Con las camas en la calle, una familia de La Habana Vieja denuncia el derrumbe de su vivienda
Las caras de las madres, los hijos y los ancianos es de una desesperación tan pura que asusta verla
La Habana/En Cuba, las paredes hablan tanto como la gente. Grietas, humedad, ladrillos, goteras, vigas, cáscaras de repello, nubes de polvo, esas son las palabras de un lenguaje adolorido y urgente: el de los edificios en derrumbe. No son exclusivos de La Habana, pero en la vieja ciudad, castigada por el salitre y la sobrepoblación, el límite entre lo habitable y la ruina es más difuso, importa menos.
Forma parte del drama cotidiano que una familia, sometida al apagón y a las carencias continuas, vea resentirse la estructura de una casa, compruebe cómo tiembla durante un ciclón y observe cómo se cae a pedazos por la falta de mantenimiento.
El techo de un edificio en la calle Habana, entre Aguiar y Muralla, en la zona más antigua de la capital, se desplomó hace varios días. Sin saber qué hacer, los vecinos recogieron sus pertenencias y salieron a la calle en señal de protesta.
Las caras de las madres, los hijos y los ancianos es de una desesperación tan pura que asusta verla. Mucha rabia, impotencia visceral, porque la solución no depende de un esfuerzo personal sino de la parsimonia de los burócratas. Trataron de apaciguarlos con promesas: comida garantizada, corriente, materiales. Pero nada sucedió.
Este viernes regresaron de nuevo a la calle. En los trastos que disponen sobre el asfalto cabe toda su vida: cunas, colchones, bastidores, palanganas, carretillas de albañil, muebles que llevan décadas en la familia, aparatos soviéticos y ventiladores chinos, reliquias de todas las épocas.
Las víctimas del derrumbe, dispuestas a hacer su barricada doméstica, impiden el paso de los vehículos y peatones. Quieren que el país se detenga y las escuche. "Por aquí no pasará nadie hasta que esto se resuelva", grita una mujer, que accedió solamente a la petición de dejar continuar a una anciana aferrada a su bastón.
Las autoridades locales no ofrecen soluciones ni responden al diálogo, pero ya han remitido a la pandilla habitual de agentes de la Seguridad del Estado, motoristas con chapa policial, ex combatientes listos para hacer valer su colección de medallas y oficiales de tránsito, que desvían a los choferes despistados fuera de la zona.
En la boca de la calle, un par de agentes intentan desacreditar a las mujeres que gritan. "Se hacen las bobas pero son unas descaradas", dicen a quien se detenga a ver el panorama, "ellas saben que no pueden estar ahí y que hay gente trabajando para solucionar el problema. Pero no: lo que quieren es armar un espectáculo".
Entre los desalojados hay una mujer vestida de blanco. Es una iniciada en la santería o iyawo, pero los "segurosos" mienten a los transeúntes diciéndoles que es una Dama de Blanco. "Aquí a nadie le importa ya si es santera o disidente, muchacho", les responde alguien que pasa de largo. Los policías se frustran: de poco sirven ya las viejas técnicas.
"Miren la ayuda del Gobierno", indica una mujer, señalando una escuálida caja de cartón con arroz amarillo y calabaza rancia, que repartieron en el barrio a las diez de la noche. "Esa es la comida con la que nos iban a 'ayudar'", dice, "¿se supone que con eso alimente a mi hijo?"
"Estamos desesperados", explica otra de las víctimas. "No hay gas ni electricidad, y además, también se nos derrumbaron las cocinas. ¿Qué hacemos?"
Los que vigilan, los que golpean, los burócratas, todos ellos sufren a menudo las mismas carencias. Sin embargo, eso no impide que acaten las órdenes de quienes viven cómodamente, sin apagones y alimentados con manjares importados.
Mientras, un anciano jubilado se dispone a cumplir con su "deber" y hace malabares para interrumpir a un joven que graba la escena. No importa hacia dónde enfoque la cámara, el viejo acosa, se mueve, tapa el escenario, hasta que el joven se aburre y abandona el lugar. "No tenemos sangre en las venas", dice, encolerizado, un hombre que presencia la escena.
Con los bártulos y la gente que grita, la calle Habana se va estrechando por el sudor y el desespero. El reclamo de los desalojados, náufragos en un país a la deriva, resume el dolor de la Isla entera.
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