La gringa que hizo de Fidel Castro un 'muñequito'
Miniaturas
'Adiós mi Habana', de Anna Veltfort, es el clásico indiscutible del cómic sobre Cuba en las últimas décadas
Salamanca/Hay quien ha dicho que Adiós mi Habana es el Maus cubano. La historieta de Art Spiegelman utiliza a los ratones como metáfora de un pueblo –el judío– en perpetuo escape del Ángel Exterminador. La de Anna Veltfort, una gringa europea criada en el trópico, también es el relato de una fuga. Maus se estudia hoy en las escuelas como crónica del horror nazi; tengo la esperanza de que Adiós mi Habana sirva en el futuro para comprender el daño que hizo Fidel Castro.
Los muñequitos de Veltfort, trazados con cierta ingenuidad –parecen la versión gay de Archie, como si Archie no fuera ya bastante gay–, son el clásico indiscutible de la historieta sobre Cuba en las últimas décadas. En cualquier país sería un bestseller. Verbum lo editó en 2017 y lo leyeron casi todos los grandes ensayistas del exilio. Se dijo que su mayor mérito, entre tantos, era reflejar el día a día del gueto de comunistas norteamericanos afines a Castro.
El padrastro de Anna, Ted Veltfort, era uno de ellos, y le ofreció a la Revolución no solo su lealtad sino también sus conocimientos como ingeniero electrónico. Anna había nacido en Alemania en 1945. Triturado por la guerra, fue el primer país que abandonó, rumbo a Estados Unidos, en 1952. Diez años después llegó a La Habana en un barco-frigorífico, y cuando entró a la bahía los machos cubanos le dieron a ella y a su madre un recibimiento grotesco: miembro en mano, grasientos piropos y 21 salvas. (“Bienvenidos a la Revolución. Esto les va a encantar”.)
Ted Veltfort, el resabioso padrastro, había luchado en la Guerra Civil española y era un idealista
Estaba en el trópico. Ted Veltfort, el resabioso padrastro, había luchado en la Guerra Civil española y era un idealista. La madre de Anna no logró sacarle a tiempo “esa basura de la cabeza” y acabaron huyendo del FBI en pleno macartismo.
Lo que más disfruto de Veltfort son esos arranques documentales de su libro. Aboliendo por un segundo la intimidad de sus personajes, caen en la página recortes de periódicos, fotogramas y transcripciones. El efecto que produce esta emboscada de seriedad es comparable a un aterrizaje forzoso: en la historia y en la pesadilla.
La densidad de cada viñeta es considerable. El ojo lee a toda velocidad sobre la Crisis de Octubre y de inmediato llega a la Noche de las tres P, en la que la Policía cubana se dio banquete golpeando a “prostitutas, proxenetas y pájaros”. Pervertidos, desviados, mariquitas, invertidos, maricones de mierda, cochinos, tortilleras, enfermos mentales, enfermitos, lacra social, anormales… el vocabulario que el castrismo perpetuó –aunque no inventó– sigue en uso.
No hay figura, figurita o figurón cubano de los últimos 60 años que se salve de Veltfort. Aparece el pintor Manuel Mendive, que la inició en la santería y vivía pobremente en Luyanó; el poeta Allen Ginsberg, que aterrizó en La Habana preguntando si por fin Raúl era gay y cuándo iban a legalizar la marihuana; la inflexible Mirta Aguirre, única lesbiana habanera acorazada contra las purgas; Heberto Padilla, cuyo arresto está minuciosamente registrado; Pavón, Serguera y Quesada, los tres reyes magos de la censura cubana; Ramiro Valdés, Che Guevara, Fidel y decenas de agentes del aparato.
Mi ejemplar de 'Adiós mi Habana' fue un regalo del editor Pío E. Serrano cuando llegué a España
En 1972, obedeciendo a una especie de destino que hasta entonces le impidió pasar demasiado tiempo en ningún país, Anna Veltfort abordó el “último barco”. Dio por concluida su juventud. Se estableció en Nueva York y estudió arte y diseño. Con eso se ganó el pan durante toda su vida y se jubiló, junto a su pareja Stacey y “numerosos gatos lánguidos”.
Mi ejemplar de Adiós mi Habana fue un regalo del editor Pío E. Serrano cuando llegué a España. Pío fue compañero de aula de Anna Veltfort en la Universidad de La Habana y no había una editorial más apropiada para publicar su cómic que Verbum. A él atribuye la autora el idioma de los personajes del libro, que emitían viñetas en un “español fracturado”, que Pío –famoso conversador– reparó y pulió.
Toma y lee, me dijo Pío en El Retiro madrileño, con intriga agustiniana. Y yo leí las memorias de la gringa, fascinado por aquella historia que era un poco la historia de todos los que hemos estudiado en una Facultad de Letras comunista. Todos por definición anormales o enfermitos, desviados de múltiples maneras, inadaptados eternos, futuros gusanos, escapando del incendio con un “título inútil” en la maleta, vigilados, inconcebibles en un país como Cuba, mascando latín, tomando litros de café y fumando lo que hubiera para fumar. Ese era el mundo de Anna Veltfort, la mujer que hizo de Fifo un muñequito para que pudiéramos reírnos de él. Y no olvidar.