Dos años de acoso y presiones por escribir Patria y Vida en su fachada por el 11J
Sandra Hernández cuenta, fuera de Cuba, el calvario al que la sometió el régimen, a ella y a su familia, por protestar pacíficamente
La Habana/Tres palabras en tinta azul –Patria y Vida– escritas sobre la fachada de su casa bastaron para que Sandra Hernández comprendiera la velocidad de acción de la Seguridad del Estado incluso en pueblos pequeños como el suyo. Tras las protestas del 11 de julio de 2021 (11J), no hubo un solo gesto contra el Gobierno en el municipio espirituano de Cabaiguán, excepto el suyo. A las pocas horas, la esperaban un acto de repudio y numerosas tachaduras en su pared.
“Ese día, 13 de julio, mi esposo y yo decidimos poner en el frente de la casa ‘Patria y vida’, porque mi hija tenía apenas un año y no podía irme con ella para la calle a protestar”, cuenta a 14ymedio Hernández desde República Dominicana, donde reside desde hace varios meses. “Pusimos el letrero cerca de las cuatro de la tarde en la fachada de mi inmueble, supuestamente inviolable ante la ley, aunque eso no les importó”, recuerda.
"Por la madrugada me despertó un fuerte olor químico, parecido al que desprende la refinería de Cabaiguán"
La pintada, que aludía a la canción de igual nombre y que se convirtió en el himno de las protestas del 11J, marcó un antes y un después en la vida de Hernández y su familia. “Por la noche llegó la presidenta del CDR (Comité de Defensa de la Revolución) preguntando por qué había pintado eso y diciendo que mejor lo hubiésemos hecho en otro CDR. Aludió a mi mamá y mi abuela fallecidas recordándome que habían sido buenas revolucionarias, y me dijo que eso era propaganda enemiga”, relata.
Cuando finalmente pensó que las cosas se calmarían, la familia recibió otra visita: “A las 10 de la noche llegaron alrededor de 12 personas a mi puerta. Eran de la Federación de Mujeres Cubanas, la Unión de Jóvenes Comunistas y otras organizaciones oficiales, diciendo que querían ‘conversar’. Les dije que esas no eran horas para hacer visitas y que vinieran al día siguiente”, explica. La comitiva se fue, asegura Hernández, pero la Seguridad del Estado no se quedó de brazos cruzados.
“Por la madrugada me despertó un fuerte olor químico, parecido al que desprende la refinería de Cabaiguán. Me di cuenta de que venía de la propia casa y corrí a abrir la puerta de la cocina para ventilar”, recuerda. Antes de que la familia se diera cuenta, les habían llenado el frente de la casa de consignas revolucionarias y de su letrero solo quedaba la palabra “Patria”. El fuerte olor provenía del asfalto líquido que los agentes del régimen habían utilizado –junto a una pintura azul– para garabatear consignas y borrar el cartel.
“Usaron una frazada con cloro que tenía a la entrada para que las personas se limpiaran sus zapatos por el covid y con eso pintaron. La sustancia que usaron, que además es tóxica e inflamable, es controlada por el Estado y no la puede usar la gente. Se fabrica en la refinería de Cabaiguán, y no sé cómo se atrevieron a untar las paredes con eso. No les importó que tuviera una niña, a la que la sustancia le causó enrojecimiento en los ojos y en algunas zonas del cuerpo”, declara Hernández. “También orinaron en la puerta”.
“A las cinco de la mañana –continúa– empezó el acto de repudio”. Hernández todavía conserva el audio de casi una hora de lemas “antiimperialistas” e himnos comunistas. Algunos conocidos, añade, la llamaron por teléfono para pedirle que retirara el cartel, incitados por la Seguridad del Estado. “Se prestaron para eso y cuando les decía que no, cortaban la llamada”, refiere.
El “acto de reafirmación” contó además con presencia policial para bloquear el acceso a la calle, banderas y carteles, locutores de Radio Cabaiguán –que instalaron un sistema de altavoces en el hospital materno del municipio– y muchas personas desconocidas, pero que estaban allí por mandato “de arriba”.
Hernández y su esposo decidieron no ceder, e impusieron en agosto una demanda a las organizaciones y al Partido Comunista del municipio. La Justicia, asevera, demoró meses en dar una respuesta “absurda” e “inadmisible”.
“Después del acto empezaron las represalias”, advierte. “Nos vigilaban continuamente, en especial cuando había rumores de manifestaciones, amenazaban a nuestras amistades con que ‘habría consecuencias’ si se nos acercaban. También comenzaron a venir personas a hacernos preguntas extrañas y decirnos que estaban de nuestro lado. Nos incitaban a hacer actos vandálicos como envenenar el acueducto, atacar la termoeléctrica o preguntaban si estábamos de acuerdo con mandar a la niña a la escuela”. Según Hernández, durante los dos años que estuvieron en Cuba tras la pintada, la familia debió pensar con cuidado cada palabra que decía en público. “Nos preguntaban disparates para ver si podían incriminarnos”.
Por último, cuenta, ella y su esposo fueron expulsados de sus trabajos como jefa de área en una empresa de Construcción en Cayo Santa María e ingeniero hidráulico en la Asociación Económica Internacional del mismo enclave. A partir de ahí, recuerda, todo fue más difícil.
“Tengo audios que registran esas conversaciones en los centros de trabajo donde nos dicen que sí fue una orden del Gobierno, que nos mandaron a botar y que no les interesaba nuestro desempeño, que teníamos que salir de ahí. Luego no pudimos encontrar trabajo, estábamos desamparados”, lamenta.
“Intenté un trabajo como fotógrafa, pero primero no querían darme la licencia y luego, cuando insistí tanto que me la otorgaron, hicieron todo lo posible para que no tuviera clientela”. Para la familia cabaiguanense, realizar cualquier trámite era un calvario, pues las autoridades se interponían a cada paso. “Si a una persona sacar un documento en el registro civil le tomaba dos días, a mí podía demorarme dos meses o más. Cuando solicité el pasaporte tampoco me lo querían dar, porque estaba regulada, y tuve que llamar a muchas instituciones e insistir con fuerza para que me lo entregaran”, explica la arquitecta.
A dos años de las protestas, cuando por fin a su esposo le llegó el parole humanitario para viajar a Estados Unidos, la familia había perdido el contacto con muchos allegados, sus carreras profesionales y vendido su patrimonio –incluyendo la casa en la que pusieron el cartel– “para poder comer”.
“Ahora estoy con mi hija en República Dominicana esperando a que también me llegue el parole. Por supuesto, llegué de forma legal”, explica. “En Cuba, con un Gobierno al que no le preocupa que una arquitecta y su familia se mueran de hambre, no nos podíamos quedar”.