Dainerys Machado Vento y las dos mitades de la Isla
Los nueve cuentos de 'Retratos en la orilla' dan fe de la resistencia y el desgarramiento existencial del cubano
Salamanca/Las madres cubanas guardan, en lo más hondo del escaparate familiar, su álbum de quinceañeras. Lo esconden debajo de sábanas y revistas viejas, y jamás lo hojean. Ese libro –amarillo el papel, desenfocadas las imágenes– guarda los recuerdos más esenciales y remotos de la casa, el rostro de los muertos y la prosperidad de cartón que el país gozó en la era soviética. Pero lo más íntimo y doloroso de esas fotos es la sospecha de que se pudo vivir la vida de otro modo, menos avasallante, con el hombre o la mujer que se amó primero. Repasando los contornos, disueltos por el pegamento y la polilla, revive la abuela de hierro, el padre borracho, la hermana envidiosa, el gato que nunca regresó a la casa y el amigo que abandonó la ciudad.
El libro, las fotos, están envenenados y es mejor devolverlos a su escondite e irse a colar el primer café del día, el que ayuda a despertar y a sobrellevarlo todo. La tristeza de la memoria cubana –en la isla y en el exilio– organiza los Retratos de la orilla de Dainerys Machado Vento (La Habana, 1986). Nacida "cuando Cuba reía", Machado era demasiado joven cuando el polvo y los escombros del Muro de Berlín fueron a dar a su país. Los que nacieron en lo que Castro llamó "Período Especial" –la escasez y el malestar de una guerra en tiempo de paz– tienen un recuerdo visceral, estomacal casi, del hambre y el rigor de esos años. El apetito, la necesidad de colmar una carencia existencial, define a los personajes de la habanera, deshechos entre ambas orillas.
A través de una correcta ejecución y un idioma que, más que cubano, es habanero, Machado va enfocando las caras de su álbum
Los nueve relatos del libro –uno de ellos le valió el reconocimiento de la revista Granta como una de las mejores narradoras jóvenes en español– dan fe de la constante rebelión del cubano contra su mala suerte. La opresión política tiene su continuación natural en la autoridad paterna; la intolerancia ideológica se resuelve en la represión sexual; se huye del caudillo que ladra en la tribuna tanto como de la madre dominante. Ese es el fondo común de los Retratos: la Isla quebrada por la Historia. A través de una correcta ejecución y un idioma que, más que cubano, es habanero, Machado va enfocando las caras de su álbum. Una "dama" capitalina y habladora, cuya libertad íntima inspira a un grupo de treintañeras, abre el libro.
Sedientas de una vida que no fue, hartas de sus hijos y de sus maridos, son las mujeres quienes marcan el paso de los relatos. En El color del globo converge toda la tensión y el absurdo del cubano trasplantado en Miami, la "última provincia" de la isla, su otra mitad. El rito anglosajón del gender reveal, asumido por la comunidad exiliada, provoca un estallido de hashtags, diatribas digitales y ofensas en cuyo fondo descansa la pregunta sobre el exiliado y el que "se quedó". ¿Qué tipo de animal político es el cubano de Florida, balsero del comunismo reconvertido en votante republicano? ¿Qué herencia o territorio puede reclamar quien vive en la isla? ¿Dónde se marca lo que, en uno de sus cuentos, Machado llama "los límites de la derrota"?
'Retratos en la orilla' hereda –y hasta cierto punto reencarna– la Cuba de Pedro Juan Gutiérrez y los autores de lo que se llamó "realismo sucio"
Nueve piezas que no logran ser optimistas y que, en su intimidad, dan fe de un desgarramiento quizá irreparable. Retratos en la orilla hereda –y hasta cierto punto reencarna– la Cuba de Pedro Juan Gutiérrez y los autores de lo que se llamó "realismo sucio", hasta que los críticos advirtieron de que toda realidad es sórdida. Para el lector europeo o anglosajón, incluso para el cubano exiliado, este libro es un modo de tomarle el pulso al país y verificar que nada hay turístico en la miseria. Empieza con una foto grupal y gastada, y termina en soledad, con un agradecido selfi de la autora.
Y sin embargo, a pesar del lenguaje diáfano y brutal de Machado, se queda uno esperando más de la literatura cubana. Una nación que no da un gran maestro de la escritura desde Reinaldo Arenas y Guillermo Cabrera Infante –y aún Severo Sarduy– parece tan deprimida en su novela como lo está en su vida cotidiana. Los autores de la isla parecen obligados a reseñar dos obsesiones: la pobreza interior y el dolor del exilio. Hambrientos de otro tema, de otra lectura, hace décadas que esperamos la novela o el relato que rediman a la literatura cubana y le devuelvan la estatura de Lezama y Carpentier. Mientras, seguiremos repasando –con vergüenza y disgusto– el álbum familiar.
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Nota de la Redacción: Este artículo fue publicado originalmente en la revista cultural La Lectura, del periódico español El Mundo.
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