En Cuba, los delfines ya no dan espectáculos
Atrás quedaron los tiempos en que al Acuario Nacional de Cuba acudían cerca de 3.000 personas cada fin de semana
La Habana/El lomo gris y terso de tres delfines reverbera en la piscina. El sol cae sobre ellos con la misma potencia que sobre las gradas, despintadas y totalmente vacías, del Acuario Nacional de Cuba. No hay que mirarlos dos veces para darse cuenta de que son animales con hambre. ¿Quién –dentro o fuera del agua– tiene la comida que necesita en la Isla?
Atrás quedaron los tiempos en que al delfinario habanero acudían cerca de 3.000 personas cada fin de semana. En plena pandemia, cuando este diario visitó por última vez el acuario, ya la tristeza imperaba en sus instalaciones. Ahora, cuatro años después –y entre éxodos, carencias y apagonazos–, la depresión es total.
Mientras los delfines recorren el fondo de la piscina buscando una tregua del sol, Valentín, con un par de décadas a sus espaldas en el acuario, saca cuentas. “Aquí venían 1.000 personas fácilmente un sábado”. Parece que fue ayer, dice, pero enseguida acota: “Estoy hablando de 2018 o 2019”. El coronavirus hirió de muerte al lugar. La crisis hizo el resto.
Aun así, Valentín sigue buscando soluciones. “Tenemos que lograr una mezcla, un equilibrio entre el espectáculo del delfinario y lo que ofrece el acuario”, razona. Aspira a un complejo en el que no solo haya entretenimiento, sino también aprendizaje. Pancartas actualizadas, estanques con el agua limpia y los animales sanos; científicos investigando las especies; escuelas enviando a sus niños a aprender cómo viven las tortugas o los peces en los arrecifes cubanos.
Las rajaduras en las paredes, la humedad que se apodera del techo y las filtraciones en cada sala son algo más que metáforas de una ruina. Sin mantenimiento constante ninguna instalación de esa naturaleza puede subsistir. Que los delfines y otros animales, como las focas o los pingüinos, sobrevivan en el acuario es un milagro en toda regla.
Pero quién se encargará de entrar en caja el lugar. “Casi todos nosotros llevamos 25 o 30 años trabajando aquí”, asegura Valentín. “Cuando viene un joven lo primero que pregunta es cuánto es el salario. Le decimos que 2.000 pesos. Se espantan, y los que entran se van al mes. No los podemos criticar”.
Valentín, que conoce el acuario como la palma de su mano y le ha dedicado la vida, cobra solo 5.000 pesos.
La fórmula para justificar que no haya espectáculos no deja de tener gracia. Si los delfines, focas y pingüinos no hacen piruetas frente al público es por culpa de los “problemas técnicos”. Para quien vence el mediodía habanero, hace la cola y paga 20 pesos por el ticket, la explicación es más que exótica: la responsabilidad se diluye y el espectador no sabe ya contra quién lanzar sus diatribas.
Valentín no sabe ponerle números a la debacle interna del acuario. ¿Cuántas especies se habrán perdido? ¿A cuántas les habrá pasado la cuenta la mala alimentación o el desajuste en sus tanques?
Al lado de cada pecera está el cartel informativo del tipo de pez. Basta mirar a través del cristal para percatarse de que ninguna criatura aletea entre las algas o detrás de las capas de plancton.
En la muy maltratada Arca de Noé que es el acuario solo se pueden contar –a ojo de buen cubero– siete delfines, un lobo marino, un tiburón tigre y algunos peces. ¿Cómo se alimentan? Es el enésimo misterio del lugar. Para los habaneros, la oferta gastronómica es casi tan magra como para los animales.
Dentro de la cafetería La Ballena Azul la soledad es casi tan absoluta como en el estómago de aquella que se tragó a Pinocho. Juanky’s Pan, un local donde los empleados juguetean distraídos con sus teléfonos, también vio tiempos mejores. Todos los establecimientos son privados. La cerveza cuesta 200 pesos, y para almorzar ofrecen sándwiches y hamburguesas. No hay música.
La precariedad del Acuario Nacional es tal que el cartel que lucen varias peceras bien podría servir para todo el lugar: “Área en reparación. Disculpen las molestias ocasionadas”. Sin embargo, también eso es una utopía: aquí nadie está reparando nada.