Un melancólico recorrido por los hoteles clausurados en una Habana sin turistas
Cerrados a cal y canto el Florida, Ambos Mundos, Telégrafo, Deauville, Sevilla, Plaza y muchos más
La Habana/Obispo para arriba y Obispo para abajo. La principal calle del casco histórico de La Habana ha sido durante décadas una arteria comercial y turística de una importancia sin igual en la Isla. Ahora, los principales hoteles ubicados en esa vía están cerrados y sin visitantes, una situación que se extiende por otras zonas antaño llenas de gente con gafas de sol y vendedores de souvenirs.
Con su amplio patio central y su entrada señorial, el hotel Florida ofrecía una experiencia colonial en La Habana Vieja, a pocos metros de los principales bares y restaurantes. Pero tras la pandemia sus puertas no volvieron a abrir y ahora parece un cascarón vacío que los custodios intentan preservar del deterioro.
A pocos metros, el hotel Ambos Mundos hizo en el pasado su agosto atrayendo viajeros bajo el magnetismo que genera el escritor estadounidense Ernest Hemingway, quien se hospedó en una de sus habitaciones. Pero ni en su extensa terraza del quinto piso, ni en su colorido lobby o su antiguo ascensor se escuchan ya las voces de los huéspedes. El lugar también está "cerrado temporalmente" por gruesas cadenas en la entrada del mítico edificio.
Otro cierre rotundo, con palos a modo de travesaños, inmoviliza la puerta del hotel Plaza, todavía majestuoso en su esquina de la calle Zulueta, escoltado por Virtudes y Neptuno
Los empleados del hotel Armadores de Santander, en la calle Luz, se abalanzan sobre los transeúntes despistados, no importa si son extranjeros o cubanos, para convencerlos de mala manera de almorzar. Es el único modo de garantizar una propina, por exigua que sea. Y si el futuro comensal se rehúsa a leer la carta puede ganarse un par de improperios.
Con humildad, el custodio del otrora imponente hotel Telégrafo ha escuchado que "piensan abrirlo pronto, quizás en octubre, pero quién sabe". Otro trabajador, acongojado junto a la puerta del servicio, confesó estar rezándole "a las once mil vírgenes por su pronta apertura".
Las puertas del famoso hotel Sevilla, donde transcurre el reclutamiento del protagonista de la novela Nuestro hombre en La Habana como agente del servicio secreto británico, están trabadas por una contundente "tranca". Las tiendas de la galería comercial, que se comunica con el establecimiento a través de una reja a través de la calle Prado, sí se encuentran abiertas. La reja, desde luego, está clausurada, y un "espía" criollo la atiende.
Otro cierre rotundo, con palos a modo de travesaños, inmoviliza la puerta del hotel Plaza, todavía majestuoso en su esquina de la calle Zulueta, escoltado por Virtudes y Neptuno. Por su parte, el Gran Hotel Bristol, ubicado en la calle Teniente Rey a pocos metros del Capitolio, sigue esperando su apertura, anunciada con bombo y platillo por las autoridades.
En otro coloso hotelero, el Inglaterra, se apoltrona la clientela en busca de almuerzo al precio que sea. Pero no hay turistas, solo cubanos: mala señal para los camareros que esperan su propina.
También en Prado, el hotel Parque Central espera en vano la llegada de extranjeros sudorosos y hambrientos. El personal del restaurante ve pasar el tiempo con extrema lentitud y acomoda las maletas de unos clientes, que se marcharán muy pronto.
El hotel Deauville, en Galiano y San Lázaro, no ha reabierto desde su clausura por la pandemia de covid-19, en marzo de 2020. A través de sus cristales, se observaba esta semana a una brigada de trabajadores reparando la entrada. Preguntado por la fecha de reapertura del establecimiento, el que parecía el jefe de obra se limitó a hacer un gesto con la mano al tiempo que aventuraba: "Por lo menos hasta el año que viene, no se piensa".
Sí está abierto, aunque "deshabitado'', el lujoso hotel Paseo del Prado, recientemente adquirido por la canadiense Blue Diamond, cuya agresiva campaña por hacerse con distintos establecimientos en la Isla contrasta con el estado calamitoso del turismo. Lo mismo ocurre con el Packard, donde se ven pocos huéspedes en el lobby y apenas dos extranjeros en la "piscina infinita".
Ningún viajero disfruta hospedarse en el hotel Manzana Kempinski, abierto pero en reparaciones. El ruido de las grúas y excavadoras le amarga el verano a los clientes, que tampoco acuden a las carísimas boutiques en la planta baja del edificio.
Los negocios que se nutrían de los turistas hospedados en la ciudad vieja también han echado el cierre. El Café París, en la esquina de San Ignacio y Obispo, se encuentra en absoluto silencio. El lugar, donde las canciones de Buena Vista Social Club se repetían todo el día como un eterno disco rayado, no ha vuelto a brindar sus tragos "bautizados" con rones destilados, y tampoco hay trabajo para los músicos, que rumiaban una interminable sopa bajo su techo.
Unos muchachos comentan con guasa que en La Mina "ya no se explota nada". En tiempos mejores, los trabajadores del restaurante hacían honor a su nombre excavando el bolsillo de los turistas. Se cuenta que servir tragos en esa esquina de Obispo y la calle Oficios era garantía de ascender dos niveles en las clases sociales. Algunos barmans se hicieron literalmente millonarios despachando mojitos aguados y cubalibres bajos de alcohol.
Indispensable en la cartografía nacional del alcoholismo, La Bodeguita del Medio parece más un cuchitril de mala muerte que la leyenda gastronómica que fue. Una lectura somera de su carta, con masas de cerdo a 1.050 pesos y langosta "a la cubana" a 700, basta para que el cliente opte por el ayuno.
Mejor le va a La Vitrola, restaurante privado cuya terraza se expande en la Plaza Vieja. Pero ni siquiera todos los turistas se atreven a comer allí, donde la conjunción de varios salarios mensuales no alcanza para un almuerzo.
Si el cuerpo exige, por lo menos, un sorbo de café, no se podrá acudir a El Escorial, cuyos empleados devoran sus alimentos mientras juegan con los móviles. Una vez que se ha renunciado a la comida decente, a la necesaria infusión y al inencontrable tabaco, el hambriento caminante tropezará con los círculos menos turísticos del infierno habanero: los cambistas matarifes de la plaza de la Catedral, las palomas moribundas en San Francisco y la horda de taxistas, caleseros improvisados y vendedores de divisas que completan la fauna del centro histórico.
No queda más remedio que abandonar la zona, en cuyo esqueleto se va desdibujando el pasado de una ciudad rutilante, efervescente, tropical. Una Habana que solo existe en las viejas fotos y en la silueta de sus hoteles clausurados.
Frente a ellos, se erige, sospechosa, la construcción de hoteles de lujo, que no se detiene, como el flamante Grand Aston o la llamada Torre K, muy criticada por los especialistas. El origen de los fondos para esas obras, llevadas a cabo por el conglomerado militar Gaesa, permanece opaco.
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