Secuestrado por traficantes de migrantes
Florida (Camagüey)/A sus 29 años, como muchos otros jóvenes de aquí, Georlys Olazabal Drake huyó de la falta de oportunidades en Cuba para emprender un riesgoso viaje hacia Estados Unidos. Militante del movimiento de oposición Somos+, Olazabal Drake, que estudió Ciencias Informáticas, se enroló en una salida ilegal que lo llevaría a permanecer secuestrado en México por traficantes de personas.
Ahora cuenta su historia a los lectores de '14ymedio', con una notable cantidad de detalles que revelan el entramado de extorsión, complicidad y violencia que rodea a muchos de estos viajes por alcanzar un sueño.
Esta historia comenzó el pasado 23 de julio, cuando el esposo de mi prima me avisó de una lancha que llevaría personas hasta México, varias de ellas de Florida, nuestro municipio en Camagüey. Aseguró que la salida costaría entre 2.000 y 3.000 dólares por persona, pero en el camino ‒cuando ya no podía volver atrás‒ descubrí que realmente costaba 10.000.
El viaje llegó como una esperanza, pues todo me iba mal en ese momento. Había tenido problemas con los inspectores y la policía me había quitado los papeles de la patente de mi negocio. También tenía dificultades en mi vida personal.
Con anterioridad deseé irme del país y varios de mis familiares habían abandonado la Isla. Aunque no estoy de acuerdo con el sistema de gobierno, las razones por las que decidí marcharme en ese momento nada tenían que ver con mis ideas políticas, sino con circunstancias personales. Fue una vía de escape: se me presentó la oportunidad y sin pensarlo emprendí el viaje.
Salí en un carro alquilado desde Fontanar hasta el puente del primer anillo de La Habana, donde ya se habían reunido algunas personas para ser recogidas. Desde allí fuimos trasladados a la ciudad de Pinar del Río en un camión particular dedicado al transporte de pasajeros.
Entre ellos había dos jóvenes que habían desertado de las tropas guardafronteras, llegaron con sus uniformes, sus armas y dejaron su 'jeep' de trabajo abandonado
Durante ese trayecto todavía me sentía seguro de lo que estaba haciendo. Creía que era la solución. Al llegar a Pinar del Río nos recogió un señor en las cercanías de la terminal de ómnibus y nos llevó hasta su casa. Luego, en otro camión fuimos hasta la carretera en un poblado llamado Las Martinas. Nos recogieron en esos carretones que llaman arañas y nos llevaron hasta una finca.
Éramos 32 personas, 20 de Pinar del Río, 6 de Santiago de Cuba y otros 6 de Florida. No iban niños, solo 29 hombres y 3 mujeres. Entre ellos había dos jóvenes que habían desertado de las tropas guardafronteras, llegaron con sus uniformes, sus armas y dejaron su jeep de trabajo abandonado.
Una vez allí ya no había forma de volver atrás. La única posibilidad de abortar el viaje era si las tropas guardafronteras se enteraban y lo interrumpían o si la lancha era interceptada en el mar. Nos dejaron bien claro que si intentábamos salir o si no nos queríamos ir, pondrían fin a nuestras vidas.
No había manera de comunicarse con nadie, pues tuvimos que deshacernos de los celulares. Solo se podía entrar con una muda de ropa, un paquete de galletas, un pomo de agua y el dinero que teníamos encima. Ni siquiera se permitían las fosforeras.
Quise llamar a mi mujer, pero sabía que no me perdonaría lo que estaba haciendo. Sin embargo, me consoló pensar que el viaje lo hacía por los dos y, si todo salía bien, buscaría la vía de sacarla, apartar todos los problemas por los que estábamos pasando y empezar de nuevo.
Nos dejaron bien claro que si intentábamos salir o si no nos queríamos ir, pondrían fin a nuestras vidas
En la finca no recibimos alimentos. Pasaron muchas cosas por mi cabeza. Sentí inseguridad, pero solo me quedaba seguir para adelante y pedirle a Dios que las cosas salieran bien. Las personas que habían llegado hasta allí, aunque no se conocían, eran bastante comunicativas. Tratábamos de ayudarnos.
Dormimos una noche en aquella finca, donde tenían varios animales como vacas y caballos, pero por suerte no había mosquitos, solo unos cangrejos moros que nos rodeaban pues estábamos cerca de la playa. Nos vigilaban unos campesinos que por la noche se tapaban la cara para no ser identificados en caso de que los guardafronteras irrumpieran en el lugar.
Durante la noche cambiaron varias veces el horario de llegada de la lancha, hasta que algunos exigieron saber la verdad. Después de varias presiones nos dijeron que llegaría sobre las 7.30 de la mañana. Nos volvieron a hacer algunas advertencias y nos trajeron un porrón de agua.
Cerca de las siete de la mañana volvieron los campesinos diciéndonos que nos preparáramos, que la lancha estaba por llegar. Cuando nos acercamos a las rocas del litoral vimos a lo lejos algo que parecía una palomita en el agua. En ese momento no sé lo que sentí, solo recuerdo que me dije: "Sí, me toca".
Estábamos contentos. Sin embargo, hasta ese momento tuve también la esperanza de que la lancha no llegara. Sentí un deseo de no hacer aquel viaje, echarlo todo atrás y regresar con las personas que quería. En el instante de abandonar Cuba es cuando se valora lo que se tiene.
Sobre las 7.20 de la mañana del día 24 de julio llegó la lancha. Cuando nos habíamos alejado de la costa me puse las manos en la cabeza y dije: '¿Dios mío qué hice?' Pero ya no me podía lanzar al agua. El lanchero sacó una pistola y tiró dos tiros al aire para que supiéramos que estábamos controlados.
La tripulación estaba compuesta por dos personas: un lanchero y su ayudante, ambos cubanos. Al ayudante le decían El Menor y era original de un poblado de Pinar del Río llamado El Cayuco, mientras que al lanchero lo llamaban El Yuma y provenía de Güines. Ambos viven en México y no pueden entrar a Cuba legalmente, pues son buscados por tráfico de droga, tráfico de personas y asesinato.
El lanchero alardeaba de haber matado a su anterior ayudante, un hondureño que era el mecánico de la lancha.
Los dos hombres tomaron medidas de seguridad, como hacernos botar los zapatos para que nadie escapara cuando llegara a tierra. Uno de ellos nos contó que por ese mismo lugar por donde habíamos partido, ellos habían hecho más de 30 salidas en el verano pasado.
Nos vigilaban unos campesinos que por la noche se tapaban la cara para no ser identificados en caso de que los guardafronteras irrumpieran en el lugar
Alardeaban de entrar y salir de la Isla como si fuera su casa. Según ellos, en Cuba no hay equipos para perseguir las lanchas rápidas. Salen de México con una carta de pesca, en la noche se quedan a 60 millas y avanzan lentamente como si fuera una embarcación que está pescando. Cuando amanece entran rápido, a toda velocidad, cargan y, con la misma, salen.
Al llegar cerca de las 30 millas hicieron una llamada a México, al jefe del negocio, y solo le dijeron: "Coronamos". El lanchero se jactaba de que ese día habían salido cinco embarcaciones del mismo dueño del negocio a buscar personas en Cuba, pero solo esa había podido cargar.
La travesía fue larga pues tenían la obligación de entrar de noche a México. Llegamos a Cancún, cerca de la zona hotelera, después de las nueve de la noche. Desembarcamos en un muelle donde tuvimos que pagar 100 dólares por cada uno de los que entraba.
Nos estaban esperando dos pequeños ómnibus y montamos 16 personas en cada uno. Nos llevaron hasta una bodega abandonada, una especie de almacén viejo rentado y acomodado con toda la seguridad para este tipo de negocio. Allí nos unimos a dos grupos de más de 50 personas que habían llegado en viajes anteriores.
Al llegar a México debíamos conseguir el dinero para pagarles. Ellos se ocuparían de los trámites para trasladar a cada migrante en avión y presentarlo en un punto fronterizo de Estados Unidos. El viaje completo costaba 10.000 dólares, pero yo no tenía dinero para pagar. En ese punto comenzó mi odisea.
El almacén abandonado tenía dos pisos. Arriba había cuatro habitaciones y una sala amplia donde estaba el televisor. Uno de los cuartos era para los guías, que se encargan de buscar en Cuba a las personas que quieren salir del país. Los guías están más cómodos, con colchonetas y comida, y el viaje les sale gratis. Los utilizan también para controlar la disciplina. Los otros cuartos son como celdas.
Los jefes eran cubanos. Al principal le dicen El Millo y nunca da la cara en el negocio. Después está Julián, El Negro, que es oriundo de Matanzas y "atiende" a los migrantes en cosas como ponerles las llamadas para que hablen con su familia. Funciona como un intermediario. Además, cuentan con personas en todas partes que cobran el dinero.
Ambos viven en México y no pueden entrar a Cuba legalmente, pues son buscados por tráfico de droga, tráfico de personas y asesinato
A Rey, de Vertientes, en Camagüey, lo conocen como El Pinto y cuida la casa. También es el encargado de las torturas.
En cuanto llegamos nos recogieron toda la ropa, el carné de identidad, el pasaporte y el dinero para quitarnos cualquier posibilidad de escapar. Nos dieron un short y un pulóver, que es el uniforme que usan las personas retenidas en el lugar.
Al día siguiente de llegar, a las siete de la mañana, desayunamos un pedazo de pan y un vaso de agua. Luego comenzaron las llamadas con la familia, la mayoría de las cuales no conocían de los planes de salida. Solo permitían hablar pocos segundos para que supieran que era cierto que nos tenían allí retenidos.
Si la familia decía que no tenía dinero, les advertían de que meterían a su pariente en un tanque de ácido, que no sabrían nunca más de él, que lo montarían en la lancha de nuevo para soltarlo a 30 millas o que se lo echarían a los cocodrilos.
No sufrí torturas, pero otros no corrieron con la misma suerte. Solo me castigaron por no tener dinero y me trasladaron a un cuarto de donde me sacaban a bañarme una vez a la semana. No podíamos ver televisión ni hablar con nadie, teníamos que estar tranquilos y dormir en el piso.
Vi como le dieron golpes a varias personas, entre ellos a un joven que casi lo dejan muerto. A otro que no tenía dinero le fracturaron dos dedos con el cabo de un hacha.
Al que caía mal, llevaba muchos días allí y no se veían posibilidades de que tuviera dinero, podía pasarle como a varios que vimos salir y jamás regresaron. No supimos qué pasó con ellos, si los mantuvieron retenidos o los mataron. A veces a alguno le partían la nariz para mandarle fotos a la familia para asustarla y amenazarla.
Los que no tenían dinero tampoco recibían comida. Pasé 38 días tomando agua sin alimentos. En esas circunstancias vivimos los 69 que quedamos allí, pues de mi grupo solo 14 tenían el dinero y pudieron pasar a Estados Unidos.
Si la familia decía que no tenía dinero, les advertían de que meterían a su pariente en un tanque de ácido, que no sabrían nunca más de él
Era mejor no ser muy comunicativo, porque podían pensar que se estaba tramando alguna fuga o cualquier otra cosa. Algunos, por caerle bien a los jefes les llevaban información, así que preferí no hablar.
Me quedaba tranquilo en un rincón, permanecía allí sentado y cuando me cansaba me acostaba, lo cual me hizo evitar represalias si los que cuidaban se ponían violentos.
No sentí miedo, pero me preocupaba lo que mi mamá fuera capaz de hacer y pensaba mucho en mi abuelo. Por otra parte tenían la convicción de que iba a salir de allí pero no imaginaba cómo ni cuándo.
El día 35 o 36 comenzaron a decir que iban a botar gente a las 30 millas o que nos llevarían a los centros migratorios de Chetumal y Tabasco. Me tiraron una foto y dijeron que estuviera listo a las siete de la noche.
Me sacaron en un taxi y llamaron a la policía federal, con quien tienen negocios. Le mandan la foto y las señas del taxi y después solo queda cambiar para la patrulla. Estuve 48 horas con la policía federal, con derecho a un abogado y me dieron un libro donde se explicaba cuáles eran mis derechos y deberes.
Me sacaron en un taxi y llamaron a la policía federal, con quien tienen negocios. Le mandan la foto y las señas del taxi y después solo queda cambiar para la patrulla
Nos dieron comida y un buen trato. Eran policías corruptos y también ofrecían la posibilidad de continuar camino por dinero.
De ese sitio nos pasaron al centro migratorio de Chetumal, donde estuve 17 días, esperando todos los datos. Cuando llegué allí había 29 cubanos y en la jornada en que partí llegaron 17 más. Era asombroso ver cómo los cubanos que no reclaman sus derechos en la Isla, allí si lo hacían. Había protestas por la limpieza, por el agua y por la comida.
Sabía que me iban a deportar, pero aún me quedaba la posibilidad de un amparo o acogerme al refugio político. Esta última opción la pensé, pero desistí porque extrañaba todo en Cuba. A pesar de todos los problemas que había dejado atrás, en mi país estaba mejor.
El jueves 22 de septiembre me llevaron en una camioneta hasta el aeropuerto de Cancún y al otro día, cerca de las siete de la mañana, salió el vuelo hacia La Habana.
Era asombroso ver cómo los cubanos que no reclaman sus derechos en la Isla, allí si lo hacían
Nos trasladaron a todos los que estábamos en el mismo caso al centro migratorio de Valle Grande, donde nos hicieron análisis, tomaron declaraciones y comprobaron los antecedentes penales. El trato fue bueno, con respeto, no se nos cuestionó por nada. Después del periodo de cuarentena me entregaron a la policía de mi municipio y de ahí a mi casa.
Me siento contento de estar en Cuba, con mi familia y mis amigos, y de tener la oportunidad de continuar el activismo político. Aunque a veces creí que la solución era emigrar a Estados Unidos, no pienso volver a intentar una salida del país. Solo quiero establecerme aquí y tener una familia.
Aunque es difícil convivir con los problemas que tenemos en Cuba, son más difíciles las situaciones que afrontamos cuando intentamos una salida ilegal. Exhorto a luchar por un cambio en Cuba, pues al salir del país también se abandona todo lo que se ama.