"El recuerdo no se puede desterrar", poemas de Lisset López Bidopia
La autora, nacida en La Habana, aborda en sus poemas la memoria de una generación marcada por el exilio y la nostalgia
La mudez que eternizamos
Una utopía, prometió
quien despedidas y abrazos prohibió.
Rompió los sueños de los niños
que hoy son nuestros abuelos,
despojando altares, saqueando voces.
Piedra a piedra
engulló hogares
por dentro y por fuera.
Mientras tanto júbilo culpable derramamos
y al hermano aullamos
con cantos maltrechos
y desafinados.
Se nos fue la estirpe
cansada del molde gris y triste.
De qué nos sirven las máscaras
que al rostro nos pegamos
si hoy de rodillas y sin nervios
miramos en ruinas nuestros cuerpos.
Quebremos la mudez que un día eternizamos,
revivamos la palabra prohibida,
retornemos la esperanza a los estómagos vacíos,
para que jamás tenga retorno,
el silencio vivido.
Fobias
Rosita tenía fobia a las despedidas. Se pasaba la vida despidiendo gente a la que nunca más volvía a ver. Decir adiós en Cuba no es dame un beso y nos vemos pronto; las despedidas aquí llevan lágrimas y olvido.
De niña le dijo adiós a su tía Eva que se fue a Noruega y a su prima Marisol que se fue a un pueblito en Cataluña. Unos años más tarde se despidió de sus hermanos mayores Lorenzo y Samuel. Luego se fue Alba, Patricio, Beatriz, Norma, Carlitos, vecinos, amigos y aquella cara conocida sin nombre.
La familia cubana se ha ido reduciendo, tornándose diminuta, quebradiza. No hay sociedad que aguante que le extirpen así la base, es como sacarle los dientes a un cocodrilo y echarlo de vuelta al rio, sin armas de defensa, sin chances de sobrevivir.
Lo que nunca imaginó Rosita es que un día le tocaría a ella despedirse temblorosa y triste de su planta de jazmín, del olor de su casa, de las estrellas que solo allí contó, de la vista espantosa desde su ventana pero tan familiar y hermana, del espacio físico que probablemente nunca más volvería a ocupar. Se alejó ahogada en lágrimas pero no miró atrás.
Rosita estaba convencida de que jamás se iba a curar de su maldita fobia.
El recuerdo no se puede desterrar
Rubén regresaba a La Habana después de muchos años. Como fotógrafo, anhelaba inmortalizar con el flash de su cámara la esencia de su amada ciudad. Con la mirada fija a través del lente, apretó suavemente el botón que activaba la intensa luz. Para su gran sorpresa, lo más profundo del alma de la ciudad se desdobló ante sus ojos: vio las sombras de muchos de los que ya no estaban allí para caminar sus calles, pero lo hacían cada día en el recuerdo. Su verdadera sorpresa fue cuando descubrió que una de las sombras, estaba atada a su cuerpo.
Addio
Mi vecino Ricardo tenía dos grandes deseos. Uno, en lugar de lágrimas y flores, que su vida terminara con un gran aplauso. Y dos, ya que la revolución cubana había envejecido sorda a su pueblo, ver su fin antes de morir.
Poco sabía mi querido vecino que un trozo de techo en su cuarto se fuera a desplomar repentinamente sobre su cuerpo anciano. Sin darnos tiempo a despedirnos, entre escombros y mugre, murió Ricardo.
Dicen que encontraron su cuerpo inerte sobre el sofá de terciopelo raído que tenía en su cuarto. Murió con su antigua casetera en la mano y los audífonos en los oídos con el volumen al máximo. Escuchaba el trágico y al mismo tiempo extraordinario desenlace de la ópera La Traviata, por la gran María Callas.
Ahora que puedo imaginar sus últimos momentos antes de morir, solo espero que los aplausos del final de esa maravillosa obra se hayan deslizado suavemente por los audífonos hasta los oídos de Ricardo y que su vida, junto a Violetta, haya terminado con una gran ovación. Y que al menos uno de sus deseos, de alguna forma, se haya cumplido.