Una cena en La Habana
Washington/Me sonreía. Mis gafas de sol estaban junto al libro sobre la barra. Me di vuelta, como si estuviera volviendo a la vida, al sentir una mano en mi espalda. Acababa de terminar mi sexto daiquiri en menos de media hora -los camareros sirven más rápido de lo que se puede beber- pero aún así, no iba a volver a la vida. Era un turista más que presionaba para conseguir una preciada foto con él. Un cazador de trofeos, en busca de un selfie, que acechaba a una escultura de Hemingway en la esquina de la barra de El Floridita.
El Floridita es una institución de casi 200 años en la zona antigua de La Habana. Dentro del lugar me sentía más entusiasmado de lo habitual. Escuchaba la música de mi ansiedad en el aire. La música a la que Steinbeck hace referencia en La Perla para describir las situaciones sin palabras.
El Floridita es ahora una atracción turística, pero me encantó tener la misma imagen que Hemingway hace 70 u 80 años
El Floridita es ahora una atracción turística, pero me encantó tener la misma imagen que Hemingway hace 70 u 80 años. Bar lleno. Salsa en el aire, en vivo. Unos turistas sin ritmo en las venas soñando que podían bailar. Tontos. Decadencia. Lo que realmente no podía entender era la gente haciendo cola a lo largo del bar bebiendo daiquiris con una pajita. ¿Una pajita? ¿Se imaginan a Papa bebiendo un daiquiri con una pajita? De ninguna manera.
Levanté la mano. Fidel, el jefe del bar, estaba listo para complacerme con un séptimo daiquiri. Quité la pajita y pedí que le echaran encima un poco del mejor ron que tenían. Vertió un hermoso líquido color marrón oscuro, con el aroma de melaza, encima del pálido daiquiri cítrico helado. Tomé un sorbo, llevando el vaso con cuidado a los labios. Esa es la manera de tomar un daiquiri en El Floridita.
Finalmente, llegó el chef de El Floridita -al menos así se identificó, pero podría ser cualquiera- con una bolsa de plástico. Le había pedido que me vendiera un poco de Brie, queso azul y una botella de aceite de oliva virgen. Estos ingredientes no son fáciles de encontrar en La Habana, así que lo mejor es preguntar a un cocinero. Me había traído algo más también: miré en la bolsa. Eran colas de langosta. Eché una nueva bocanada de humo de mi puro, un Cohiba Behique. Era el cuarto que me fumaba ese día y apenas eran las seis de la tarde.
Fumé tres más en el partido de béisbol. Cuba y América haciéndose amigos a través de un evento deportivo. Histórico. Legendario. Tal vez un cambio de vida para muchos. La felicidad era lo suficientemente densa como para agarrarla en el aire.
Miré las langostas de nuevo. Tomé un sorbo de mi daiquiri. Yoani, mi cómplice, mi anfitriona para la cena de esa noche, me había dicho que no llevara nada. "Es mejor así". ¿Qué quiso decir? Durante los últimos cuatro días, había estado tratando de comunicarme con ella. El wifi es irregular en el mejor de los casos en La Habana. Las comunicaciones, muy lentas, cuando funcionan. Por lo que dos noches antes me había aventurado a altas horas a su apartamento en un edificio de altura media de concreto en un barrio para nada turístico de Nuevo Vedado. Quise probar suerte. Once de la noche. Calle en semi oscuridad. Edificio de 14 pisos. Pero no hubo suerte porque nadie abrió la puerta de los bajos; después de 30 minutos, nadie había entrado o salido. Sin posibilidad de llamarla, no pude acceder al ascensor que me llevaría a su casa u oficina. Me fui.
Pero hoy era diferente. Tenía una hora de llegada y una invitación. Cogí las dos bolsas de plástico, queso, aceite, y la langosta. Las puse en mi mochila negra. Bebí a sorbos el último de los daiquiris y di al puro un último beso.
Me subí a un taxi. Me pareció que era mejor no llamar la atención. Llevaba conmigo la camiseta del equipo nacional cubano. Un azul hermoso. Una gorra de béisbol. Finalmente, llegamos a la calle de Yoani. Con la luz del día que aún brillaba. Le dije al conductor que me dejara bajar al comienzo de la calle. “Voy andando”, le dije. Quería caminar, para llegar por mi cuenta. Le pedí que me esperara. ¿Cuánto tiempo? ... No sé. Treinta minutos o varias horas. Le dejé con una bolsa de camisetas que había comprado para mis hijas. Así funciona la confianza: cuando la das, te la devuelven.
No quería preguntar. Quería mostrar que era de allí, por todas las historias que había oído sobre la policía, los informantes y los disidentes llevados a la cárcel
Las aceras estaban rotas por las raíces de los árboles que han abierto brechas durante años, un buen indicio de quién está a cargo. Me torcí el tobillo. El dolor por un segundo. La excitación era un buen antídoto para el dolor. Supongo que los daiquiris ayudaron también. Finalmente, llegué. Vi a un hombre que caminaba hacia la puerta. Entré con él. Y en el ascensor. Piso 14. Pero solo había 13 números. No quería preguntar. Quería mostrar que era de allí, por todas las historias que había oído sobre la policía, los informantes y los disidentes llevados a la cárcel.
Yoani, mi anfitriona, es una periodista independiente. Famosa por la forma en que ha utilizado la tecnología para contar al mundo lo que está ocurriendo en Cuba. Una vez en el piso 13, vi unas estrechas escaleras que conducían al piso 14. Estupendo. Existía. Llegué a una puerta de metal cerrada. Toqué el timbre. Un hombre salió. Me preguntó: ¿Eres Joe? ¿Era ese el código? Dije sí. Abrió la puerta. Y me dio un gran abrazo, como el que se da a un viejo amigo que no has visto desde hace mucho tiempo. A pesar de que no nos conocíamos.
Finalmente, entré en el apartamento. Yoani estaba allí. Todo su equipo empezó a aplaudir. Hacía solo un año que había conocido a Yoani en Washington. Sus historias de Cuba, su lucha por la libertad. Las dificultades que todos los días los cubanos tienen que soportar para seguir adelante. Todo eso resonó en mi cabeza. Le había prometido visitarla. Y, finalmente, estaba allí. No estaba en un apartamento. Era como una redacción.
Todavía no sé por qué fueron aquellos aplausos. Quizás por unas fotos que les había enviado desde el séquito del presidente Obama, puesto que había sido invitado como embajador culinario oficial. Había mandado una foto de empresarios con Obama. Y otras. Las fotos nunca fueron enviadas a ella directamente, sino a Miami, y de alguna manera las hicieron llegar de vuelta a La Habana. Al venir a cenar aquí durante el viaje con Obama, estaba contando una historia de la visita desde una óptica diferente. En mi mente, estaba viendo a una amiga.
Yoani y su equipo entraban y salían. En el aire, había un olor a pollo asado y orégano de tres pequeños pollos en el horno. Las conversaciones eran fluidas. De la familia a las paladares, a Obama, a la cerveza, al hielo ... sin parar. Hice una sopa de avena con queso brie, caldo de pollo y sopa de pollo en polvo. Yoani me contó que a los cubanos les gustan las porciones grandes. Estaban con hambre y estrés. Cuando pueden, quieren comer a lo grande.
Yoani justo estaba terminando un waffle en una máquina eléctrica. La cocina es pequeña, por lo que la creatividad es una necesidad. Sin embargo, ¿Un waffle a las 8 pm? ¿Por qué no pan? "Bueno, no hay tiempo", dijeron. "Hemos estado muy ocupados". Después de todo, ella acababa de terminar una entrevista con el asesor de seguridad de Obama, Ben Rhodes. Un día grande para ella. De ser una disidente a estar con un hombre cercano al presidente. Me dijo que había sido lo suficientemente valiente como para pedir una entrevista con el presidente. "Si no sueñas, no logras nada", dijo.
El equipo tenía hambre. Ya habían devorado el Brie y el sucedáneo de Stilton que había puesto sobre la mesa.
Solo había dos waffles. Las cubrí con la margarina, el queso azul que quedaba, aceite de oliva, sal y pimienta. La sal que ella había traído de su último viaje a Washington. Estaba orgullosa de la cantidad de especias que tenía. No todos los hogares cubanos tienen la misma suerte.
La pizza waffle era demasiado pequeña. No teníamos más harina o huevos para hacer más mezcla. Pero al equipo parecía que le gustaba. En Cuba nos gustan las grandes porciones, José. No hay mucho que pudiera hacer. Solo hubo un Jesús.
El pollo estaba listo. Lo corté en porciones pequeñas, espolvoreado con orégano y el jugo de cocción del pollo. Lo traje a la mesa. Todo alrededor de la habitación fumaban, bebían cerveza y ron, conversaban a dúo.
Después, serví un salpicón de langosta, con la langosta que había traído. Los pedazos de la cola de langosta más cerca de la cabeza, apenas escalfados con aceite de oliva, lechuga picada, y vinagre. Tuve suerte. Ellos pensaban que no tenían nada para cocinar. Pero yo soy un sobreviviente de la cocina. Sabía cómo gestionar una pequeña cocina en un buque de la Armada, sin gas, sin ingredientes ... los cocineros son un poco como Jesús. Podemos multiplicar cualquier cosa.
Estaban listos para poner la sartén con los restos de grasa en el fregadero. Sin embargo, los jugos y la piel caramelizada pegada a la sartén eran ingredientes para salvar. Volví a encender el fogón, añadí un vaso de ron, y raspé el fondo. Añadí la pasta de tomate que guardaban como si fuera una hostia consagrada. Añadí agua y dejé hervir. Tenía un poco de caldo de pollo. Añadí el agua sobrante de la ebullición del ceviche de langosta. Un poco de ajo. La pasta estaba lista. Media hora antes, había estado friendo los espaguetis en la sartén. A menudo se queman si no se tiene cuidado. Pero el fuego en esa casa parecía estar vivo, bajo control y bien portado. Suave. Como un susurro. Mientras estaba tostando la pasta, Yoani me hablaba de un artículo sobre la llegada de Obama. Cómo en un día lluvioso, salió sujetando él mismo su paraguas. Cómo lo abrió y cubrió Michelle cuando salía del Air Force One. Un marcado contraste con los funcionarios cubanos, que tenían a otros sujetando los paraguas para ellos. Una muestra de lo que es la libertad.
Si me vieran hacer eso en Cataluña o Valencia, estaría condenado. Pero el plato estaba terminado
Mi caldo estaba listo, pensé. Probablemente el peor que haya cocinado, supusé. Eché la pasta tostada y los pequeños medallones de langosta en el horno para que la parte de arriba fuera crujiente. Si me vieran hacer eso en Cataluña o Valencia, estaría condenado. Pero el plato estaba terminado. Sobre la mesa larga, desordenada, con platos de pollo, vasos de ron y latas de cerveza, hicimos espacio para la bandeja.
Fue bien recibida. Hablamos de cómo un cubano puede terminar en la cárcel si lo sorprenden con langostas. Los barcos no están autorizados, para que nadie pueda escapar de la isla. Demasiada tentación. Los comensales dejaron los platos limpios. Mi ego de cocinero estaba a salvo. Esta vez, nadie se burló de mí con esa cantinela de que “a los cubanos les gustan las grandes porciones, José”.
La noche aún no había terminado. A Yoani le gusta una bebida que había hecho para ella el mes anterior en Washington. Un cremat. Es una bebida de ron ardiendo con granos de café, canela y cáscara de limón. Pero no había ni limón ni lima. Algo extraño en este clima perfecto para cítricos. Me asaltó un sentimiento de culpa al pensar en la cantidad de jugo que había servido para hacer mis daiquiris. Les conté la historia de los marineros catalanes volviendo a casa después de la guerra entre España y EE UU en Cuba y en otros lugares.
España perdió, pero las bebidas y tradiciones fueron creadas. Canté una habanera, "El meu avi se'n va anar a Cuba ...". Alumbrados por la llama del ron quemándose, todos cantaron.
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José Andrés fue nombrado "Chef Sobresaliente" por la Fundación James Beard en 2011 y reconocido por la revista Time en la lista de las 100 personas más influyentes del mundo. Es un innovador culinario reconocido internacionalmente. Una versión en inglés de este texto apareció en el sitio Roads & Kingdoms y se reproduce aquí con la autorización del autor.