La lucha de Bruno contra los burócratas cubanos que se adueñan de la leche de sus vacas
Cada campesino entrega alrededor del 80% de su producción, mientras que el resto lo destinan al consumo familiar o para fabricar –a menudo clandestinamente– productos lácteos
Camajuaní/Una soga, un pequeño banco amarrado a la cadera y un par de cubetas le bastan a Bruno para ordeñar a sus vacas. En su finca, ubicada en Camajuaní, Villa Clara, amanece temprano. Despacha de un sorbo el café, se viste y sale al campo. Son las 5:30 de la mañana y sus doce vacas –seis de ellas preñadas– comienzan a desperezarse en el corral.
Bruno coloca el primer cubo bajo las ubres, sujeta las patas traseras con la soga y empieza su labor. Con paciencia, vigorosamente, los chorros van llenando el recipiente de leche tibia. Las seis vacas preñadas han dado casi dos litros cada una, para un total de diez.
Hay que tener cuidado e impedir que los pelos del lomo o la cola del animal vayan a dar a la cubeta, donde ya espumea el líquido reciente y seboso. Terminada la faena, Bruno vuelve a casa con el botín.
Es la hora de la "trampa". De los diez litros de leche separa, con ayuda de un jarro de aluminio, alrededor de tres. No siente la más mínima culpa. Él es uno solo, madrugando y trabajando duro, mientras que el Estado tiene a su disposición un batallón de funcionarios, burócratas e infiltrados en las cooperativas con una única misión: adueñarse de su leche, comprársela barato e impedir que disfrute de la ganancia.
La solución que los campesinos cubanos han ideado para la emboscada económica sobre la producción de leche es sencilla: el Estado les paga la leche a 5, 17 o 20 pesos por litro previsto –dependiendo de la calidad– y, por cada litro no entregado, les impone una multa de 10. Lo que el Gobierno no puede controlar es el precio de la leche en el mercado informal, que rebasa los 35 pesos solo en Camajuaní.
El truco consiste en incumplir sistemáticamente el plan, entregar menos de lo previsto, vender los litros por la izquierda a ese precio y recuperar –con bastante excedente– el dinero de la multa. "Eso no falla", expone Bruno a 14ymedio, "pero habrá que ver cuánto dura".
Cada campesino que Bruno conoce entrega alrededor del 80% de su producción. El resto lo destinan al consumo familiar o para fabricar –a menudo clandestinamente– derivados lácteos como queso, mantequilla y yogur. Estos productos alcanzan precios astronómicos a medida que avanzan en los niveles de reventa. Pero quien los manufactura y suministra al mercado es quien obtiene la mayor ganancia.
"El queso ya está a 200 pesos la libra", observa Bruno. "Mientras que el 'pepino' de yogur y y la libra de mantequilla ya andan por los 130. Con esos números quién va a querer hacer negocios con el Estado".
El truco consiste en incumplir sistemáticamente el plan, entregar menos de lo previsto, vender los litros por la izquierda a ese precio y recuperar –con bastante excedente– el dinero de la multa
Magdiel vive en Camajuaní y trabaja en un taller estatal de equipos electrónicos de Santa Clara. Los fines de semana se moviliza hasta los campos en busca de quesos y yogures para abastecer algunas paladares, y a veces le cuesta trabajo conseguir los productos. Debido al aumento de la demanda, comenta, debe avisar al productor con 15 días de antelación para que lo ponga en su lista de espera.
Para todos es un buen negocio. Magdiel compra entre 10 y 15 pomos cada semana, por 150 pesos cada uno, y los revende en 230 a las paladares, que despachan el vaso a sus clientes por 50 pesos. Pasa lo mismo con el queso: lo compra en 150 la libra, lo entrega en 200 a la paladar, que lo revende en 250. Con esto, Magdiel añade un ingreso extra al pobre salario que gana en su trabajo formal y así puede mantener a su familia.
"Tanto la cantidad de vacas como el estimado de litros por día es determinado por funcionarios que jamás han puesto un pie en la finca", lamenta Ramón, un campesino de Zulueta, también en Villa Clara. Para colmo, el pago suele retrasarse durante meses, lo cual hace cualquier operación poco rentable.
Otra buena razón para "moverse" por cuenta propia, señala Ramón, es la especie de aversión que tienen los transportes estatales por las fincas situadas en lugares que consideran "intrincados". "No sé si es por la falta de combustible o por los baches de la carretera, pero el carro de Acopio nunca quiere meterse en el campo", afirma. "La leche la tenemos que trasladar nosotros mismos en carretones de caballo".
La normativa para calcular el plan de leche que debe entregar un campesino se aplica durante el fin de año, o en enero. El proceso es engorroso: las cooperativas citan al productor y el número de litros se determina en una oficina y sin considerar factores importantes, como si la vaca está o no en período de gestación.
Imponer al campesino una cifra poco realista incide directamente en su bolsillo, por muchos trucos que haga. Ramón, por ejemplo, tuvo que pagar hace poco 2.760 pesos, un castigo por los 276 litros que no estaba en condiciones de entregar.
También Ramón sospecha que a la "trampa" no le queda mucho. "Todos los que incumplieron, que son muchos, están a la expectativa de lo que va a pasar en los próximos meses
Desde Camajuaní, Bruno cuenta que el asunto de determinar el plan de producción ha tomado matices muy serios, hasta llegar a la protesta contra los funcionarios. "En las cooperativas de Remedios la gente se reviró", cuenta. "Los inspectores tuvieron que ir a las fincas y meter la mano en el trasero de las vacas, para saber cuál estaba cargada y cuál no". La protesta dio resultado: tuvieron que diseñar el plan a partir de esa comprobación.
"Por suerte nosotros cumplimos", asegura Bruno señalando a Rubén, uno de sus vecinos de finca. "Todas las vacas parieron".
También Ramón sospecha que a la "trampa" no le queda mucho. "Todos los que incumplieron, que son muchos, están a la expectativa de lo que va a pasar en los próximos meses. Unos dicen que van a decomisar el ganado, otros que el faltante lo van a cobrar más caro. Pero al final, de momento, solo son rumores, bolas que se dicen entre los propios guajiros", se tranquiliza.
La obsesión del Estado por controlar el ganado mayor, su crianza, producción y sacrificio, ha llevado a que algunos campesinos jóvenes de la zona, como Javier, renuncien al negocio vacuno. "Me faltaron 346 litros para un total de 2.300", afirma a este diario. "Mis vacas estaban viejas y este año no parieron, así que las vendí".
Con el dinero obtenido, compró varios chivos, carneros y cabras, pues el Gobierno no le presta tanta atención al ganado ovino y suaviza los controles. Aunque la norma permite tener 65 animales por cada hectárea de terreno, Javier solo puede permitirse, de momento, un rebaño de 32 ejemplares.
El joven guajiro está feliz porque se ha librado de la presión permanente de los burócratas y, aunque "la leche y el queso de cabra tienen menos demanda que los de vaca, la carne de carnero se vende muy bien".
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