Unas pocas langostas y una comitiva de ‘yumas’ coinciden en el mercado de 19 y B
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La miseria forma parte de su experiencia turística, aunque las agencias de viaje la promocionan como una “inmersión cultural”, y no se equivocan
La Habana/“Mira lo que traigo”, dice un vendedor a otro, con guasa, este martes en el mercado habanero de 19 y B, en El Vedado. En sus manos porta –verdadera especie extinta de la mesa cubana– tres langostas de colas gordas y anaranjadas como el óxido de la bandeja que las traslada.
Tan mitológicos como la langosta, cuya captura este año ya está prohibida hasta junio, un grupo de turistas jóvenes –¿canadienses, estadounidenses, ingleses?– da un recorrido por el mercado. Blanquísimos, rubios y con los cachetes colorados, de ese tono que el sol y las "proteínas históricas" ponen en la cara de los visitantes, los muchachos le tiran fotos a todo lo que encuentran.
La miseria forma parte de su experiencia turística, aunque las agencias de viaje la promocionan como una “inmersión cultural”, y no se equivocan. Para los teléfonos, modernos y minimalistas, posan las cebollas enanas, los ajíes rancios, las guayabas pasadas de tiempo y la carne pestilente, a la que el ventilador milenario del carnicero no hace ningún favor.
También les parecen exóticos los estantes vacíos, las paredes verde hospital, el calor del trópico y los vendedores sudorosos que se les arriman en busca de compras “en moneda dura”. Los muchachos miran inquietos y les parece que visitan un campamento pobre de África, un refugio tras la guerra, un orfanato en Vietnam. Prefieren que no los toquen y a todo –lo que entienden y lo que no– responden con una sonrisa lastimera.
Los vendedores y los turistas tienen, no obstante, una cosa en común. Reconocen en el mercado de alimentos, contradictoriamente, el hedor del hambre. Acalorados, se aprietan las mochilas contra el cuerpo y se van. Para los comerciantes cubanos, tostados y pegajosos, dejan solo el anhelado e inequívoco “olor a yuma”.