Vuelven las alfombras de latas en las calles de La Habana
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Los recolectores de Cristal, Bucanero o Tu Kola colocan los envases para que los autos los aplasten
La Habana/El hombre tiene unos 50 años y lleva a cuestas dos sacos cargados de latas de refresco, malta y cerveza. Se dirige a la calle Lealtad, en Centro Habana, donde los vecinos ya lo conocen y se sientan a ver su rutina en el umbral de las casas. El trabajo, antiguo en la Isla y casi extinto por la pandemia –que espantó al turismo, gran consumidor de esas bebidas–, consiste en colocar con precisión los envases en el asfalto y esperar. Cuando finalmente algún carro los aplaste, estarán listos para vender como materia prima.
Hace al menos cuatro años –desde que el covid golpeó con fuerza y desaparecieron los yumas y la comida– que en La Habana apenas se veían a los recolectores. Su desaparición momentánea, sin embargo, no los ha vuelto extraños para el cubano, que tiene en su imaginario desde la niñez, junto a otros oficios de la Isla como afilar tijeras o comprar pomos de perfume vacíos, a “los viejitos que recogen latas”.
Casi siempre son ancianos, encorvados por los años y el peso de los sacos. La mayoría son hombres, pero de vez en cuando se ve a una mujer.
El oficio cuenta con un abanico de recolectores distintos en oportunidades y recursos. Hay quien cuenta con instrumentos para facilitar el trabajo, como el hombre que cargaba sacos llenos de viejas Tu Kola, cervezas importadas o las nacionales Cristal y Bucanero este miércoles en un triciclo y una carretilla en la calle Belascoaín. Otros, los de peor situación, compaginan la actividad con la búsqueda de alimentos en la basura, van con ropas raídas y la cara tostada.
Con licencia de cuentapropistas o por la izquierda, la recogida de cartón, aluminio o plástico ha sido uno de esos oficios que siempre han existido y alcanzado alcurnia con los compradores de “cualquier pedacito de oro”, y sus peores momentos en los ladrones de estatuas y tarjas de bronce. En cualquiera de los casos, el metal siempre acaba fundido en un taller particular y convertido en sortijas o llaves de agua.
El oficio incluso se ha mecanizado: ahora son los choferes los que aplastan las latas con sus vehículos, aunque siempre existe el riesgo de ponchar una llanta. Los recolectores escogen calles poco transitadas porque, aunque demoren más en machucarse las latas, no están a la vista de la Policía y los inspectores. Esto también les permite colocar y luego retirar los recipientes con calma, sin ser atropellados.
Otros siguen usando métodos más “artesanales”, y apurruñan los recipientes con palos, piedras o con los pies.
La exigencia de latas planas la ponen los compradores, que solicitan envases vacíos, limpios y reducidos. Los más exigentes son los privados, que también pagan mejor. Por la recogida de materia prima para el reciclaje, el Estado ofrecía a inicios de año unos 30 pesos por kilogramo de aluminio. Lo mismo que deben entregar los recolectores mensualmente por su licencia, sin contar la seguridad social. Los particularespagan hasta 100 pesos.
Aunque hay quien todavía “muerde”, desde que Materia Prima dejó de pagar por falta de fondos durante la pandemia, pocos han regresado a trabajar con el Estado. En cambio, venden lo que colectan a chatarreros que confeccionan latones, ollas y cubiertos de aluminio.
Para algunos, la labor de los recolectores es un ejemplo curioso del “encadenamiento productivo” y la “economía circular” que añora el Gobierno para sus empresas. Lo que hoy es una malta en manos de un canadiense, mañana será una lata aplastada por un vehículo y pasado un jarro para calentar la leche.