Un desconocido naufraga en Cabo Lagarto, tierra de tabaco y de mujeres prohibidas
Extracto de la novela 'Náufrago del tiempo', publicada por la editorial Verbum (2022)
Salamanca/El pueblo vive en un silencio perpetuo, como si las palabras tuvieran la fuerza para desencadenar la tormenta. Las mujeres piensan que la fiesta trae mala suerte y catástrofe; los hombres jamás conversan unos con otros y a los niños les está prohibido jugar fuera de la casa, para que el viento no los confunda y se los arrebate a las madres.
Cuando termina mi trabajo, alguien del pueblo me da lo indispensable para vivir. La gente piensa que me he vuelto loco porque guardo, en los amplios bolsillos de la camisa, migajas de pan, cáscaras de frutas diversas, granos y pedazos de cualquier objeto que se pueda digerir. Son para el gato que me sigue cada noche y que, al fin y al cabo, es mi único compañero en el antiguo hotel.
A él le debo el camastro donde duermo y continuas revelaciones sobre el edificio.
Su cuerpo es delgado y espectral como una cuchilla, y por eso puede entender mejor que yo la anatomía del hotel. Conoce los pasadizos, las rendijas por las que se accede a las habitaciones, la fisura entre los ladrillos, las criaturas extrañas que habitan los caños y las tuberías.
Trato de dormir desde que llego al viejo hotel, para conservar intactas las energías que me da la poca comida. Incluso desde el interior de las ruinas se puede sentir cómo el aire se electrifica y la atmósfera se vuelve cada vez más cargada, como si el huracán fuera a conmover los cimientos del pueblo de un momento a otro.
Me da la impresión de que todo cuanto hago tiene que ver con el gato. Él me dirige en la oscuridad del hotel, un laberinto que conoce mejor que yo, y me revela qué pared demoler
A veces el insomnio es demasiado poderoso y solo me es posible dormir cuando avanza la madrugada. En esos momentos entro y salgo del sueño como quien se ahoga en el mar, escucho todo tipo de alimañas raspar las paredes del hotel, veo el rostro de mi padre y el de las mujeres. Mientras tanto, las criaturas se mueven, caminan dentro de los tubos, me vigilan con sus ojos pequeños y quemados por la ceguera. Sé que no imagino a estas pequeñas bestias porque el gato, que es mi guardián nocturno, también las persigue con sus ojos de cazador.
Encontré ayer, gracias a mi compañero, una puerta fácil de derribar que conduce a una de las habitaciones del hotel. Después de limpiar los escombros pude dormir, otra vez, sobre un colchón más o menos suave.
Me da la impresión de que todo cuanto hago tiene que ver con el gato. Él me dirige en la oscuridad del hotel, un laberinto que conoce mejor que yo, y me revela qué pared demoler o cuándo debo dormir. Cada vez tengo más hambre y puedo tocar la forma de mis costillas, mientras que él crece y se alimenta de lo que yo le traigo todas las tardes, como una ofrenda para que no me abandone a mi suerte en medio de la tempestad, que llegará muy pronto.
***
Desde que amaneció, el felino ha comenzado a morderme con cariño los pulgares de los pies. Hace esto para exigirme alimento o cuando desea comunicarme algún conocimiento sobre el hotel. Rotas las barreras y descubiertos nuevos pasadizos, el gato me ha hecho notar un haz de luz muy débil, que proviene del otro lado de un muro, donde yo pensaba que no había sino más habitaciones.
Busqué la barra de hierro que me ayuda a romper las paredes y di un golpe en el muro. Al cabo del tercer bastonazo los ladrillos cedieron y atravesé la nube de polvo hasta el lugar donde el gato quería llevarme.
Lo que vi allí fue maravilloso y terrible, y las palabras son inútiles para captarlo.
***
En un mismo lugar, como lo anunciaron los profetas, estaban la serpiente y el pájaro luminoso, el arroyo habitado de peces de todos los colores, las bestias mansas que pastan hierba y las criaturas que se arrastran hasta las ramas de los árboles, el lagarto despierto y escamoso, las abejas, las polillas y las hormigas en busca de alimento; había también plantas de toda clase, aferradas a las piedras curativas y a los muros tallados por el tiempo, frutas que maduraban durante algunos segundos, para luego caer a la tierra y volverse una sola cosa con el humus y la frialdad; había luz, una luz dorada y verdosa como si el aire estuviera cubierto de musgo, una claridad y un cielo sin los signos de la tempestad que se acercaba.
Recordé entonces que el hotel había sido en lo antiguo un convento y que, quizás, antes de monasterio hubiese sido un fragmento del paraíso, recobrado por las palabras de los monjes.
Pero allí, en medio de todo aquello, había también un hombre, sentado al final de una larga mesa de madera, servida de frutas y otros manjares que los animales le traían. Estaba inmóvil y con los ojos entreabiertos, desnudo como si le tocara ser el Adán de aquel jardín. Sus manos, largas y huesudas, estaban surcadas de pequeñas heridas que parecían hechas con una aguja.
El gato subió a la mesa, mordió un trozo de fruta y se acostó muy cerca del hombre. Con cautela, porque desde Cabo Lagarto no esperaba nada bueno de la suerte, le pregunté al hombre quién era y dónde estábamos.
–Yo soy la piedra que sostiene el mundo –me dijo, sin abrir apenas los labios–. Y cuando yo caiga el orbe también caerá.
***
La garganta del hombre es profunda y polvorienta, llena de palabras donde el tiempo se empantana y se vuelve piedra, hueso y materia inmóvil. Le baja por los surcos de la cara un líquido legañoso, como si jamás hubiera cerrado los ojos. La barba canosa le tapa el cuello y el pecho, y extiende las manos como si, en efecto, el destino del cosmos dependiera de mantener fijos la mesa y lo que ella contiene.
Si hablamos, los animales nos miran, desde el gato gris y hasta los saurios cuyo cuerpo es imposible ver completamente, por culpa de la maleza que los cubre.
El hombre conversa poco y siempre responde en enigmas. El primer día me limité a mirarlo y a recorrer el claustro o patio interno del hotel, que ya era para mí un pequeño universo. A medida que pasaron los días el hombre se me fue revelando.
Algunas veces decía:
–Yo soy tan viejo como las piedras y las montañas; la luna me parió, el sol me dio la vida; yo pronuncié la primera palabra del mundo, pero se me olvidó cuál fue. Por eso estoy aquí.
"Peleé duro en la guerra. Los vencedores afirmaron que era un espía; los vencidos dijeron que atraía sobre ellos la mala fortuna. Los dos bandos decretaron mi fusilamiento"
O inclinaba su frente hasta tocar la mesa y cambiaba sus orígenes:
–Peleé duro en la guerra. Los vencedores afirmaron que era un espía; los vencidos dijeron que atraía sobre ellos la mala fortuna. Los dos bandos decretaron mi fusilamiento y que mi nombre se borrara de todos los partes. Me les escapé y vine a dar a este convento.
Sus manos parecían estar amarradas con alguna cadena invisible. Solo una vez las movió: para explicarme por qué no comía de los manjares de la mesa.
–Juré matar al mundo y el mundo nunca olvida –dijo, mientras estiraba los dedos para alcanzar una naranja–: mira lo que pasa si me atrevo a contradecir mi propia blasfemia.
Al instante treparon por los postes de la mesa ratones, cucarachas, insectos y otras alimañas que no sé nombrar. Bajaron los pájaros de todas partes de la ruina y, mientras el viejo trataba de tocar la fruta, los animales le mordieron las uñas y le picotearon las manos, hasta que su sangre pastosa ensució los alimentos, las plumas y los caparazones de las sabandijas.
–¿Ahora entiendes el peso que tengo echado encima?
Yo quise responder, pero estaba mudo y lleno de asco por lo que había visto. Lo único que pude fue correr, derribar las paredes, llenarme de polvo y caer rendido sobre el camastro de la recepción.
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