Ni los 'orishas' del cabildo Luz Divina se libran del apagón en Sancti Spíritus
Entre la vorágine de rezos y súplicas a veces se logra entender una frase. "Que la cosa mejore", "que haya comida"
Sancti Spíritus/“Desde niño aprendí que en las fechas de los santos se debe ir a cumplir. Si se cree bien y si no se cree también”. Este es el único mandamiento de la religión de Maikel, hecha a su medida, como la de cualquier cubano. Joven, devoto de los orishas más potentes y respetuoso de una costumbre que le viene de familia, solo conoce un santuario: el cabildo Luz Divina de Santa Bárbara, en Sancti Spíritus.
En su forma más actual, el cabildo Luz Divina –una casona colonial en pleno barrio de Jesús María– fue fundado en 1952, pero su nombre, ritos y reliquias datan de finales del siglo XIX. Lo crearon esclavos e hijos de esclavos para preservar la tradición religiosa yoruba que nació en los barracones de la región central. Así se practicaba la Regla de Ocha en torno al Valle de los Ingenios y más allá.
Son las seis de la tarde y Maikel entra al cabildo. El ambiente es electrizante. Los tambores, las ofrendas, las imágenes vestidas con colores resplandecientes –rojo para Changó, azul marino para Yemayá, violeta para Babalú– miran a los visitantes desde el altar. Decenas de velas, la única luz en el apagón además de varias lámparas recargables, hacen que una suerte de espejismo reine en la habitación.
La casona es larga y cada habitación contiene efigies de los orishas y elementos de su culto. La “reina" de la casa es, claro, Santa Bárbara, la mártir cristiana a la que los esclavos atribuyeron las características de Changó, el dios rojo y guerrero. Su imagen, espada en mano y pelo muy negro, traída antaño de Barcelona según la tradición, preside el cuarto principal. A sus pies, los santos Cosme y Damián, cristianos sirios del siglo III que representan aquí a los ibeyis, los gemelos sagrados yorubas.
La mezcla –la palabra técnica es sincretismo– domina el lugar. Una estampa de San José junto a una ofrenda de vino al dios africano; una cabeza de Elegguá, con ojos de cauris, cerca de un Cristo en el Huerto de los Olivos; una docena de lázaros, muletas y perros incluidos, de distintas épocas y tamaños. Hay un cuarto dedicado a los vasos de espiritismo y las fotos de los difuntos. Nadie es inmune al vértigo de cada estancia y todos, en mayor o menor grado, parecen estar en trance.
Es una ciudad pequeña y todo el mundo se conoce. Después de varios saludos, Maikel se sitúa no lejos de una mujer que murmura su plegaria acostada en el suelo, junto a los pies de la gente. “No la pisotean de milagro”, dice, ubicándose junto a una madre y su hijo. El niño ha venido al lugar cojeando. Está inválido desde los primeros meses de edad y la mujer suele acompañarlo al cabildo en busca de mejoría y protección.
La gente comenta su historia y pide respeto para ambos. “El niño no camina, se arrastra, por su problema en los pies”, le explica una de las feligresas a Maikel. “Están los dos tiraditos en el piso. Es una escena muy fuerte”. San Lázaro, que celebró su fiesta este 17 de diciembre, es el patrono de los enfermos.
“Yo vengo por Yemayá, por Obatalá, por Ochún y por Babalú”, enumera otro de los fieles. “Son los santos más conocidos y todo el mundo viene a cumplirles”. Cumplir, además de la plegaria, es traer una ofrenda, generalmente vino, comida y dinero. Frente a Santa Bárbara, el piso está lleno de monedas, entre la cera derretida y los paños de los santos.
“Por muy mala que esté la cosa, nadie se atrevería a robar en el cabildo”, advierte Maikel.
“Por muy mala que esté la cosa, nadie se atrevería a robar en el cabildo”, advierte Maikel
A veces, entre la vorágine de rezos y súplicas se logra entender una frase. “Que la cosa mejore”, “que haya comida”, “que mi marido se sane”. En ocasiones, a alguien se le monta el santo y se le da espacio. Para los santeros, esa posesión es uno de los momentos más trascendentales de sus vidas como creyentes.
Al final de la casa hay un patio y, en el centro, una ceiba, árbol sagrado de la santería que representa la conexión entre un mundo y el otro. Cerca de él, una adivina tira sus cartas de tarot; otra realiza una consulta. Maikel cumple con la tradición de darle tres vueltas al tronco, un gesto que supone el fin de la pequeña peregrinación al cabildo Luz Divina.
En cada cuarto, dos o tres guardianes vestidos de blanco y con collares mantienen el orden. Son los “ahijados” del jefe del cabildo. La cofradía, cuyo nombre oficial es Ilé Changó, sigue un estricto código de comportamiento desde los años 50 y vela por su cumplimiento. Algunas de las medidas son en extremo arcaicas, pero los espirituanos las respetan.
La entrada a la casona está prohibida a la mujer menstruante o a una pareja que haya tenido relaciones el día de su ofrenda; una embarazada tiene que purificarse 40 días después del parto –la antigua cuarentena de la ley judía– antes de traspasar el umbral; no se puede estar borracho en el santuario. Hace 70 años tampoco podían entrar al lugar las personas homosexuales.
Se considera que todas las normas son flexibles, excepto la prohibición de tocar las imágenes o comportarse incorrectamente, explica Maikel. Tampoco se pueden tocar las reliquias ni los “fundamentos” –las prendas y objetos más santos para los yorubas–, que están allí desde el siglo XIX: el pilón y el altar de Changó, el cuarto de Ma Sixta, una de las fundadoras, o la ceiba del patio.
Fuera de la casona hay todo tipo de puestos de venta. Venden velas y cintas del color del santo. La costumbre es vieja y también de origen católico. En el Cobre, por ejemplo, se venden cintas azules –el color canónico de la Virgen María– de 25 centímetros: es el tamaño de la pequeña imagen venerada como Patrona de Cuba, sin contar el pedestal y la corona.
Casi todo el mundo viene en motos eléctricas. Junto a la puerta, un hombre de aspecto servicial asegura que se dedica a cuidar los vehículos. Por un precio, claro.
“Este año no ha sido tan ferviente como otros”, valora Maikel, analizando el ambiente. Diciembre es el mes más activo del cabildo –el día 4 se celebra a Santa Bárbara y el 17 a San Lázaro–, y ni siquiera hubo más actividad que en otros momentos. “Antes había más conga y los tambores estaban todo el día sonando: ta-ta ta-ta-ta”, dice, marcando con las palmas la clave del guaguancó.
“Se sentía la carga de energía que había aquí o que la gente le ponía al lugar. Por la noche el ambiente se caldeaba, la fiesta se ponía ‘caliente’ y empezaba a llegar todo el mundo”. Ahora, el día lluvioso y sin corriente es un mal presagio para santeros, paleros, católicos, espiritistas y ateos. “¿Con los apagones, quién va a venir?”.
Pero Maikel es un hombre práctico. La noche está cayendo y no olvida que, a pesar de los orishas, está en Jesús María. “Y Jesús María es un barrio malo”, advierte, poniéndose el casco y encendiendo su motorina. “El que se meta aquí de noche tiene que estar loco. No lo salva ni Changó”.