"Derrumbe", el letrero omnipresente en Guanabacoa, pueblo de cines, patriotas y santeros
El cine-teatro Carral es uno de los edificios que ilustra la decadencia del pueblo
La Habana/Guanabacoa, la villa habanera que más guerra dio a los invasores ingleses en 1762, no ha resistido igual el descuido en que la sumergió la Revolución ni a los embates del tiempo. Patria de la santería, famosa por su historia y su antigua vida nocturna, escenario de novelas vibrantes y tropicales, pasear hoy por sus calles es desesperarse: el calor y la miseria erosionan cada pared.
El cine-teatro Carral es uno de los edificios que ilustra la decadencia del pueblo. Sus llamativos arcos, entre lo barroco y lo morisco, imita con cierta inocencia los grandes edificios de la capital vecina. Ahora, pintarrajeado de verde y azul, sobre un fondo de cal, el edificio tiene las puertas cerradas.
Los balcones abiertos de par en par en la segunda planta dan cierta señal de vida. Como otros edificios, el Carral es el territorio ideal para otra invasión, y no de ingleses, sino de lo que la prosa de Granma llama “deambulantes” o “menesterosos”. Hasta hace muy poco, sin embargo, se proyectaban películas en su interior.
Delante de la fachada, Jenny recuerda que hace casi 15 años entró al Carral por última vez. Era 2011 y se estrenaba Habanastation, un filme que ilustraba las diferencias entre los niños cubanos ricos y los pobres. La pobreza general en que ha sumido el país ha desactualizado la película en muy poco tiempo. “El cine se llenó e incluso había gente sentada en el piso”, rememora.
Carral y cine son sinónimos en su cabeza. Allí vio Jenny casi todos los filmes cubanos de los últimos 30 o 40 años. Entre ciclones, Zafiros: locura azul, El Benny, Amor vertical, enumera. Y otras de las que ni siquiera se acuerda, además de espectáculos de payasos, matinés infantiles, funciones de todo tipo. “No había DVD en aquel tiempo”, bromea.
Hay un recuerdo doloroso: el día de 1993 en que el acomodador les impidió el paso a ella y a una amiga. Para ver la película se armó una cola apoteósica frente al Carral. Cuando por fin les tocó entrar, el hombre señaló un letrero: “Apto solo para mayores de 16 años”. Era el estreno de Fresa y chocolate.
Cuando por fin les tocó entrar, el hombre señaló un letrero: “Apto solo para mayores de 16 años”. Era el estreno de 'Fresa y chocolate'
Siendo ya una joven veinteañera, cuenta Jenny, vio cómo el Carral iba perdiendo “facultades”. El proyector, gastado por los años, empezó a fallar. El aire acondicionado, un buen día, también se rompió. “Te daban un cartón en la entrada y la gente se echaba la película refrescándose con la penca improvisada”.
El Carral es uno entre muchos edificios triturados por el tiempo. En condiciones similares está la Casa de las Cadenas –una miniatura de los palacetes habaneros–; el teatro Fausto, del que solo queda la fachada; el convento de Santo Domingo, célebre por una anécdota del siglo XVIII: un inglés borracho, durante la invasión, quiso espoliar la imagen de San Francisco Javier y robarle un anillo de oro que tenía en la mano. Intentó trepar sobre el altar, pero el santo se tambaleó y cayó sobre el ladrón. Los guanabacoenses celebraron su muerte como venganza divina por la profanación.
Lo único que sobrevive en el pueblo es la sede del gobierno –el antiguo Palacio Municipal–, la tienda de divisas Casa Grande y un nuevo comercio en dólares, de la cadena Caribe. Atrás quedaron también los tiempos en que Guanabacoa era una suerte de Vaticano para los santeros cubanos, como Palmira (Cienfuegos) o Cárdenas (Matanzas). Allí estaban los grandes sacerdotes yorubas, a cuya autoridad se sometían todos los practicantes de la Isla.
En 1958, cuando Fulgencio Batista recurrió a todas las potencias humanas y divinas para deshacerse de Fidel Castro, convocó a una gran ceremonia en el estadio de Guanabacoa. Su intención: que todos los santeros del país se unieran en un ritual común. Era “un gran egbó”, diría después el mejor cronista de esta ceremonia desesperada, Guillermo Cabrera Infante, que estuvo allí acompañado del cineasta Tomás Gutiérrez Alea.
“Los tres dictadores que ha padecido Cuba republicana fueron o son brujeros”, comentaba el novelista, refiriéndose a Gerardo Machado, Batista y Castro. También lo han sido, con frecuentes consultas a sus “padrinos” en Guanabacoa, innumerables dirigentes cubanos, incluyendo a los actuales.
Pero ni los orishas ni San Francisco Javier ni el mítico Pepe Antonio –un caudillo autoritario que resistió a los británicos– han salvado a Guanabacoa. Lo más desolador del sitio no es constatar el declive de sus principales edificios, sino de los demás, no menos históricos, en los que la arquitectura de los siglos XVIII y XIX era aún visible para el cubano de hoy.
Esas casonas, cuyas paredes ya son completamente grises, cubiertas por el moho, raspadas por los carroñeros, con grafitis y enredaderas, son el verdadero drama del pueblo. En una de ellas durmió un joven José Martí, cuando trabajaba –sin cobrar– para el abogado Miguel Francisco Viondi, que había sido alcalde del lugar en 1879. “Peligro”, dice un letrero en cal junto al umbral que el patriota, exiliado poco después, franqueó muchas veces.
Otros letreros, en decenas de paredes, lanzan al caminante un mensaje que podría servir para toda la ciudad: “Derrumbe. No pararse aquí”.