Los personajes de 'La espera' habitan en una Cuba a la deriva

La película de Daniel Ross, una ficción sobre la pérdida y la tristeza, fue premiada el mes pasado en Francia

'La Espera' es un largometraje de ficción realizado en Guantánamo, dirigido por Daniel Ross. (Captura)
'La Espera' es un largometraje de ficción realizado en Guantánamo, dirigido por Daniel Ross. (Captura)
Xavier Carbonell

05 de junio 2023 - 10:57

Salamanca/Un universo en miniatura trata de sobrevivir en Cuba, a pesar del abandono y la mugre. Es la casa del poeta republicano Regino E. Boti (1878-1958) en Guantánamo. Pobre, a la deriva, la única riqueza del bajareque son las botellas de licor ambarino y un batallón de gallinas que no dejan dormir. Su habitante –y protagonista del filme La espera, de Daniel Ross– es el nieto del poeta, con quien comparte nombre y apellido.

La película, una ficción sobre la pérdida y la tristeza, que ha sido premiada el mes pasado en Francia, gira en torno a la casa y a Boti, que se mueve por sus habitaciones como una especie de minotauro. Arisco, barbudo, pero muy noble, el hombre recibe a sus pocos amigos y les ofrece todo lo que tiene: boniato, huevos, alcohol y compañía. Es el único consuelo que le queda tras la muerte de su mujer, cuyos vestidos coloca cuidadosamente sobre el lecho matrimonial, porque "las cosas también tienen alma".

Un fogonazo retumba en los alrededores de la casa. Son las minas que estallan cerca de la base naval estadounidense, cuando los cubanos intentan cruzar

La rutina es agobiante: despertar con resaca, hacer café, encender el radio –siempre con insistente son guantanamero–, alimentar a los animales y emplear el tiempo en pequeñas labores artesanales, como dibujar o confeccionar miniaturas con fósforos, que luego prende.

Cuando la meditación y el silencio parecen encontrar su clímax, y Boti comienza a alcanzar algo parecido a la paz, un fogonazo retumba en los alrededores de la casa. Son las minas que estallan cerca de la base naval estadounidense, cuando los cubanos intentan cruzar. Alguien, no se sabe quién, deja en el umbral del caserón los zapatos de los muertos, que Boti arroja a la azotea como una especie de conjuro.

Afortunadamente, después de cada estallido llegan los amigos, solitarios también: Moya, un pordiosero quijotesco y aficionado a la meditación, y un soldado de la brigada fronteriza cubana, que no dice su nombre.

Por el soldado –enamorado de una militar a la que pretende "tumbar" con poesías– Boti se entera de la vida en la base. El salvajismo de la brigada lo espanta, y por eso accede a cuidar a una perrita que cruzó corriendo la frontera y regresó a la zona guantanamera rolliza, gracias a la comida de los estadounidenses. En un gesto esperpéntico, la plana mayor cubana declaró al animal "traidor a la patria" y ordenó su persecución.

Boti se aferra tanto al cariño de la perra que ve en ella, si bien lejanamente, un trasunto del amor de su mujer. Acostumbrado a los fantasmas, la lealtad que le profesa el animal le parece más limpia y digna que el trato humano. De todos modos, también Moya –a quien vemos por última vez en cueros, eufórico, empuñando una carabina rumbo al monte– y el soldado tienen algo bestial, salvaje, y por eso mismo es más fácil abrirles la puerta.

La casa y la base naval, como si estuvieran vivos, se miran con rencor en un país que, si pudiera, aboliera la existencia de ambos: la mansión de Boti porque, en sus trastos y muebles centenarios, recuerda que el pasado fue mejor; los edificios militares, porque son la espina que Fidel Castro nunca pudo sacarse del talón.

El director ha señalado que cada vez es más difícil producir una película en la Isla, que el cine actual es sobreviviente y se arrima al abismo

La cámara de Daniel Ross capta la aspereza de Guantánamo, la asfixia en la mente de Boti que, de muchos modos, reproduce en su casa. El director ha señalado que cada vez es más difícil producir una película en la Isla, que el cine actual es sobreviviente y se arrima al abismo. Sin embargo, el joven realizador sortea los obstáculos técnicos impecablemente.

Si algo hay que señalar al filme es, más bien, la calidad del relato, cuyo ritmo se estanca más de lo debido y abandona pronto símbolos y motivos muy poderosos. Recurrir excesivamente a planos fijos, enfocar una y otra vez los objetos y paisajes, y trabajar poco el diálogo, atentan contra su economía narrativa. Tampoco fue una buena solución insistir en las escenas finales de sexo, que acabaron por enturbiar el símbolo de la esposa ausente –tramado con sutileza en los vestidos, la perrita, el vaso de agua y los poemas.

A pesar de estos descuidos –y de las interpretaciones, que quizás por burdas acaban siendo entrañables–, La espera va teniendo éxito en los festivales internacionales y promete ser el punto de partida de una carrera en la ficción para Daniel Ross.

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