Un niño pidiendo en la puerta de una heladería, la nueva cara de La Habana
"Me da algo para comprarme un barquillo", suplica el chiquillo descalzo y sin camisa
La Habana/Con la cara pegada al cristal, sin camisa y descalzo, un niño de unos diez años mira atentamente a través de la puerta de Bueníssimo, la sodería gourmet privada que a finales del año pasado abrió sus puertas en La Rampa de El Vedado habanero. Los ojos del pequeño están fijos en las copas con bolas de helado de chocolate, almendra o vainilla que los clientes disfrutan dentro del local climatizado. Cuando alguien entra, de su boca sale un breve ruego: "¿Me da algo para comprarme un barquillo?".
A medida que la crisis económica se profundiza en la Isla, la presencia de niños que piden dinero, venden alguna mercancía o merodean por los centros turísticos se multiplica. La estampa de estos infantes, la mayoría de las veces de cuerpos menudos, sin zapatos y con ropa raída, que alargan la mano para obtener unas limosnas o salivan ante la mesa de la terraza de un restaurante, es cada vez más frecuente en Cuba. Ni siquiera las zonas más patrulladas por la policía son ajenas a su presencia.
Una pareja con su hija se acercan a Bueníssimo. Desde que los ve doblar la esquina, el niño descalzo y su amigo, que lleva un par de patines, se preparan para obtener algo de dinero. La familia viste y huele bien, deja en el aire una estela de perfume caro y la mujer exhibe una cartera, posiblemente falsificada, de una marca famosa. La madre y la niña entran a la sodería sin mirar siquiera hacia los lados, pero el hombre se queda retrasado, mete la mano en el bolsillo y le alarga al pequeño un billete de 200 pesos. La cara se le enciende.
Unos segundos después, el descamisado entra y se compra, con lo recaudado a lo largo de la mañana, un barquillo con una bola de helado de fresa y algo de sirope de chocolate por encima. Cada bola cuesta 265 pesos. El niño de los patines que ha quedado fuera no ha tenido tanta suerte y mira la amplia avenida 23, a ver si viene alguien con cara de querer regalarle algo de dinero. Al otro día, ambos volverán, la semana que viene probablemente seguirán en la puerta y se avisarán a tiempo cuando un uniformado pase cerca del Bueníssimo. Solo así podrán disfrutar de esos sabores exclusivos para gente que puede consumir en la heladería más cara de Cuba.
Mientras ellos aguardan por una ayuda económica, otro niño ofrece pasteles en una esquina de la calle Obispo, en el casco histórico habanero, a 70 pesos cada uno. Un par de turistas se detiene a comprar una pieza del dulce, redondo y relleno de guayaba, y miran, con asombro, al peculiar comerciante. En ninguna de las tantas guías de viaje que han consultado antes de llegar a la Isla les advirtieron que se iban a topar con menores de edad pidiendo dinero o vendiendo productos en la calle. Las fotos coloridas de playas, bares con músicos y mujeres vestidas a la usanza tradicional no incluye esos rostros pequeños demasiado serios para su edad.
Pero el niño dulcero no es una excepción. Los hay ofreciendo tamales, pregonando aguacates maduros o siendo aguadores en las comunidades donde el suministro apenas llega una vez al mes. La prensa oficial ni siquiera reconocía su existencia hasta hace poco, cuando el diario Sierra Maestra, de Santiago de Cuba, publicó un artículo que tocaba, de soslayo, los casos de trabajo infantil en la Isla. Los niños y adolescentes en esta situación estaban tratados en el texto como excepciones propias "de la complejidad del contexto" y no se mencionaban cifras, aunque se aseguraba que eran pocos.
Detrás de cada uno de esos infantes probablemente haya una historia de familias empobrecidas, padres emigrados o abuelos con bajas pensiones, como los niños ninjas que en La Habana Vieja han obligado a varios restaurantes en La Loma del Ángel a contratar cuadrillas de seguridad que hacen rondas por los alrededores. Una pobreza que ha llevado a otros a hacer sonar una campanita en los portales de Centro Habana a la par que extienden una cesta de mimbre donde algunos depositan unas monedas o, en el mejor de los casos, unos billetes. Son el eslabón más frágil de la crisis y, como El Gatico y Rosita en la ciudad de Holguín, su aparición en las calles y locales gastronómicos los exponen a todo tipo de peligros.