Carlos Espinosa, una mirada imprescindible sobre Cuba

Quiero pensar que la muerte lo sorprendió leyendo, con el brillo en sus ojos cuando encontraba alguna pista, alguna pieza perdida en el rompecabezas de nuestra cultura

El intelectual cubano Carlos Espinosa falleció este sábado en Madrid a los 74 años.
El intelectual cubano Carlos Espinosa falleció este sábado en Madrid a los 74 años. / Facebook
Yunior García Aguilera

08 de julio 2024 - 09:55

Madrid/En una de las presentaciones de Jacuzzi en Madrid, alguien del grupo llegó corriendo a los camerinos con la noticia de que, entre el público, se encontraba Carlos Espinosa Domínguez. Si existiese un nerveómetro para medir el pánico escénico, se habría roto al instante. Pero no por el miedo que provocan los críticos feroces, ya sabíamos que Carlos era elegantísimo a la hora de dar una opinión profesional, por negativa que fuera. Lo que nos disparaba la ansiedad era el privilegio de actuar ante una de las voces más autorizadas del teatro cubano, cuyo nombre era sinónimo de rigor, sabiduría y excelencia.

Al terminar el espectáculo, los actores se me acercaron para preguntarme: ¿lo viste? ¿te dijo algo sobre la obra? Nada, les contesté. Y a todos nos cayó un bajón que no pudieron levantar ni los otros aplausos, ni las enhorabuenas. Nadie lo confesó esa noche, pero cada uno de nosotros se fue a casa con la terrible sensación de que la obra no le había gustado.

Sin embargo, al día siguiente, recibí una llamada. Del otro lado del teléfono una voz suave y pausada me daba los buenos días. Era él. Había conseguido mi número a través de un amigo en común y quería que supiéramos que se había emocionado profundamente con Jacuzzi. Se disculpó por salir del teatro con tanta prisa, pero tenía que regresar a Aranjuez, a casi 50 kilómetros de Madrid. Luego de eso no escribió uno, sino dos artículos para Cubaencuentro sobre el espectáculo. El segundo llevaba un título donde se posicionaba sin titubeos: El sueño de una Cuba libre e inclusiva.

Desde ese día no paramos de hablar. Quería saberlo todo. Me preguntaba con la curiosidad de un niño sobre detalles en los que ni yo mismo había reparado

Desde ese día no paramos de hablar. Quería saberlo todo. Me preguntaba con la curiosidad de un niño sobre detalles en los que ni yo mismo había reparado. Fui a conocer su apartamento en Aranjuez, un retiro donde evitaba toda distracción que lo apartara de lo importante: investigar, hurgar en las entrañas de la cultura cubana hasta encontrar eso que llaman alma. Me sorprendió lo actualizado que estaba sobre todo cuanto ocurría en Cuba. Conspiramos. Nos confesamos experiencias terribles sufridas en aquella Isla, pero lo hicimos con más esperanzas que remordimientos. Él mismo me propuso la publicación de un volumen con cinco de mis obras para la Editorial Verbum. Y ese fue su penúltimo trabajo.

Este sábado, al salir del tablao flamenco donde me gano el pan, el maestro Carlos Celdrán me llamó para darme la noticia de su muerte. Otro tocayo suyo, el periodista Carlos Cabrera, también telefoneaba para compartir su dolor. No podía creerlo. Lo llamé inmediatamente y su móvil daba ocupado. Parecía uno de esos bulos, al estilo Chomsky, pero en las redes había publicaciones de colegas serios que también hablaban de su fallecimiento. El resto de las veces en que insistí, un timbre largo y sin respuestas confirmó lo peor.

He sabido luego, por un artículo de Carlos Cabrera, que un vecino suyo avisó a los bomberos, extrañado porque Espinosa no respondía a sus llamados. Él vivía solo, con esa soledad del alquimista, de quien ha convertido la investigación en sacerdocio. Sé que su último trabajo, Así siempre los tiranos, se había convertido en una obsesión por estirar cada minuto. Y el que conoce el tamaño de su obra, sabe que Carlos era como esos hombres de otros siglos que hacen que uno se pregunte cómo demonios podían escribir tanto. Por eso no quiero pensar en la tristeza de su soledad, sino en la libertad que también lleva implícita esa palabra.

Quiero pensar que la muerte lo sorprendió leyendo, con el brillo en sus ojos cuando encontraba alguna pista, alguna pieza perdida en el rompecabezas de nuestra cultura o nuestra historia, si es que son cosas distintas. Quiero recordarlo con su sonrisa tímida, a pesar de la osadía de su escritura. Quiero quedarme con su ausencia de rabia, que no implicaba en absoluto ausencia de carácter. Carlos Espinosa era, como pocos, un hombre con criterio, pero sus opiniones sobre la cosa política en Cuba iban más allá de lo inmediato. Eran mucho más abarcadoras y hondas.

No me sorprende para nada el silencio de algunas instituciones en Cuba a las que aportó muchísimo, ni el silencio de algunos de sus colegas. Ahí está su obra, tremendamente inmensa

No he querido en este artículo referirme a la biografía de Espinosa. Otras voces, más autorizadas que la mía, han escrito ya excelentes obituarios. También en las redes, varios artistas e intelectuales han expresado profunda pena ante su pérdida. No me sorprende para nada el silencio de algunas instituciones en Cuba a las que aportó muchísimo, ni el silencio de algunos de sus colegas. Ahí está su obra, tremendamente inmensa, eso habla más que cualquier otra cosa.

La principal razón de este artículo es poder despedirme, como si él pudiera leerlo. En su último mensaje me regañaba a lo grande por demorarme tanto en responder sus llamadas. No me dio tiempo a hablarle de mi telefonofobia. No pude agradecerle lo suficiente su esfuerzo en sacar adelante un libro que no pudimos presentar juntos. No llegué a trasmitirle de la manera más franca, cuánto le debía, cuánto le debíamos. Carlos sabía mirar a Cuba como se miran las cosas que se aman. Y su mirada, el tiempo se encargará de confirmarlo, ha sido una mirada imprescindible.  

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