Historia de dos confusiones
Miniaturas
Babel no es para los cubanos un mito, sino la Torre K, construida por dioses militares y generales muertos
Salamanca/Si cierro los ojos puedo verme frente a los dos cuadros. No recuerdo cuál está a mi derecha y cuál a mi izquierda. Mi memoria proyecta primero La torre de Babel de Jacob Grimmer –en realidad la pintó un discípulo– y luego la del círculo de Marten van Valckenborgh. Grimmer nació en Amberes en 1525; Valckenborgh en Lovaina en 1534. No sé cómo llegaron sus tablas, es decir, las tablas confeccionadas en sus talleres por manos anónimas, a La Habana.
Estoy en el Museo Nacional de Bellas Artes, en el palacete que antaño fue el Centro Asturiano. Estoy y no estoy, porque hace casi diez años no veo esas pinturas, y solo cuento ahora con pésimas reproducciones para estudiarlas. Y con la memoria. Ambas tablas representan un mito bíblico, la construcción y fracaso de la torre de Babel.
En el capítulo 11 del Génesis, después del Diluvio pero antes de los patriarcas –o sea, durante una era más que imaginaria–, los hombres deciden levantar una torre que llegue al cielo. A Dios, a ningún dios, le hubiera gustado la idea. Yahvé mira los cimientos, el ajetreo de las mulas y los albañiles en la llanura de Sinar, y dispersa el proyecto de la manera más cruel: “Bajemos, pues, y confundamos su lengua, de modo que no se entiendan unos a otros”. Lo grave no es que el hombre no suba al cielo, sino que Dios tenga que descender a la tierra.
El tarot, siempre agudo en sus lecturas del Antiguo Testamento, representa esa segunda caída literalmente: en la carta o arcano mayor número 16 –La Casa de Dios– un rayo destruye la corona de la torre. Los hombres se precipitan al suelo y una lluvia azul y roja, redonda como confeti, cubre la llanura. La intervención de Yahvé es aquí una lengua de fuego. Para Kafka, lector rabínico, lo que surge del cielo es un puño gigantesco que da cinco golpes sucesivos.
Casi cualquier museo importante tiene un cuadro de la torre de Babel. El mito fue una gran obsesión de los maestros flamencos
Casi cualquier museo importante tiene un cuadro de la torre de Babel. El mito fue una gran obsesión de los maestros flamencos de los siglos XVI y XVII, durante la Reforma protestante. Para Juan Benet, que escribió un bonito ensayo sobre el tema, la torre se puso de moda como una crítica a Roma. La basílica de San Pedro estaba edificándose entonces, y para los nórdicos era el símbolo de una arrogancia comparable a la de Babel. El puño gigantesco de Dios estaba a punto de golpear al Papa.
En ese ambiente religioso trabajan Grimmer y Valckenborgh. Su modelo es La torre de Babel de Brueghel el Viejo, que hoy guarda el Kunsthistorisches Museum de Viena. Una mala evaluación del cuadro hizo pensar que la torre de Grimmer había sido pintada también en el taller de Valckenborgh. En el año 2001 se subsanó ese error.
La tabla de Grimmer es la que más se parece a la de Brueghel. Los cimientos son blancos y redondos, y a medida que asciende pierde solidez y tridimensionalidad. La remata un castillo de naipes, un origami que no va a soportar la ventolera. Un hormiguero de operarios sigue la obra, pero se ve que está condenada al fracaso. La mayor parte de los personajes del cuadro están en lo suyo: comerciando, paseando, jugando. Para ellos la torre ya se perdió.
Hay un río junto a las puertas. La llanura de Sinar estaba ceñida por el Tigris y el Éufrates, y es bastante aceptado que la torre que el mito describe no es otra cosa que un zigurat babilónico. En Brueghel hay una ciudad junto al edificio; Grimmer, sin embargo, coloca la ciudad dentro de la torre, como si el peso de esas casitas consumiera el gran proyecto. Un cáncer –la mala planificación– en las propias entrañas del proyecto, no enviado por Yahvé.
Por último, una larga columna rematada por un dios recibe a los viajeros. La figura, además, recuerda a Hermes, con su caduceo en la mano, o al joven Zeus empuñando sus rayos. Para el celoso Yahvé hebreo, eso ya es imperdonable. Grimmer o su discípulo insisten en la soledad del valle: no hay nada más fuera de Babel. Era todo o nada, como dice Benet. Y fue nada.
Yo preferí hace diez años el cuadro de Grimmer, pero ahora me gusta más el de Valckenborgh. Más extraña, metálica, su torre parece un barco naufragado. La quilla sale del marco y pincha al espectador. El proyecto es orwelliano, opresivo, simétrico. No hay más que trabajo duro, nubes que –si no fuera el siglo XVI– uno diría que son de vapor mecánico. La planta no es redonda sino cuadrangular, como un rascacielos: Dios no podrá derribarla fácilmente. Si rompe una pared, encontrará su réplica en menor escala. Estamos frente a una colmena cuya dureza representa la terquedad humana.
¿Qué millonario cubano compró las dos torres que hoy alberga el quinto piso del museo?
A diferencia de Grimmer, este proyecto no admite cuerpos extraños. No hay casas afeando sus muros, sino arcos y más arcos, contrafuertes, arquivoltas, puntales. El Sinar no es para él una llanura, sino una tregua entre montañas tan altas como la torre. A pesar de todo, el estilo de Valckenborgh es austero. Le tocó vivir la llamada “furia iconoclasta”, que llevó a la destrucción de cientos de imágenes católicas. Valckenborgh era protestante, pero acabó exiliándose y murió en Frankfurt.
¿Qué millonario cubano compró las dos torres que hoy alberga el quinto piso del museo? En 2002, ambas tablas fueron restauradas por especialistas europeos y se expusieron durante algún tiempo en Holanda. Llevaban décadas esperando cuidados, dijeron horrorizados los que pagaron el mantenimiento de esas y otras obras, en Maastricht.
Babel trae consigo una lección moral, pero esa enseñanza –el orgullo humano, el castigo divino, la futilidad, la confusión– llega al trópico desleída y choteada. Babel no es para los cubanos un mito, sino la Torre K, construida por dioses militares y generales muertos. Para que Babel se ilumine, La Habana debe asumir la oscuridad. Nuestro Babel, con K kafkiana, no pertenece a quienes lo levantan, como en Grimmer y Valckenborgh, sino a los extranjeros. La Torre K no es la utopía comunista, el primero de muchos faros del progreso, sino la lápida de un país.