Rebelión en el reino de la felicidad
Ray Loriga construye en 'Rendición' una fábula sobre una sociedad aparentemente perfecta que cambia intimidad por protección y seguridad hasta llevar al desarraigo de uno mismo
Madrid/Los traidores están colgados de un poste, boca abajo, en la entrada de la ciudad de cristal. Es una advertencia muy clara para los recién llegados de cómo actuar a la vista del funcionamiento de la justicia en ese extraño reino de la felicidad donde todo individuo debe ser evacuado ante los últimos e imprecisos estertores de la guerra.
En Rendición (premio Alfaguara de Novela 2017), el español Ray Loriga abandona su propio cliché de escritor moderno y underground, fraguado en los 90, y se aproxima a la literatura distópica de Huxley, Orwell o Kafka con este relato de un mundo que proporciona la seguridad y felicidad constantes a todos sus habitantes hasta arrebatarles el alma con su completa y dichosa colaboración.
Después de diez años de guerra y la pérdida de sus dos hijos, una pareja encuentra a un niño que no habla y al que ponen por nombre Julio. La pequeña nueva familia deberá cumplir con las indicaciones del Gobierno provisional para la evacuación: prender fuego a su casa y tierras y marchar junto al resto de habitantes de la comarca a la ciudad transparente, donde estarán a salvo de un conflicto del que ya no saben en qué punto se encuentra ni el papel que juega su país.
La llegada, tras un azaroso camino en el que solo los más fuertes resisten, alivia pero espanta al protagonista a la vista de los cuerpos colgados a la entrada con el cartel de traidores
La llegada, tras un azaroso camino en el que solo los más fuertes resisten, alivia pero espanta al protagonista ―desconfiado por naturaleza, repite en numerosas ocasiones― a la vista de los cuerpos colgados a la entrada con el cartel de traidores.
Sin embargo todo es agradable dentro de la ciudad de cristal, un vasto mundo transparente en el que los habitantes reciben un trabajo lo más adecuado posible a su vida anterior por el que no perciben ningún salario, puesto que el Gobierno proporciona a cada individuo todo lo que necesita: una vivienda, una nevera llena acorde con las necesidades alimenticias del propietario, temperatura agradable constante, ropa, libros a placer e incluso regalos prácticos por Navidad. Televisión no hay, ni radio. Pero quién los quiere en una sociedad en que las paredes son de cristal y nada puede hacerse sin ser visto por el resto, "lo cual era extraño pero también muy entretenido. Al menos al principio, porque luego, como al fin y al cabo todas las personas hacemos más o menos lo mismo, supongo que acabaría siendo tan corriente y aburrido como pasarse la vida mirándose en el espejo".
La limpieza es casi religión en la ciudad de cristal. Nada más llegar al campo de acogida, donde se pasa por un proceso de adaptación, los nuevos habitantes son cristalizados, un proceso que erradica por completo su olor corporal. Este hábito deberán seguirlo con dos o tres duchas diarias de cristalización. Así, nada huele en esta ciudad transparente, ni siquiera las heces (en cuya recogida trabaja el protagonista). Pero tampoco los seres queridos, "lo cual era desde luego muy limpio pero muy raro, porque la mujer de uno huele como ninguna otra cosa (...) hasta que no te quedas sin olor no sabes lo extraño que te sientes cuando te lo arrebatan".
En este mundo casi perfecto vive nuestro narrador junto a su idolatrada esposa, que trabaja en una biblioteca, y su pequeño y especial Julio, hasta que un día, un accidente laboral lo lleva al médico, que le receta unas pastillas y dos días de descanso en los que duerme sin parar. Al despertar se reincorpora a la normalidad sintiéndose renovado, útil y contento. "Una felicidad tan plena y tan injustificada que, a qué negarlo, empezó a agobiarme".
Tras ese punto de inflexión comienza una época de abulia que transcurre en paralelo al desmoronamiento del mundo interior del protagonista. La insatisfacción lo persigue pero se siente extrañamente feliz. Se considera enajenado de su propia naturaleza por estar contento con que el amante de su esposa viva con ellos en casa. No desea prosperar en su trabajo porque todo funciona demasiado bien como para cambiarlo. Se apunta a ping-pong pero termina abandonando al considerar que solo ha conseguido la antipatía entre sus convecinos. Acude al cine a ver películas antiguas que le provocan indiferencia, cuando no disgusto, y a los servicios de desahogo sin mucho convencimiento porque las muchachas deben pasar un reporte.
El narrador inicia proceso de deconstrucción en una sociedad de Gobierno ausente en la que, bajo la apariencia de una vida en libertad, los ciudadanos se controlan unos a otros
"Por alguna razón que se me escapa, en la ciudad transparente hay que dar un parte de cada cosas que se hace a pesar de que en cualquier caso se ve todo a las claras y no hay dónde esconderse", piensa el protagonista, un hombre tosco y sencillo, narrador único de su proceso de deconstrucción en una sociedad de Gobierno ausente en la que, bajo la apariencia de una vida en libertad, los ciudadanos se controlan unos a otros. En la que se renuncia a la intimidad y la compañía a cambio de la seguridad y la protección. En que la desinformación es tan grande que no se sabe quién es el enemigo o si el enemigo es uno mismo. En la que la soledad gana tal terreno que se alcanza el desarraigo de uno mismo y de su pasado.
La rebelión del protagonista llega en el tramo final del libro. Romper las normas para escapar, sin que nadie lo note, pese a su olor nauseabundo. Tratar de volver al origen y explicarse dónde dejó lo que ha perdido. Encontrarse quizá con una verdad ante la que rendirse. O rendirse ante uno mismo.
Rendición. Ray Loriga. 2017. Alfaguara