivir debajo de un puente" significa haber caído en desgracia y estar empantanado en la miseria. Sin embargo, el trasiego diario de comerciantes, compradores, trapicheros, carteristas, borrachos y buscadores de fortuna bajo el puente de 100 y Boyeros, en La Habana, desmiente el viejo dicho y hace de esa candonga un hormiguero donde todo, incluso la prosperidad, está a la venta.

Es media mañana y el tráfico está en su punto. Boyeros es una de las principales avenidas de la ciudad y se extiende desde Carlos III hacia el aeropuerto José Martí: es la ruta de entrada a La Habana desde el oeste. En los años 90, la candonga (nombre originario de Angola para los mercados callejeros) era un espacio clandestino e improvisado. Se decía que, si un fugitivo lograba llegar a Boyeros, podía considerarse a salvo de la Policía. Los agentes podían llegar en cualquier momento del día y los vendedores comenzaban a recoger mesas, mantas, sombrillas, techos y mercancía. Luego, a correr.

Lo que salvó la candonga fue que, desde la cercana Boyeros –por donde pasan todo tipo de vehículos, incluyendo los carros turísticos con aire acondicionado– el trapicheo es imposible de ver. Hoy día, con el movimiento continuo de mulas desde Florida, Panamá y otros lugares, es la superficie comercial más amplia, a cielo abierto, de La Habana. Solo le hace sombra, quizás, La Cuevita de San Miguel del Padrón.

Se puede estar revisando unas zapatillas o entregando un abultado fajo de billetes cuando, de improviso, todos los ojos miran arriba. Una rastra avanza por el elevado y la estructura de concreto se estremece. Poco, es cierto, pero lo suficiente como para que la imaginación haga de las suyas y cada quien se dé cuenta de la fragilidad ante los accidentes de esas casetas, ubicadas bajo el puente para evitar el sol y, cuando toque, la lluvia.

El miedo, sin embargo, no debería entumecer la atención: hay que cuidarse de los muchachos que, debajo del cartel mal pintado en la entrada de la ciudadela comercial –"Bienvenidos al área de comercialización de trabajadores por cuenta propia"– esperan cualquier distracción para deslizar la mano detrás del riñón ajeno y alcanzar la cartera.

Un túnel casi limpio y muy bien iluminado comunica la candonga con el otro lado de la avenida. Si nadie se ha llevado los tubos de luz fría es porque están demasiado altos, inalcanzables para el bandolero sin recursos.

De más está decir que, obedeciendo a otro de los dichos cubanos –"Lo que usted busca está aquí"–, en la candonga hay de todo. Desde un ventilador hasta cajas de muerto, desde un bombillo hasta una vela, los vendedores extienden la utilidad de su oferta hasta el más allá.

No obstante, no hay que hacerse ilusiones. Se vende lo que se puede, y lo que se puede es comprar barato en el extranjero y ponerle en Cuba un precio estrafalario. Hay una etiqueta para este tipo de pacotilla que, sin embargo, no queda más remedio que adquirir: productos "Mickey Mouse", objetos plásticos y que se rompen fácil, como en una película de Disney.

Pero no solo: en la candonga hay comida cruda y cocinada, piezas de repuesto para todo –si se está dispuesto a pagar el precio, quizás hasta prótesis–, artesanías, ropa de importación, bicicletas, cascos, cables y enlatados.

La ley que impera entre los vendedores es la de la jungla. Nadie es amigo de nadie y ese principio se refleja en los precios: una ducha eléctrica que cuesta 5.000 pesos en un kiosco, en el vecino está a 4.500. Con el cliente, otro tanto, aunque con un poco menos de hostilidad si se tiene suerte.

El precio de unos tenis puede ir de los 2.500 hasta los 8.000; las chancletas, 2.000; calzado artesanal, el de mejor calidad, de 1.000 a 2.800; medias cortas, 400; unos ajustadores –no serán muy firmes–, 700; bocinas bluetooth, 25.000; tuercas y tornillos, al exorbitante precio de 10 pesos por cada unidad.

En cuanto a la comida, es lo más variable. El mango suele estar a 20 pesos la libra, la yuca a 60 y cada mano de plátano a 160. Un pomo pequeño de agua cuesta 300 pesos mientras que la carne, ya sea pollo o picadillo, pertenece a un territorio variable: la pregonan comerciantes todavía más informales y depende del regateo.

Algunos comerciantes no andan con rodeos y reaccionan mal ante la preguntadera. Un joven miraba de lejos unas zapatillas a 2.500 pesos –demasiado baratos– y quiso saber si eran originales. "Claro que sí", respondió la dependienta sin dudarlo. "¿Las puedo ver?". Cuando el calzado llegó a sus manos, vio que la marca no era la correcta y lo devolvió. "Bueno, por ese precio tú sabes que no los vas a conseguir originales", espetó la vendedora y se encogió de hombros.

Una de las palabras clave de la candonga es "talla única": ropa elastizada que lo mismo se ajusta a un cuerpo delgado que a uno rollizo

Una de las palabras clave de la candonga es "talla única": ropa elastizada que lo mismo se ajusta a un cuerpo delgado que a uno rollizo. El truco del comerciante es preguntar la talla del interesado y volver con cualquier prenda y una sonrisa: "Si no dice talla, debe ser la única".

Para no olvidar la ocasión, hay quien ofrece fotos que revela al momento.

Se sale de la candonga agotado, con alguna jaba llena de compras y esquivando a los carteristas. Fuera de allí están los inspectores, haciendo señas en medio de la carretera para que los carros con chapa estatal –siempre tan reticentes a frenar y recoger extraños– carguen con los que esperan para marcharse. El consejo de los más experimentados, no obstante, es guardar dinero y suerte: harán falta para cazar un taxi.

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