11 de julio: el día en que los jóvenes cubanos volcaron un patrullero
Los jerarcas de guayabera y panza abultada no entienden que estos muchachos de cuerpos espigados no los temen
La Habana/En chancletas y sin camisa, Yander corrió por la calle Galiano para unirse a aquella multitud que al grito de "¡Libertad!" acababa de pasar frente a su puerta. Con las prisas había olvidado la obligatoria mascarilla. La madre de este habanero de 35 años lo alcanzó sofocada. "¡Mijo, se te queda el nasobuco!", le dijo, y le alargó un trozo de tela negra. No lo ha vuelto a ver desde entonces.
Ese domingo, 11 de julio, Cuba se encendió con protestas espontáneas en varias ciudades. La mecha, prendida en San Antonio de los Baños, se extendió rápidamente por la capital. Miles de personas confluían en riadas sin un rumbo hacia las plazas más cercanas.
A unos metros del Capitolio, sede del dócil Parlamento cubano, Agustín, de 28 años, estaba en su silla de ruedas, ofreciendo gafas y audífonos a los pocos transeúntes que se atrevían a pasear bajo el sol de la tarde, y cuando vio a "los muchachos que venían como un torbellino", le pidió a uno que lo ayudara para acompañarlos. Su invalidez le ahorró la detención, pero no le libró del golpe de un policía que le ha dejado el brazo morado.
El coro compacto, que repetía "¡Patria y vida!" y "¡Abajo el comunismo!", ahogó aquellas palabras ancladas en un pasado donde el oficialismo cubano imponía sus consignas
Cuando las tropas de choque llegaron para detener la revuelta, una anciana se asomó a la ventana gritando "¡Gusanos, vendepatrias!" a los manifestantes. Apenas se la oyó. El coro compacto, que repetía "¡Patria y vida!" y "¡Abajo el comunismo!", ahogó aquellas palabras ancladas en un pasado donde el oficialismo cubano imponía sus consignas. La mayoría eran jóvenes. En la esquina de Toyo, en el centro de la ciudad, subidos sobre un coche patrulla ondeando una bandera manchada de sangre, tratando de salvar a algún amigo que se llevaba la Policía, en pie con el puño levantado frente a los antimotines, demostraron que no tienen miedo.
Asomada al balcón, Mireya vio llegar el tumulto por su calle, el boulevard de San Rafael. Acababa de gritarle a su vecina que la esperaría a las cinco de la madrugada en La Época. Es una tienda cercana, de venta exclusiva en divisas, que ofrece muchos de los productos que llevan meses desaparecidos de los comercios en pesos cubanos. Ambas mujeres se dedican a comprar y revender mercancía en el mercado negro. Pero aquel encuentro para cargar con paquetes de frijoles, alimentos enlatados, algo de queso y un poco de cerveza, nunca tuvo lugar. El lunes, la vecina amaneció en un calabozo y Mireya, buscando a su hija Karla, de 16 años, a las afueras de una comisaría.
"Mi niña es menor de edad y sólo bajó para hacer un video con el móvil, vi como se la llevó a la fuerza la Policía", solloza. Es una de los miles de desaparecidos de la jornada.
En Santiago de Cuba, en el distante poblado de Palma Soriano, Severino se ha quedado ronco de tanto gritar. "De mi familia salimos cuatro pero sólo regresamos dos, los otros no sabemos dónde están y no nos dicen nada", explica. "Ni lo pensamos, ese día lo único que yo tenía en el estómago era un buchito de café... pero cómo rindió aquel café, parecía que me había comido una pierna de puerco". Jubilado con la mínima pensión (unos 20 euros mensuales), a Severino le sale una carcajada cuando oye que las voces oficiales dicen que le pagó "el imperialismo" para lanzarse a la calle.
"Perdí la cartera y un zapato, pero valió la pena", cuenta desde San Antonio de los Baños una joven graduada de Economía que fue de los primeros en salir a protestar en una ciudad donde "cuando aparece algo que cocinar entonces falta la electricidad". En ese municipio de la provincia de Artemisa fue donde saltó la chispa que luego incendió las almas en casi toda la isla. San Antonio es conocida por albergar la Escuela Internacional de Cine y Televisión y el Festival Bienal del Humor. "Éramos la villa del humor, ahora somos la del honor".
"Mi madre no quiso venir conmigo porque tenía miedo y ahora está arrepentida de no haber vivido ese día histórico ahí mismo, junto a los demás"
"Mi madre no quiso venir conmigo porque tenía miedo y ahora está arrepentida de no haber vivido ese día histórico ahí mismo, junto a los demás", se ufana la joven. Su relato se ve interrumpido constantemente por una tos seca que preocupa. El país vive el peor repunte de la pandemia, pero los alarmantes números del covid-19 no impidieron que las personas se juntaran, quizás porque "esto de morir cada día, con las angustias y las miserias, es peor que el coronavirus".
En Sancti Spíritus, Mercedes (38 años) pasó el domingo pegada a la pantalla de su teléfono móvil, devorando los vídeos que iban saliendo de las protestas en otras provincias. Entre varios vecinos pusieron dinero para comprar una recarga que les permitiera estar más tiempo conectados y no perderse ningún detalle. "Por la noche, la única luz era la de la pantalla, porque estábamos en apagón".
A la mañana siguiente, su jefe la convocó temprano en la oficina estatal donde pasa sus horas entre la abulia y las ganas de regresar a casa. "Tenemos que defender las calles de los contrarrevolucionarios y cada trabajador debe hacer un compromiso público de que va a estar al lado de nuestro Partido Comunista y en contra de esos mercenarios que nos quieren arrebatar la Patria", le dijo. Mercedes se quedó de piedra. Esa misma tarde decidió dejar su trabajo. "Aunque nos quedemos sin un peso en esta familia, a mí nadie me va a poner un palo en la mano para partirle la cabeza al hijo de un vecino. Conmigo que no cuenten", sentencia Mercedes.
Esos episodios se están repitiendo en todas las empresas y oficinas estatales del país. El empleado de una editorial oficial cuenta que fueron trasladados a una finca de la Unión de Jóvenes Comunistas para cortar ramas y hacer palos "para que los trabajadores se defiendan de las provocaciones de los mercenarios". Muchos aseguran en privado que no piensan pegar a nadie. Además de perder el trabajo, algunos de los que se han negado a participar en acciones contra los manifestantes han sufrido "actos de repudio", una especie de escrache violento y humillante, por parte de sus compañeros.
El timbre del teléfono pilla a Leidy Laura amamantando a su bebé. Al otro lado de la línea, su hermana, residente en Miami, le cuenta que desde el domingo siguen al minuto las noticias en televisión, celebrando la posible caída del castrismo.
"Esto está aquí militarizado, las calles llenas de policías y de hombres armados con piedras y bates de béisbol", le responde con preocupación. Ella lleva "tres días" sin salir de su casa, en Camagüey, por miedo a quedar atrapada "en una de las talanqueras que han puesto por la ciudad".
Leidy Laura tiene 24 años y es hija de dos habaneros que le han contado cómo vivieron el 5 de agosto de 1994, cuando la anterior explosión social estremeció el litoral de la capital cubana en un hecho que ha sido conocido como el Maleconazo. "Pero qué va, esto ha sido mucho más grande y por casi toda la Isla. Aquello fue el ensayo y esto la puesta en práctica", opina.
"Esto se puede volver invivible, si la gente no logra salir para comprar comida porque los enfrentamientos y las barricadas están por todas partes, nos vamos a morir de hambre porque nadie tiene reservas de nada"
"Mi papá siempre me cuenta que aquella vez él se ilusionó mucho con que la dictadura se caía, pero de eso han pasado casi 30 años y esto sigue en pie", agrega con cierto pesimismo. "Ya yo me había hecho a la idea de que mi hijo iba a tener que crecer con libreta de racionamiento y gritando en la escuela 'pioneros por el comunismo, seremos como el Che', pero con lo que pasó el domingo, no sé, me ha vuelto la esperanza".
"Esto se puede volver invivible, si la gente no logra salir para comprar comida porque los enfrentamientos y las barricadas están por todas partes, nos vamos a morir de hambre porque nadie tiene reservas de nada", dice Viviana, que hasta la llegada de la pandemia regentaba un próspero negocio de alquiler de habitaciones para turistas cerca del Prado de la hermosa ciudad de Cienfuegos.
Las ilusiones no recorren a todos. El miedo también campea a sus anchas en la isla. Unos temen que los excesos represivos del régimen agreguen combustible a la hoguera del descontento y las protestas desencadenen una guerra civil. El gobernante Miguel Díaz-Canel atizó esas llamas cuando dijo que "la orden de combate está dada" y que están "dispuestos a todo".
"Este país ya estaba al borde de una crisis humanitaria y ahora con esto vamos más rápido hacia el abismo. Si las organizaciones internacionales no nos ayudan vamos a terminar cayendo como moscas", prosigue Viviana. "Pero esto se veía venir, ya era demasiado lo que estábamos sufriendo y la gente joven es distinta. Ya no se creen los mismos cuentos, ni los puedes convencer con historias del pasado".
"La gente joven" de la que habla Viviana ha sido la protagonista de unas protestas que apuntan de lleno al modelo político que impera en la Isla hace 62 años. Aunque han crecido bajo el más férreo adoctrinamiento, estos muchachos se sienten ciudadanos del mundo gracias a las nuevas tecnologías, cuentan con menos ataduras ideológicas y perciben que no deben nada a los barbudos bajados de la Sierra Maestra.
"La gente joven" es como Lucas, de 22 años, que no solo usa Facebook, Instagram y TikTok, sino que lleva meses refugiándose en hilos de Telegram y grupos de WhatsApp rumiando sus frustraciones. La protesta del domingo fue la primera vez que vio los rostros de los amigos hasta entonces escondidos bajo avatares. "Nos reunimos y empezamos a hablar el mismo idioma", recuerda ahora sobre el encuentro en una esquina del barrio habanero de El Vedado. Desde allí partieron por toda la calle San Lázaro tomados de las manos. No tenían un líder, no formaban parte de un partido opositor, pero se convirtieron en la espina clavada en el corazón de un sistema agonizante.
Los jerarcas de guayabera bien planchada y panza abultada no entienden que estos muchachos de cuerpos espigados por las largas caminatas y la breve ración de comida, no los temen. Llevan años burlándose de la retórica oficial, hace mucho tiempo que no encienden la televisión nacional para que la papilla informativa que prepara el Partido no les provoque arcadas. Son impermeables a los reproches que les lanza el oficialismo. Ellos son el futuro; mientras los policías que los apalean, los militares que los disparan y las brigadas de respuesta rápida que los atacan solo son esos vestigios de un pasado que se niega a morir pero que también se irá.
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Nota de la Redacción: Este reportaje fue publicado por primera vez en el diario El Mundo.
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