Isla triste de mujeres tristes

La portada de la novela 'La isla de las mujeres tristes' de Elisabeth Mirabal.
La portada de la novela 'La isla de las mujeres tristes' de Elisabeth Mirabal.
José Prats Sariol

01 de agosto 2015 - 03:57

Miami/Entre las ruinas de lo que fue la revolución cubana, surge alrededor del 2000 y con fuerza hasta hoy una literatura que polémicamente lucha por inmunizarse contra el virus político. Sus principales autores arman sus poéticas tras limpiar con estropajo de aluminio ‒aunque sea imposible una higiene total‒ los clichés ideológicos, rémoras teleológicas y prejuicios morales del caldero nacional. También los de las técnicas de estilo como escuelas cerradas, adicciones fanáticas, artificios como costurones a publicitar.

Elisabeth Mirabal lo evidencia en su novela La isla de las mujeres tristes, Premio Iberoamericano Verbum de Novela 2014. La fragmentaria saga de la familia Borrero ‒asociada también con la Cuba actual‒ muestra con sutileza los zigzags: la poética de elusiones ‒desinteresarse nunca es lo mismo que temer‒ y alusiones ‒casi siempre divertidas‒ que parece predominar entre los jóvenes escritores cubanos, con curiosa influencia ‒a la inversa de la relación clásica con el canon‒ en los autores que pudieran ser sus padres y abuelos.

Hay, sin embargo, una carencia que parece insumergible: la tradicional escasez de biografías y estudios socioculturales en español contrasta con la fortaleza que en esos géneros muestran el inglés o el ruso. Brillantes excepciones no justifican la evidencia y la literatura escrita en Cuba no se aparta de esa carencia, cuyas causas deben de ser más complejas que los obvios requerimientos de un mayor trabajo de investigación, la ausencia de becas o la necesidad de ganarse la vida en otro trabajo.

A esto se añade aquí la constante violación de la frontera que separa la novela histórica de la microhistoria o estudios de caso, desde que un brillante historiador, Carlo Ginzburg, publicó en 1956 en su ciudad, Turín, El queso y los gusanos. El secreto de Ginzburg, contra las grandes construcciones históricas positivistas y de otras marcas filosóficas neohegelianas, fue priorizar lo particular, es decir, ir a la inversa, partir de lo más humilde e individual y, desde ahí ‒sin mecanicistas o dialécticas teorías del reflejo‒ sugerir generalidades, hipótesis caracterizadoras. En Mennochio, el personaje real del siglo XVI, está la clave de la microhistoria. Al igual sucede en novelas históricas tan célebres como Guerra y paz, pero en ella los elementos de ficción predominan sobre la investigación y verificación documental. Por ahí transcurre, con sobria ingeniosidad ‒por supuesto que salvando las diferencias‒ La isla de las mujeres tristes, hasta bien entrada la república, cuando narra en boca de la costurera Ana María Borrero.

La fragmentaria saga de la familia Borrero muestra con sutileza los zigzags: la poética de elusiones y alusiones que parece predominar entre los jóvenes escritores cubanos

Novela histórica y no biografía, novela histórica y no microhistoria, se trata de una narración que ofrece un fresco de la familia Borrero, con énfasis en las hermanas ‒y desde luego que en la famosa Juana‒y que crece gracias a las destrezas expresivas de Elisabeth Mirabal.

Esto, a su vez, potencia una rigurosa investigación histórica sobre los Borrero y su difícil época, con reducidas especulaciones, sin libertades para insinuaciones: como la verdadera causa de las visitas del atormentado padre, el médico Esteban Borrero, al cuarto del poeta Julián del Casal, detrás de la redacción de La Habana Elegante, que en la novela se acogen al suspense o siembran la idea de que es la imaginación de la autora quien desgrana dudas en la olla. Porque no se trata de un personaje de ficción ‒como el inmortal Pierre Bezukhov de Tolstoi‒ sino de un hombre que termina suicidándose en un hotel de San Diego de los Baños en 1906, cuya relación con la historia de Cuba durante la llamada Guerra de Independencia alcanzó justa notoriedad por su patriotismo.

En la misma dirección de impacto mediático, la tragedia de Juana Borrero tuvo los ingredientes necesarios para convertirse en leyenda. De ahí las exaltaciones hasta hoy, calzadas por poemas suyos como Apolo, Crepuscular y Última rima, cuadros como Los pilluelos y Las niñas; cartas de una virgen que alucina a Eros y Tanatos... Su itinerario y valoración cuentan con el infortunio de morir muy joven ‒apenas a los 18 años‒ en el exilio en Key West –donde visité su tumba en 2014‒ envuelta en un amor truncado por la guerra y no aceptado por el padre. Como el recorrido del tren que desde la estación de Concha llegaba a la casona ligeramente tenebrosa de Puentes Grandes, a la orilla del río Almendares, los vericuetos argumentales arman morosamente el mural familiar, con muy profesionales referencias a detalles que refuerzan la verosimilitud y a situaciones afectivas que intensifican el argumento.

Talento, precocidad y “figura enigmática” han armado una hermosa hipérbole

Además, la enorme sensibilidad artística de Juana Borrero ‒exaltada por Julián del Casal, con quien mantiene una relación que frisa el enamoramiento‒ convierte en "imprescindible" para la cultura cubana su escasa y realmente modernista obra literaria y plástica. Talento, precocidad y "figura enigmática" ‒al decir de José Lezama Lima‒ han armado una hermosa hipérbole. Su hálito romántico inspira, y muy bien, sentimientos donde se mezclan la admiración y la lástima. Forma lo que suele llamarse vida novelesca, como argumentan, entre otros, Fina García Marruz en su poético prólogo a Poesía y cartas de Juana Borrero, de 1978; Belkis Cuza Malé en su biografía El clavel y la rosa, de 1984, que lamento no haber leído; y Francisco Morán en su avispado estudio-prólogo a La pasión del obstáculo, antología de poemas y cartas, de 2005.

Esta novela nos vuelve a los enigmas de la adolescente. Mientras avanza la lectura, surgen recuerdos de sus 231 cartas, en verdad poco conocidas fuera de Cuba, y una frase caracterizadora de Rubén Darío, cuando en artículo publicado en La Nación de Buenos Aires, en 1896, habla de su "sensualismo místico" y emplea un adjetivo decisivo: "extrañísimo". He ahí la clave que apasiona a sus lectores, que la novelista capta y transmite: una zona de misterio en ella y en su familia, donde las premoniciones revolotean como los anuncios de que Juana moriría muy joven, lo que en definitiva sucede al caer víctima de fiebre tifoidea.

La isla de las mujeres tristes de Elisabeth Mirabal invita a leerse sin apelar a sus circunstancias. Sus logros narrativos no necesitan ni el dudoso elogio de que es su ópera prima, ni aludir a que se trata de una mujer que vive en Cuba, ni el paternalismo de que la autora apenas nació en 1986, ni cualquiera de esas documentaciones externas donde los historiadores pescan y los críticos expertos en periferias multiculturales se ahogan.

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Nota de la Redacción: El autor leyó este texto en la presentación de la novela de Elisabeth Mirabal el 10 de julio de 2015, en el Centro Cultural Español de Miami.

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