'La sociedad de la nieve': el proyecto de vivir
La película de J.A. Bayona rompe el relato heroico de los supervivientes de los Andes y se alza en un homenaje ecuménico a vivos y muertos, constituidos en un solo ser con el mero objetivo de doblegar a la muerte
Madrid/Resulta imposible contar una historia tan grande como la realidad que vivieron en 1972 los pasajeros del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya que se estrelló contra los Andes, una tragedia tan superlativa que devora cualquier relato posible. Así lo constataron durante 50 años los 16* supervivientes, que han tenido que esperar medio siglo para ver colmadas en la gran pantalla sus dos grandes aspiraciones: reflejar fielmente qué les pasó en la cordillera y honrar la memoria de quienes dieron la vida por ellos.
La sociedad de la nieve, película del español J. A. Bayona (basada en el libro del mismo nombre de su coguionista, Pablo Vierci), se abre con dos escenas que encierran todo lo que está por venir. En la primera, un jugador de rugby veinteañero corre endiabladamente balón en mano haciendo oídos sordos a las palabras de sus compañeros: "Roberto, pasála". Corre Roberto Canessa, reputadísimo cardiólogo hoy y miembro entonces, a sus 19 años, del Old Christians Club, el conjunto que fletó el mítico Fairchild para enfrentarse en un amistoso al Old Boys chileno y al que la montaña obligó a jugar en equipo.
La otra es la escena de la misa, en la que un sacerdote lee en el Evangelio la tentación de un Jesucristo que, abandonado en el desierto y tras cuarenta días de ayuno, rechaza convertir en comida las piedras a la voz de "No solo de pan vive el hombre". La secuencia entreteje otros fragmentos de la ceremonia –"Coman todos, porque este es mi cuerpo, que será entregado por ustedes". "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección"– con un ir y venir de manos jóvenes pasándose un papel con un mensaje que llega hasta el inesperado narrador del filme, Numa Turcatti, con la frase: "Dale boludo, vení a Chile".
Ese círculo se cerrará dos horas después cuando sus hermanos en la nieve leen, de uno en uno en silencio, lo que pone en un pedazo de papel hallado en el apretado puño de Turcatti al fallecer. "No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos". Y en esa frase está contenida toda la película.
La tragedia de los Andes está estampada en la memoria colectiva uruguaya y latinoamericana, aunque hace 30 años Hollywood la popularizó de manera universal en la película Viven, de Frank Marshall, denostada por las víctimas y basada en un apresurado libro escrito en 1974, apenas reflexionada la peripecia.
Aquel 12 de octubre de 1972, 45 pasajeros –19 jugadores de rugby, 21 amigos y familiares para completar el chárter, y cinco tripulantes– parten de Montevideo hacia Santiago de Chile. Una tormenta los obliga a hacer noche en Mendoza (Argentina), pero al día siguiente el piloto decide continuar por una ruta –el paso del Planchón– que bordea la cordillera evitando los picos más altos. Un error de navegación y la falta de visibilidad llevan a iniciar el descenso antes de tiempo sobre los Andes. El avión choca contra un pico, pierde alas y cola, y resbala por un glaciar, quedando 32 personas con vida.
El 22 de diciembre, tras diez días de expedición –38 kilómetros, incluyendo mil metros de escalada y 4.500 de descenso– dos de los supervivientes (Roberto Canessa y Nando Parrado, quien perdió a su madre y hermana en el suceso y se recuperó formidablemente tras tres días en coma) fueron avistados por un arriero chileno que logró dar la voz de alarma y facilitar el rescate** de los 14 que aún quedaban con vida en la montaña. El hito incluye una serie inabarcable de episodios espeluznantes, como una primera noche –de las muchas que vinieron– a -30 grados y que segó la vida de cinco personas más; un alud que asfixió a otros ocho y mantuvo tres días sepultados al resto, o la decisión de recurrir a comer la carne de sus amigos para seguir con vida, uno de los elementos peor interpretados y más populares del acontecimiento.
Pero esa es la Historia y no su historia.
"¿Qué nos pasó en la montaña?", susurra la voz en off de Enzo Vogrincic (Numa Turcatti) en la apertura de la película, un "nos" reflexivo y plural. El filme de Bayona es más que el relato de una aventura con dos héroes y final feliz: es una inmensa oda a la amistad, al cuidado mutuo, al valor del trabajo conjunto y a los mismos cimientos de la humanidad, cuya organización en torno a sociedades va unida a su desarrollo desde lo más primitivo.
En aquella monstruosa montaña, un grupo de jovencitos de clase acomodada tuvo que mirar, de repente, a la muerte a la cara. Aprendieron allí que si se abrazaban no se congelaban, que si uno estaba herido podía derretir hielo para hacer agua o rallar huesos para obtener calcio, si otro estaba fuerte debían reservarle las mejores raciones y huecos de dormir para que saliera a explorar, y que si uno moría seguía siendo útil, porque se entregaba a los demás para que siguieran adelante.
Cuando a los diez días del accidente escucharon que había cesado la búsqueda –con una pequeña radio que lograron sintonizar (memorable escena en que la noticia da paso a un comercial cuya música animada se superpone a los gritos de desesperación de los chicos)– entendieron que, abandonados por el mundo en un lugar inerte, solo se tenían los unos a los otros, que nada más aprendiendo a funcionar como un único cuerpo podrían tener la oportunidad de salvarse. Y así, hicieron un pacto por la vida.
La sociedad de la nieve se entrega a la fragilidad extrema, física y mental, en que se sintieron los jóvenes y lo hace también desde la sensorialidad. Es una película de texturas –carente de morbo– en la que el frío se siente, la luz acaricia, el miedo se huele y el sonido, que según los supervivientes es más hueco en la montaña, se suaviza; y esa síntesis lleva al espectador a la inexplicable sensación de estar en el lugar tan hermoso como aterrador que fue para las víctimas la montaña.
Pero el verdadero gran acierto de Bayona ha sido contar la historia desde la mirada de los muertos y dándoles el verdadero valor que la Historia les arrebató. "Numa Turcatti era un grande. Vivió 60 días como nosotros y era el primero en darlo todo. Se merecía un premio y le tocó la muerte", dice cuanto puede Gustavo Zerbino, uno de los supervivientes. Fallecido a los 25 años –que cumplió durante el alud–, llegó al avión por casualidad, invitado por dos amigos. No jugaba al rugby, no era del mismo barrio que el resto ni había estudiado en el mismo colegio. De ser un completo desconocido, Numa se convirtió en indispensable para el grupo, que lo recuerda como un ser de impresionante fortaleza y voluntad hasta que un absurdo corte en la pierna lo condena a una infección incurable que, unida a su extrema inanición –su enorme dificultad para alimentarse lo llevó a pesar unos 25 kilos al morir–, acaba con su vida apenas 12 días antes del rescate.
Su muerte, recuerdan sus compañeros, fue la de alguien que dio tanto por los demás que no supo guardar nada para sí mismo, pero acabó suponiendo el acto de entrega definitivo para forzar la expedición final, postergada por temida. Su voz suena durante casi todo el metraje en un susurro que presta la voz a los muertos, como espíritus que completan la dignidad de esta historia en la que el bien común fue escudo –y hasta lanza– contra la brutalidad de la naturaleza y la lógica de lo (im)posible.
Bayona conoció La sociedad de la nieve buscando información sobre supervivientes de grandes catástrofes mientras rodaba Lo imposible, ambientada en el tsunami de Tailandia de 2004. Compró los derechos y se empeñó en llevar a término esta versión de la historia como nunca se había contado, de una manera coral, con las experiencias de los 16.
El director catalán afirma que hubiera podido rodar hace diez años si hubiera aceptado las condiciones que le ponían para invertir los 60 millones de euros que ha costado el filme: caras conocidas y rodar en inglés. Su negativa rotunda es otro de los inmensos aciertos a la hora de narrar una historia que pedía a gritos ser contada en la lengua en que sucedió y, sobre todo, que ningún rostro popular opacara a otro y robara el sentido de comunión –literal– que se vivió en aquel valle, antes sin nombre y ahora llamado de las Lágrimas.
Producida por Netflix (pero véanla en cines), la película clausuró la Mostra de Venecia, cosecha decenas de nominaciones por el mundo y suena como candidata a uno o más Oscar. Es número 1 en 93 países y, con 51 millones de visionados, es una de las diez películas de habla no inglesa más vistas en la historia de la plataforma. Bayona no esconde su felicidad ante el éxito, pero le emociona en particular haber logrado cerrar "la grieta", una herida más o menos invisible, entre los que volvieron y las familias de los que se quedaron en la montaña. "Fueron los primeros que se acordaron de que no fueron 16, que eran 29 más. Los supervivientes volvieron gracias a los que no lo hicieron", afirma emocionada Stella Pérez del Castillo, hermana del capitán del equipo, Marcelo, muerto en el alud.
Roberto Canessa admite que se equivocó. Él ahora sabe que, en contra de lo que opinan los cínicos, en una situación extrema, el ser humano es generoso por naturaleza. Dice que durante un tiempo se preguntó qué había hecho mal para tener que humillarse hasta convertirse en algo peor que un animal, que no devora a su propia especie, pero después supo que a sus amigos, a esa sociedad surgida donde no había una brizna de vida, les debía una vida de dignidad. "Ellos hicieron mucho esfuerzo por sobrevivir. Y nosotros nos desvelamos para que sobrevivieran, pero no tuvimos las fuerzas suficientes para sacarlos. Les pido perdón, y acepten, en paz, que vivamos por ustedes".
Los supervivientes dicen que las personas no mueren mientras se las recuerda. Cientos de miles de jóvenes que han conocido ahora la tragedia de los Andes comparten vídeos en TikTok hablando de Numa Turcatti. Quizá ese sea su premio póstumo.
* La nómina actual asciende a 14 vivos, tras la muerte en 2015 de Javier Methol (80 años) y en 2023 de José Luis Coche Inciarte (75).
** Aunque no aparece en la película, el libro recoge la historia de Sergio Díaz, único de los tres rescatistas chilenos que aceptó dormir con parte de los supervivientes que debieron esperar una noche más en los Andes. Escuchó su relato, los alimentó y les recitó el más famoso poema de José Martí como homenaje a la historia de amistad que habían vivido: Cultivo una rosa blanca/ en julio como en enero/ para el amigo sincero/ que me da su mano franca.
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