Un escondite de la memoria
Quien lea el diccionario de Esteban Pichardo tendrá una Cuba de bolsillo, una isla portátil y abreviada
Salamanca/Cuando todo se pierde, quedan dos lealtades: la memoria y el idioma. Ambas caben en un libro. Un solo volumen puede contener, al menos de forma simbólica y potencial, los rostros de la gente que conocimos, las ciudades que nos recibieron, cada objeto, instrumento y ropa que gastamos, fumaradas enteras de tabaco, el sabor del congrí, mapas, sonidos y fotografías.
Palabras, en definitiva, que se entrelazan y disuelven en el silencio. Litografías, lecturas, definiciones, en ritmo perfecto sobre el papel. Ese libro que llamamos diccionario –o su variante monstruosa y universal, la enciclopedia– ocupaba un lugar sagrado en toda casa criolla. Robusto, veterano de muchas guerras contra el descuido y el polvo, la consulta lo mantenía vivo y en lo más alto del librero.
No fue hasta que supe leer que mi abuela accedió a que lo hojeara. El nuestro era un Larousse de tapa dura, y esa palabra mágica, retráctil, que designaba a la editorial francesa que lo imprimía desde 1855, fue para mí sinónimo de misterio.
Allí estaba todo: ocultas en las guardas desfilaban las banderas del mundo, tal y como eran en 1960, incordiadas solo por la suiza y la vaticana –cuadradas y no rectangulares– y por el doble pico del gallardete nepalí. En el centro, a doble página, estaba el diagrama de un formidable avión. Páginas rosadas para los latinismos y grabados de trazo firme con cruces y heráldicas.
Todo iba albergándose en mi memoria de modo tan vivo que, si cierro los ojos, puedo acariciar el imponente Larousse como si lo tuviera en las manos.
Si la Isla desapareciera de los mapas, me bastaría ese volumen, los diarios de Martí, la prosa barroca de Lezama, un recetario colonial que conservo y un último puro para recobrarla
Con el tiempo tuve otros diccionarios, acumulé y perdí libros, trabajé en bibliotecas y logré reunir casi todos los ejemplares de una Enciclopedia Británica, de tapa azul y letras doradas, tan vieja como las que hechizaron a Borges.
Pero si hay un libro que marca mi madurez, en el sentido de descubrir en él algo mío y legítimo, es el Diccionario provincial (casi razonado) de voces cubanas, de Esteban Pichardo Tapia. Si la Isla desapareciera de los mapas, me bastaría ese volumen, los diarios de Martí, la prosa barroca de Lezama, un recetario colonial que conservo y un último puro para recobrarla.
Tuve en mis manos, hace mucho tiempo, su edición de 1861 –la primera, de la cual la Real Academia Española atesoraba un ejemplar, es de 1836–; el papel era quebradizo y ambarino, pero las palabras resultaban tan frescas, musicales y permanentes que aún las usamos.
Pichardo, un trotamundos que recorrió la Isla de punta a cabo anotando expresiones en sus cuadernos, me enseñó cómo el idioma cubano brotó del español peninsular, se refinó como el ron y maduró igual que las guayabas.
"Aguacate maduro, pedo seguro", consigna el sabio, no sin antes aclarar que el cubano prefiere rociarlo con sal y servirlo en ensaladas
Él recoge chistes y frases que nos hacen reír en la soledad de la biblioteca. "Aguacate maduro, pedo seguro", consigna el sabio, no sin antes aclarar que el cubano prefiere rociarlo con sal y servirlo en ensaladas.
En Pichardo, si un hombre merodea por la cocina es un cazuelero y el perro que no tiene pelos es chino; los camagüeyanos "comen todo con la mano" y los dominicanos –o dominicos– "comen mierda con el pico". El tabaco infumable es cabeziduro y cuando se acaban el ajiaco y el guateque, cualquier chispoleta linda y de "vida libre" puede diagnosticar: "ni tó, ni ná, ni chicha ni limoná".
Los naturales de Remedios son cayeros y los pescadores de Matanzas, cangrejeros. El bobo o torpe es un canículo, o mejor, un chirimbolo, y corre el riesgo de que un babujal –chipojo para los bayameses– se escurra hasta su estómago por la puerta angosta.
En el litoral hay jaibas, higuanas y jicoteas; en el monte, carairas y auras tiñosas, que abren las alas "en cruz" al ver la desnudez de sus hijos. El veguero fuma tranquilamente su trabuco o, si no tiene tiempo, gasta un purito panetela que lleva guardado en la petaca, o a buen recaudo en su catauro.
Quien lea el diccionario –casi razonado, admite con humildad Pichardo, que no aspira a ser enciclopédico– tendrá una Cuba de bolsillo, una isla portátil y abreviada. Cada una de las entradas, refranes o chanzas del criollo antiguo está allí. Pichardo recupera las viejas recetas de las matronas villareñas y el vocabulario del ingenio azucarero, como timbal, paila y tumbadero, que la picardía isleña transformó luego en jerga amatoria.
Pichardo no inventó nuestro idioma, pero fue quien primero lo vio en su totalidad, voluptuoso, único, colorido
El libro no enriqueció a Pichardo, que murió pobre y adolorido. A pesar de ser también geógrafo y novelista nunca se le ha apreciado como merece. Él no inventó nuestro idioma, pero fue quien primero lo vio en su totalidad, voluptuoso, único, colorido.
Fue un criollo ilustrado y su diccionario –en esta época grosera, aburrida y dispersa– me ofrece orgullo y confianza en la tradición cubana. Las raíces profundas de la lengua que hablo, su vínculo con el país que algún día tendremos que recuperar, junto a los secretos del tíbiri-tábara.
Borges esperaba que, al morir, lo aguardaran en el paraíso "los libros que he leído bajo la luna, con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizás hasta con las mismas erratas". Yo añoro ese mismo escondite de la memoria: una habitación tranquila, ceñida por estanterías de madera, donde convivan el entrañable Larousse de mi infancia y el diccionario-isla de Pichardo.
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