¡Mataron a Diubis!

Un fragmento del libro 'Cuba... ¡Patria y Vida! Crónica de una revuelta', del reportero francés Francis Matéo, publicado en exclusiva por '14ymedio'

Diubis Laurencio Tejada fue asesinado por la Policía cubana el 12 de julio de 2021
Diubis Laurencio Tejeda fue asesinado por la Policía cubana el 12 de julio de 2021 / Facebook
Francis Matéo

13 de julio 2024 - 19:24

Barcelona/“La Habana, Santa Clara, Holguín, Santiago, Palma Soriano, Camagüey, Las Tunas, Pinar del Río, Alquízar…”

Dianelys enumera las ciudades por las que se extiende desde ayer la onda expansiva provocada por la primera manifestación en San Antonio de los Baños, al suroeste de la capital cubana. Sonríe desde lo alto de sus veinte años y repite el eslogan que recorre la isla desde hace 24 horas, a medida que avanzan las concentraciones:

“¡Patria y vida!”

“¡Patria y vida!”. Son las palabras de una juventud que juega a darle la vuelta a la vieja antífona revolucionaria “patria o muerte”, vaciada de su significado durante las décadas de dictadura castrista y representada hoy por la mirada triste del presidente Miguel Díaz-Canel, una especie de “estatua del comandante” esculpida a la manera soviética y colocada a la cabeza del Estado por Raúl Castro, el último avatar del poder autocrático. Un presidente que se ha convertido en el blanco de las burlas, al que llaman “singao” en las alegres procesiones de protesta desde Pinar del Río hasta Santiago de Cuba... como hoy en las calles de La Güinera, donde Dianelys también utiliza el improperio de moda:

“¡Díaz-Canel, singao!”

El adjetivo, típicamente cubano, se ha convertido en el título de una canción y en un estribillo entre los indignados. Frente a un poder emboscado.

Entre los manifestantes de todas las edades del barrio popular de La Güinera, pocos oyeron anoche a Miguel Díaz-Canel. Ya casi nadie se molesta en encender el televisor para fingir que escucha los discursos oficiales, como ocurría en tiempos de Fidel Castro. Y muy pocos se preocupan por la vigilancia y los informes del chivato, controlado a distancia por la policía estatal –en cada bloque o edificio– para denunciar las acciones sospechosas de sus vecinos. Esta organización de los comités de defensa de la Revolución, creada en los primeros años del régimen según el modelo de los comités de seguridad general de Robespierre, ha encallado ahora en las rocas de la escasez. “Todos unidos”, como decía el poeta nacional y libertador de la patria José Martí, pero en la galera de la miseria.

Ya casi nadie se molesta en encender el televisor para fingir que escucha los discursos oficiales, como ocurría en tiempos de Fidel Castro

Sin embargo, todavía quedan unos cuantos tozudos que defienden el pedazo de hueso en que se ha convertido la revolución castrista y que tratan de empeorar aún más la vida en sus barrios (a cambio de una miserable contraprestación del Partido). Estos últimos defensores de un régimen moribundo, al que solo le queda la fuerza bruta de su porra para sostenerse, fueron anoche fieles al discurso presidencial frente a sus televisores; escucharon con atención las amenazas de Miguel Díaz-Canel en respuesta a las manifestaciones que ese día se produjeron en todo el país. Como de costumbre, el presidente habló en un crudo lenguaje de madera y con un tono monocorde que no deja lugar a los sentimientos y mucho menos a la empatía:

“Desgraciadamente, tengo que interrumpir este domingo para informarles de que elementos provocadores han actuado con el objetivo de promover la contrarrevolución. Quieren crear incidentes para justificar nuestra intervención. Que no les quepa la menor duda: tendrán que pasar sobre nuestros cadáveres si quieren enfrentarse a la Revolución. Por eso llamamos a todos los revolucionarios del país, a todos los comunistas, a salir a las calles donde se produzcan estas provocaciones. No permitiremos que nadie manipule e imponga un plan anexionista. La orden es esta: ¡revolucionarios, a la calle!”

Dianelys no escuchó la llamada a la confrontación de Miguel Díaz-Canel. Desde ayer, está pegada a su teléfono móvil, donde nunca había recibido tantos mensajes sobre la situación política. De hecho, siente que se está despertando; que todo un pueblo ha despertado tras dos años de restricciones sanitarias extremadamente drásticas. La joven abraza a una amiga que acaba de unirse al grupo de manifestantes; se abrazan, ríen y bailan al son del reguetón, cuyos chisporroteos saturados se escapan por la puerta abierta de una casa. Diubis Laurencio Tejeda se acerca a ellas para filmarlas con su teléfono. Las dos chicas se abrazan de nuevo, moviendo frenéticamente la espalda al ritmo de la música, y luego saltan y gritan:

“Graba, Pikiri, ¡graba! ¡No tenemos miedo!. ¡No tenemos miedo!”

Diubis se abstiene de unirse a los abrazos de las chicas para concentrarse en su vídeo. Quiere preservar estos momentos únicos para compartirlos en sus redes sociales. A su alrededor, los manifestantes se contagian de la energía de Dianelys y su amiga. Cantan juntos:

“¡No tenemos miedo! ¡No tenemos miedo!”

Diubis se da la vuelta, con el teléfono en mano y el brazo extendido para filmar toda la escena en un vertiginoso travelling. Se sorprende él mismo temblando, embargado por la emoción. Vuelve a oír su nombre de artista:

“¡Piki! ¡Piki Rapta!”

Siente que se está despertando; que todo un pueblo ha despertado tras dos años de restricciones sanitarias extremadamente drásticas

Es un joven vecino de dieciséis años, Yoel Misael Fuentes, quien le sonríe, extendiendo los brazos como para captar el inmenso sentimiento de alegría de una multitud sorprendida y feliz a la vez por estar unida en la reivindicación de lo que más le falta: la libertad.

Como todos los niños de La Güinera, Yoel es fan de las canciones de reguetón de Diubis Laurencio Tejeda, alias Piki Rapta. A sus treinta y seis años, Diubis disfruta de esta pequeña notoriedad sin dejarse llevar, pero no sin cierto placer que rezuma en su andar este desenfadado fanfarrón que seduce a las chicas y despierta la admiración de sus amigos. Cultiva una especie de distanciamiento dandi que atrae la atención hacia su piel de ébano, su esbelta figura y su tentadora sonrisa. Diubis no es indiferente a la atracción que provoca; también le gusta jugar con ella, tanto en el escenario como en la ciudad.

Presintiendo que sería un día especial, hoy ha elegido cuidadosamente su ropa, aunque la selección es demasiado escasa para su gusto. “Pero, ¿qué quieres? ¡Estás en Cuba, tío! Tienes que arreglártelas con lo que no tienes”. Con su sentido del humor y su camisa negra de Zara tachonada de pequeñas flores blancas, sus vaqueros y sus zapatillas Levi’s, también oscuros, Diubis salió esta tarde a mezclarse con curiosidad con el grupo de manifestantes. Entre ellos, reconoce a varios que son sus clientes habituales.

El joven cantante de reguetón se gana la vida vendiendo productos básicos que ha comprado más rápido que los demás en las tiendas oficiales o que le han enviado amigos desde el extranjero, como hacen muchos cubanos para sobrevivir. En la pantalla de su viejo iPhone, divisa a Iris, una vecina de su bloque, que se abalanza sobre él en cuanto le ve:

“¡Hola, Piki! ¿Podrías traerme champú? Llevo un mes lavándome el pelo con jabón grasiento... ¡Parezco una bruja!”. 

“Pero es lo que siempre digo, cariño: cuidado con las apariencias, porque a menudo son verdad. No estoy seguro de que seas menos bruja, pero intentaré traerte esto mañana”. 

“¡Eres el mejor!”

La primera ráfaga produce estupor, la segunda impone silencio, la ter#era y la cuarta no dejan lugar a dudas sobre el origen de los disparos

Iris vuelve al corazón de la manifestación. Diubis continúa filmándola mientras la sigue, cruza la multitud y se coloca unos metros por delante del grupo para obtener un plano general. Interrumpe un segundo la grabación para comprobar la hora en la pantalla: 17:57 horas. Inmediatamente reanuda el vídeo con un plano de seguimiento de la reunión, que se vuelve aún más densa y ruidosa:

“¡No tenemos miedo! ¡Patria y vida! ¡Díaz-Canel, singaaaaao!”

Luego se acerca al grupo. También quiere disfrutar un poco de la fiesta, compartir con los demás esta emoción de libertad, en medio de la multitud que sube por Calzada Guinera.

Al mismo tiempo, dos patrullas de policía circulan por una carretera paralela para tomar posiciones en la calle Primera. Los coches se detienen en el cruce. Cuatro agentes armados se bajan y empiezan a bloquear el paso entre Calzada Guinera y el carril Principal, obligando a un Buick rosa caramelo a dar la vuelta; el conductor no protesta, pero parece preocupado por un pastel gelatinoso y fluorescente en el asiento del copiloto. La policía, bajo las órdenes del oficial Yoennis Pelegrín Hernández, corta así por sorpresa el paso a la treintena de manifestantes que siguen avanzando desprevenidos al ritmo de sus eslóganes contra el régimen. Algunos de ellos ni siquiera tienen tiempo de ver a los uniformados, a unos 35 metros de distancia, cuando estalla el tiroteo. 

La primera ráfaga produce estupor, la segunda impone silencio, la ter#era y la cuarta no dejan lugar a dudas sobre el origen de los disparos. Yoennis Pelegrín Hernández vacía las doce balas de su cargador entre los gritos. Una mujer huye gritándole:

“¡Golpeaste a alguien!”

 Al final de la calle, el policía mantiene su arma en la mano, una pistola Makarov de doce disparos cuyo cargador está ahora vacío. Parece azorado, como si no viera realmente el espectáculo de terror que ha provocado disparando salvajemente contra los manifestantes. Como si fuera ajeno a la

tragedia que se abatió sobre Diubis Laurencio Tejeda. La bala le entró por la espalda y le atravesó el pulmón hasta llegar al corazón.

El joven se ha desplomado, boca abajo, pero sigue vivo. En su hombro, la mancha de sangre empapa los dibujos de pequeñas flores blancas

El joven se ha desplomado, boca abajo, pero sigue vivo. En su hombro, la mancha de sangre empapa los dibujos de pequeñas flores blancas; un hombre se quita la camisa para intentar contener la hemorragia. Otros dos lo levantan en un gesto desesperado y lo llevan hasta uno de los coches de policía, única forma de trasladar urgentemente al herido al hospital. A pocos metros, Yoel también está encogido al pie de un muro, con los pantalones manchados de sangre. Una de las doce balas disparadas por Yoennis Pelegrín Hernández le destrozó la rodilla derecha. Le asalta el dolor, pero el pánico le impide pronunciar la menor palabra inteligible. Reconoce a Dianelys, que pasa gritando:

“¡Mataron a Diubis!”

Otro manifestante se agarra la cabeza y grita a la policía:

“¡Asesinos! ¿Por qué disparasteis? ¡Nadie hizo nada! ¡Estáis locos!”

Yoel grita de dolor en medio del caos de Calzada.

Calzada Guinera está ahora flanqueada por coches de policía. El adolescente ve acercarse a tres hombres armados y uniformados. Cierra los ojos como si quisiera ahuyentar el miedo y el dolor, siente que lo levantan y lo empujan sin contemplaciones al asiento trasero de un Lada destellante.

En otro vehículo, Diubis muere desangrado. Pierde el conocimiento incluso antes de llegar al hospital. Nunca despertará.

Después de haber hecho subir a casi todos los manifestantes presentes a las furgonetas policiales –salvo los que pudieron escapar a tiempo–, Yoennis Pelegrín Hernández vuelve a ponerse al volante de su coche y arranca, con la sirena a todo volumen, en dirección a la comisaría. Tiene que redactar un informe.

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