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No llegarán al plomo

El último ejército rojo no tiene por qué pelear, ni líderes que lo arenguen, ni orgullo, dignidad o memoria

Los sargentos eran tipos jíbaros e incultos, habituados a gritar, gentuza sin guerras ni valentía. (Ministerio de las Fuerzas Armadas)
Xavier Carbonell

17 de julio 2022 - 13:04

Salamanca/Me gustan las armas viejas, los fusiles que reposan tranquilos en la pared, el sable que no ha perdido el filo. Tengo un escuadrón de soldaditos de plomo –húsares, coraceros, zapadores y oficiales de la guardia imperial napoleónica– repartidos entre mi escritorio y la biblioteca. Por alguna razón remota y tribal disfruto los uniformes, los grados militares y las marchas de guerra. Y, como soy mal hijo de esta época mojigata y distraída, no me acompleja apreciar un buen revólver.

No ha habido regimientos más elegantes que los de la Francia imperial, tan formidable que aún se reúnen miles de aficionados cada año en Waterloo o Austerlitz, para recrear las batallas del Emperador. También tuvo que ser un espectáculo la célebre marina de guerra británica, con sus casacas azules, en los poderosos navíos que atacaron La Habana en 1762.

Agregaría –y ya por esto me fusilarán los inquisidores– que la Wehrmacht alemana, esa maquinaria cruel y perfecta de los años cuarenta, también tenía su encanto si se la juzga por el refinamiento de los cascos, las cruces de hierro y los chaquetones.

Sin embargo, nunca pude simpatizar con los ejércitos rojos. Soldados rusos, chinos o norcoreanos, guerrilleros nicaragüenses y salvadoreños, sicarios de todos los países. No hablo de su valor y disciplina, de los cuales, evidentemente, no carecieron. Pregunten si no a los americanos o alemanes, que todavía tienen un padre o un bisabuelo que sudó frío en Saigón o lo agarraron vivo en Stalingrado.

Nunca pude simpatizar con los ejércitos rojos. Soldados rusos, chinos o norcoreanos, guerrilleros nicaragüenses y salvadoreños, sicarios de todos los países

Mi antipatía reside en lo personal, en mi memoria o mis traumas, como quieran verlo: no logro romper la relación entre las viejas milicias comunistas y los cabrones del ejército cubano. La conexión más poderosa entre aquellos soldados y los nuestros cabe en un artefacto sencillo pero letal: el AK-47.

Lo recuerdo en mis manos, pesado y grasiento. 7,62 milímetros de calibre, 650 metros de alcance máximo, 4,3 kilogramos de hierro y madera, coronados a veces por una preciosa bayoneta. El AK-47 –Kaláshnikov para los amigos– es el fusil de asalto soviético que un cubano reconocería dondequiera. Quizás sea el arma más disparada de la historia reciente. La empuñaron los sandinistas y los narcotraficantes colombianos; los radicales islamistas y los combatientes chechenos; los rusos que irrumpieron en Hungría en 1956 y, por supuesto, los que hoy invaden Ucrania.

Un Kaláshnikov, la presión del zambrán sobre el uniforme sudoroso y el alarido de una plancha metálica para despertar al batallón, activan inmediatamente en un cubano los recuerdos del servicio militar.

El mío era un cuartel con noventa reclutas, repartidos en sus literas y hambrientos como perros. Los sargentos eran tipos jíbaros e incultos, habituados a gritar, gentuza sin guerras ni valentía, biliosos, chivatos. Los oficiales lo mismo, pero bien vestidos y mejor pagados. Ricachones en verde olivo que aspiraban a una gerencia hotelera.

Los fulanos que me pusieron delante el primer Kaláshnikov eran cetrinos, imbéciles y apocados. Pero al fin encontraron su lugar

En nada se parecían a los desharrapados mambises, cuya tradición decían mantener. No tenían nada que ver con los rebeldes de Sierra Maestra –la actual aristocracia revolucionaria– y ni siquiera con los que regresaron de Angola, que de ver tanta sangre africana solo querían emborracharse y dormir.

Los fulanos que me pusieron delante el primer Kaláshnikov eran cetrinos, imbéciles y apocados. Pero al fin encontraron su lugar. Ahora salen en los periódicos y las fotografías, practicando las maniobras de combate que les enseñó un capitán de su misma calaña. Y no contra el temido invasor americano o el imperialista europeo, sino contra civiles de su misma bandera.

Fracturan brazos, rompen dientes, patean a la gusanera, imparten un buen culatazo en el cráneo, porque no hay mejor estímulo para la tranquilidad ciudadana que agarrar, entre dos colegas, a un revoltoso, y que un tercero le masajee las costillas con un bate.

Después comunican el caso a la Policía –otro ejemplo de pulcritud ética–, que se encargará del hospedaje y la logística. Este paso es importante. Nada peor para el buen funcionamiento de la república que un disgusto entre las fuerzas armadas y las policiales. Cuidado.

Nada peor para el buen funcionamiento de la república que un disgusto entre las fuerzas armadas y las policiales. Cuidado

Los manuales de las tropas especiales, que hemos tenido el placer de ver en acción, están llenos de tecnicismos fascinantes. Al soldado cubano lo caracteriza "un amplio empleo de la astucia y la estratagema para lograr la sorpresa"; comprende y utiliza "el efecto aniquilador de las municiones ingenieras, el fuego, el golpe y la maniobra". Pidan referencias: se las darán en Cárdenas, la Güinera o el Condado.

Y todo aquello –entrañablemente simbolizado en el AK-47– es un "honroso deber, mediante el cual los jóvenes adquieren la preparación militar y política, habilidades, formación y disciplina", indispensables para "enfrentar y derrotar cualquier agresión armada a nuestra Patria". Casi se me queman los dedos cuando transcribo las finezas poéticas de nuestros militares.

De aquel ambiente del servicio no me queda mucho, salvo un par de amigos –también exiliados– y el recuerdo de cómo se desarma y limpia un Kaláshnikov. Y aunque no me pierdo la visita a los museos navales o del ejército, todavía se me hinchan las venas cuando rememoro la voz de mando de aquellos buitres uniformados.

El último ejército rojo no tiene por qué pelear, ni líderes que lo arenguen, ni orgullo, dignidad o memoria. No llegarán al plomo, me digo, mientras acaricio a mis carabineros napoleónicos, los formo en escuadrones y me pongo a jugar con ellos, como un niño, intentando borrar el recuerdo del Kaláshnikov.

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