Premios literarios españoles, tabla de salvación para los autores cubanos
Entre los libros de septiembre destaca la historia de la literatura cubana de Cambridge
Salamanca/En sus diarios, Ricardo Piglia cuenta el “trabajo demencial” que suponía, en los años 60, mandar siete copias de un manuscrito al premio Casa de las Américas. Llegar a La Habana era llegar a la fama. Hay que imaginar al joven Piglia con los dedos manchados de “papel carbónico”, tecleando Jaulario en una maquinita portátil. El final, decepcionante: premiaron al olvidado –y excepcional– Antonio Benítez Rojo. No importó. Igual lo invitaron. “Ya hay un pasaje a mi nombre”, anota sorprendido en los diarios. Tenía 27 años.
Jorge Ibargüengoitia no se llevó una buena impresión del viaje –su invitación fue en 1964– y hasta los elogios le salieron mal: en el momento en que le dijo a un funcionario que La Habana era una ciudad muy bella estaban, fatalmente, pasando por un terreno baldío. Ganó el premio con su primera novela. En Cuba le dieron 100 pesos para su estadía, una botella de Bacardí, un vinilo y una caja de tabacos.
Los entonces jóvenes novelistas de América Latina querían a toda costa ese premio. Ahora pagan 3.000 dólares, una cifra escuálida si se la compara con otros galardones internacionales, pero jugosa para un cubano. El premio Italo Calvino, financiado por la Embajada de Italia y solo para cubanos, ofrece 4.000 euros. Hasta ahí la historia.
La miríada de premios provinciales que otorga el Instituto del Libro y no pocos de los nacionales siguen usando el plebeyo peso cubano para sus recompensas. El premio Alejo Carpentier –quizás el de mayor prestigio nacional– paga 70.000 pesos. La misma cantidad, el Nicolás Guillén. Los de la Uneac, 35.000. Las becas de creación, como la Fronesis, no pasan de 3.000 pesos, la cantidad aproximada con la que cuentan los galardones de provincia.
Por más que el Ministerio de Cultura siga celebrándose a sí mismo por subvencionar el arte y la literatura, ninguno de estos premios ayudará a un escritor a sobrevivir hasta fin de mes. No traerá viajes, como a Piglia o Ibargüengoitia, ni dólares. A duras penas traerá consigo la publicación del manuscrito concursante. Lo único seguro es el diploma, porque al fin y al cabo –o eso piensan los dirigentes– este es un mundo de papel.
La vía de escape –en muchos casos literal– para los escritores cubanos son los premios europeos. De ayuntamientos o fundaciones, estatales o privados, becas de creación (estas sí con apartamento, dinero y viaje), los premios en España están en la mira de cualquier autor joven. España es la verdadera Casa de las Américas.
Este año han ganado premios en el país europeo varios cubanos, entre ellos Dayana Contreras, residente en Madrid, que mereció el premio Kutxa Fundazioa Donostia por su obra de teatro La casa vacía. El poeta Sergio García Zamora, que vive en Palencia, también fue premiado por su poemario El pan y la palabra. Además han merecido reconocimientos en España una cantidad casi sospechosa de poetas de Santa Clara y algunos perros viejos de la literatura de la Isla.
Para los cubanos, ganar un premio significa –como en los videojuegos– ganar una nueva vida. Los que se quedan, porque tienen con qué vivir los primeros meses. Los que vuelven a Cuba, porque por fin cuentan con algún dinero, aunque el dinero significa poco del lado de allá. El saldo literario que paga el país es caro: ha perdido a casi todos sus escritores jóvenes.
Vivir de la escritura, difícil en casi todo el mundo, es imposible en Cuba. Otros dirán que Cuba es precisamente el único país en que se puede vivir de escribir, siguiendo el viejo refrán: pobre pero contento. Pobre y ciego y a expensas de la burocracia, pero feliz.
El suceso literario de septiembre es, sin duda, la llegada a las librerías de The Cambridge History of Cuban Literature, un recuento autorizado de lo que se ha escrito en la Isla desde Espejo de Paciencia hasta la producción de la diáspora, a la cual va tendiendo todo lo que importa en la literatura cubana en los últimos 40 años.
Editado por las académicas Vicky Unruh y Jacqueline Loss, entre los autores de capítulos están reconocidos críticos como Rafael Rojas, Norge Espinoza, Ángel Esteban, Anke Birkenmaier, Dean Luis Reyes o Pedro Pablo Rodríguez. El libro asegura ser el primero en inglés que hace un balance total de la literatura cubana, desde la época colonial hasta el siglo XXI, sin ningunear o arrinconar –como la historia literaria oficial de la Isla– la producción del exilio.
Verbum ha publicado este mes una novela de Uva de Aragón, De amores y guerras. Cuba y España. Se trata de un relato histórico, sobre las vicisitudes de dos criollas del siglo XIX casadas con españoles. Los personajes –entre los que aparecen José Martí y Arsenio Martínez Campos– se mueven entre Camagüey, Santiago de Cuba, Galicia y Salamanca.
La misma casa editorial publica La música en el contexto religioso de La Habana colonial (1853-1898), de Margarita Pearce, un estudio sobre la música sacra colonial y su contexto sociocultural. Además, el estudio aborda el día a día artístico de la catedral habanera y de otras importantes iglesias de la capital, y aporta los nombres de los más importantes compositores, arreglistas, copistas e intérpretes del momento.
Editado por el centro Isaac Campantón, el libro Los judíos en Cuba (1492-1902), de Jesús Jambrina, trae a la luz un hecho: en el “ajiaco cubano” que describió Fernando Ortiz, el componente hebreo es más significativo de lo que se suele admitir.
Desde Luis de Torres hasta los judíos doblemente exiliados del siglo XX –muchos huyeron de Castro en 1959–, la cultura cubana tiene no poco de hebrea. De hecho, argumenta Jambrina, hasta el cubanísimo ajiaco tiene su antecedente en la adafina sefardita, que vino en los barcos de los conquistadores.