Las mezclas aparte
La Habana/El hombre era de los primeros en llegar a la obra. Sus botas lucían manchas de color gris y llevaba la pala dentro de una vieja carretilla, cuya rueda gemía con un lastimoso chirrido al andar. Sin Tomás la jornada no comenzaba para nadie, porque en una construcción de puro bloque y mortero quien hace la mezcla es el obrero más importante.
Tomás trabajaba rápido. Podía preparar, en un par de minutos y a base de paletadas, la cantidad de mortero que servía para levantar todo un muro. Pero fabricar también a mano un hormigón estructural era algo que ni siquiera él hubiese podido lograr, pese a su vasta práctica. Y, sin embargo, eso era lo que le habían ordenado aquella mañana. "Técnico, no coja mezcla de aquí, que yo le voy a preparar a usted una aparte", dijo Tomás al responsable de controlar el proceso.
El "técnico" era en realidad el ingeniero civil que, a la postre, terminaría escribiendo esta historia. Había llegado donde estaba Tomás, con los moldes listos para sacar muestras del hormigón y enviarlas a un laboratorio. La mezcla "aparte" –que jamás se preparó, por indicaciones del mismo ingeniero– hubiese contenido mucho más cemento de lo normal para que las probetas consiguieran la resistencia requerida en los planos.
Ningún hormigón estructural puede prepararse con una pala mezclando vagones de áridos con cemento. Es técnicamente imposible. Y en esta obra, ni siquiera el agua para elaborarlo cumplía con los estándares mínimos. Pero las órdenes fueron emitidas "desde arriba" y ya unos albañiles –no carpinteros– habían preparado malamente los encofrados para fundir unas columnas.
La industria de la construcción ha pasado de estar a la vanguardia a convertirse en un peligro potencial por las malas prácticas
Tomás nunca entendió por qué el ingeniero no estaba dispuesto a adulterar la muestra, faltando a su ética profesional y a su responsabilidad. A fin de cuentas, durante sus años como constructor muchas veces vio hacer lo mismo y cada vez las cosas se ponían incluso peor. "Técnico, no va a dar la resistencia", pronosticó. "Claro que no va a dar", respondió el ingeniero.
En efecto, 28 días después de elaborada la probeta de hormigón, una enorme prensa la fracturó antes de que los indicadores marcaran siquiera la mitad de la resistencia deseable. Pero las columnas hechas con aquel débil material no se demolieron.
De alguna forma, los jefes de la obra lograron bajar los estándares del proyecto. Se trataba de futuras viviendas para albergados y no de lujosas habitaciones de un hotel, así que no importaba mucho. Pero el incumplimiento de la empresa constructora no podía seguir aumentando.
Para evitar malos entendidos en el futuro, el ingeniero jamás volvió a ser llamado para supervisar un hormigonado. A partir de entonces, mágicamente, todo el concreto que se utilizó en la obra calificó de "excelente", como siempre había ocurrido.
La anécdota no constituye una excepción, sino una regla. La industria de la construcción en Cuba ha pasado de estar a la vanguardia –en 1956 se completó el Focsa, segundo edificio de hormigón más alto del mundo para su época– a convertirse en un peligro potencial por las malas prácticas.
No se trata de la calidad estética, golpeada por décadas de prefabricado extensivo y acabados descuidados, sino que hoy no hay un control efectivo sobre la calidad estructural de la mayoría de las edificaciones en el país. Por alguna razón se construía tan bien antes de los años 60, cuando no era necesario que un tal Tomás preparase "mezclas aparte".