El declive de Bejucal, la joya azucarera cubana que se convirtió en otro pueblo fantasma
El abandono se ceba con sus calles y edificios, algunos tan antiguos como el primer tramo de ferrocarril que vio Latinoamérica, en 1837
La Habana/Desde la imponente y derruida parroquia hasta la célebre Ciudad de los Niños, en Bejucal se respira la pobreza. Pueblo del campo de Mayabeque, cerca –pero no lo suficiente– de La Habana, el abandono se ceba con sus calles y edificios, algunos tan antiguos como el primer tramo de ferrocarril que vio Latinoamérica y que, desde 1837, lo puso en los libros de historia.
Bejucal se benefició del frenético boom azucarero que vivió la Isla en el siglo XIX y de ello da fe el aire señorial que sobrevive a los derrumbes y calles destartaladas. El tren es, ahora, la vía menos recomendable para quien venga de La Habana, y nada en la pequeña estación –cuyo buen estado hace sospechar de que algún dinero español la restaura de vez en cuando– sugiere que por allí pasaron los más importantes “hombres de azúcar” de Cuba.
Para llegar a Bejucal hay que hacer una suerte de escala técnica en Santiago de las Vegas. Las dificultades del transporte y la incomunicación entre los pueblos cercanos a la capital hacen de cada viaje un juego de azar. Santiago de las Vegas, el poblado donde nació el escritor Italo Calvino, también está –repiten sus habitantes– “hecho talco”. También tuvo su momento de fama en la historia: fue una de las plazas fuertes que tuvieron que abandonar los vegueros, asediados por el avance de la caña.
Las dificultades del transporte entre los pueblos cercanos a la capital hacen de cada viaje un juego de azar
Cuando por fin se llega a Bejucal, a media mañana, los vendedores itinerantes pasan vertiginosos en bicicleta en busca de clientes. En las cestas traen ajo y cebolla. Valen su peso en oro, pero le dan tono a cualquier plato, por humilde que sea, y no pocos vecinos de la calle 13 –por donde avanzan los ciclos y algún carro– salen a comprarlos. Algunos marchan a pie, llevando las ristras alzadas en cada brazo y con una estela de cáscaras a sus pies.
Cuando empieza a picar el sol, un puesto de granizada con sirope cuya procedencia es mejor no preguntar empieza a despachar sus cucuruchos. Con los 33 grados que hace, y a pesar de que el día está algo nublado, el hielo saborizado se agradece.
Para ese momento, ya se han formado decenas de colas en Bejucal. Todo el mundo se dispone a comprar algo, a sacar efectivo del banco –tarea casi imposible incluso en un pueblo de sus dimensiones– y la maquinaria de coleros y tramposos se pone en acción. Del combo cuya venta tiene nerviosos a un grupo de ancianos solo van a dar el picadillo, informa el vendedor de una tienda en la calle 13.
A la hora de salir a la calle ya nadie se fija en la ropa. Hay que usar lo que se tiene: chancletas, licras, camisetas, shorts y gorras. Prendas para resistir el verano en el trópico, que aún no juega todas sus cartas.
En Bejucal no solo hay reliquias de la arquitectura colonial, como la iglesia, sino también iconos de la República como las casitas que sorteaba la marca de jabón Candado. Repartidos por varias ciudades de Cuba, estos inmuebles eran el famoso premio gordo que podía aguardar a cualquier persona por el mero hecho de comprar la pastilla “dichosa” de jabón. Como el resto de los edificios, a la Villa Jabón Candado se le destiñe la pintura de la fachada.
Riñonera a la cintura, los dueños de las vendutas tienen una estrategia distinta. Lo suyo es pescar al transeúnte y convertirlo en cliente. Exhiben siempre objetos pequeños, como lapiceros, pilas, alguna ropa, pero siempre mercancía menuda. Lo mayor –y no pocas veces ilegal– está dentro de las casas y solo se vende si hay confianza.
Un edificio, en buen estado pero pintado con un verde de pésimo gusto, irrumpe en la geografía de Bejucal. Se trata de la sede municipal del Partido Comunista, que entre pino y pino enarbola una banderola –roja o azul– despintada. Con la modorra, una recepcionista dormita en la mesa de entrada. A su alrededor, paredes a las que la política no protege exhiben una advertencia: “¡Peligro, derrumbe!”. En la calle 10, frente a frente al Partido, está una de esas ruinas colosales.
Toda la vida de Bejucal gira –como es frecuente en los municipios de Cuba– alrededor del parque. Las esculturas, dedicadas a fundadores y personalidades, son el mejor testimonio de lo que un día fue el pueblo. Una pizzería, Plaza 1714, recuerda el año en que Bejucal se fundó. Lo demás, el Bejucal profundo, es el amasijo de casas de fibrocemento o madera, caseríos humildes cuya pobreza se ve mejor desde la Ciudad de los Niños, el orfanato del siglo XIX que fue unidad militar con la Revolución y paladar en la Cuba de las mipymes y la Tarea Ordenamiento.
A todo en Bejucal parece faltarle algo o estar roto en alguna parte. El ejemplo más elocuente es, en una ciudad antaño famosa por sus parrandas, las estatuas que representan a los dos barrios. Encarándose al gallo que simboliza a uno de los barrios no hay, como era de esperar, un alacrán. La figura rival ha ido perdiendo aguijón y patas, y en lugar de escorpión –bromean los vecinos– parece una cucaracha.
Del pueblo al que llegaba el primer ferrocarril del imperio español no tiene más salida que los carros que –con mucho dinero mediante y esperando a que la “tripulación” se complete– regresan a Santiago de las Vegas, y de ahí a La Habana. El único tren rumbo a la capital hace mucho tiempo que partió.