Con el 'parole' en mano, cruzar el Río Bravo ya no es una odisea
Un cubano cuenta la admisión ordenada de los migrantes en la frontera entre México y Texas
Eagle Pass (Texas)/"¿Cuál es su fecha de nacimiento?", preguntó con firmeza la oficial estadounidense con rasgos latinos y un español mezclado con el inglés, herencia de su familia hispana. "No sé", dijo casi susurrando el guatemalteco, que apenas podía entender lo que le preguntaban. "¿Usted no sabe la fecha en que nació?", inquirió la mujer. "No. Es lo que dice ahí mi documento". El hombre trataba de salvarse, pero no pudo esquivar las sucesivas preguntas de la agente, que acomodó sus espejuelos para mirarlo bien.
Ese fue el primer susto que viví cuando, pasadas las cinco de la mañana del 5 de noviembre pasado, crucé el puente fronterizo que divide México y Estados Unidos entre Piedras Negras e Eagle Pass (Texas) para entrar a este último país con una cita de CBP One (Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza). Debajo, ruge el Río Bravo entre sus remolinos, alumbrado de orilla a orilla. En una de ellas, el paso es libre; en la otra, una cerca de contenedores envuelta con alambres de púas forman otros remolinos e impiden el paso. Sobra decir cuál lado está en el sur y cuál en el norte.
Llegué a Piedras Negras dos días antes de mi cita. Estaba preocupado por las tantas historias que se tejen alrededor de la frontera por el poder del narcotráfico. Por suerte, me tocó uno de los puntos más tranquilos, según los testimonios que pude recoger en redes y de conocidos. Sin embargo, algunos no corrieron con buena suerte.
A un venezolano le robaron en plena calle, antes de llegar al hotel donde se hospedaba la mayoría de los solicitantes, y un hondureño fue asaltado y perdió todos los documentos que demostrarían a las autoridades mexicanas que tenía cita para ese día en Eagle Pass. Fue llamativo que dejaran pasar a territorio estadounidense al hondureño, no sin antes advertirle de que, si no aparecía en la lista de CBP, sería devuelto y procesado para marcar su fraude. No fue necesario: fue uno de los primeros en ser llamados por las autoridades estadounidenses.
Nos formaron pasadas las 3:00 am frente al parqueo de Aduanas de México en Piedras Negras
Nos formaron pasadas las 3:00 am frente al parqueo de Aduanas de México en Piedras Negras. Debíamos ser 30 migrantes y solo llegamos 26, entre ellos siete niños. En Eagle Pass no procesan más de 60 citas por día. La mitad entra a las 5:00 am y el resto a la 1:00 pm.
Debíamos llevar cinco pesos para pasar el torniquete del lado mexicano. Comenzamos a caminar por el lado derecho de la avenida que une los dos países; ese tramo de la acera estaba cercado. Caminando por allí fue que pude mirar el Río Bravo. Pasaba un tren de carga muy largo, lento, justo por el puente ferroviario que se vio en las decenas de videos cuando el éxodo de 2021 y 2022. Los migrantes cruzaban por allí porque, según decían, era donde había menos agua. En medio del Río Bravo se apreciaba un pequeño islote, una porción de tierra donde los migrantes hacían una parada para darse valor y poder continuar sus pasos temerosos hacia el sueño americano.
Los agentes de CBP llegaron puntuales a la línea divisoria, fuimos formados en el orden en que fuimos llamados y, sin demorar mucho el proceso, nos pasaron a sus instalaciones que quedaban a unos 600 metros. En ese momento ya teníamos nuestros celulares dentro del equipaje que cargábamos y no pudimos usarlos más. En el edificio nos tomaron una foto, muestras de ADN y nos examinaron en una enfermería. Pasamos a un primer salón por otra foto y las huellas. Los que iban siendo procesados debían decir su fecha de nacimiento en "el orden cronológico que se usa en EE UU", aclaró la agente de CBP, lo cual puso nervioso al guatemalteco: “Aquí en Estados Unidos decimos mes, día y año”, lanzó el regaño la mujer, de unos 28 años y que, al parecer, andaba de mal genio.
Finalmente, al guatemalteco le tomaron las huellas y lo mandaron a pasar a la sala de al lado, así sucedió con todos. Nos sentamos en grupos en tres mesas. En la mía éramos tres cubanos (junto conmigo, un matrimonio de Holguín), el venezolano que le robaron apenas llegó a Piedras Negras, un hondureño que ayudó al venezolano luego de ser asaltado, un salvadoreño y dos guatemaltecas. Llenamos una planilla para confirmar varios datos y poner el motivo de entrada a EE UU, muchos escribieron un párrafo, yo puse solo dos palabras: “asilo político”.
El hombre de El Salvador tenía mi edad, 40 años. Como quedamos frente a frente, fue con el que más conversé. Me habló de Nayib Bukele, al que apoyó en un inicio, pero al que odia ahora porque, asegura, despunta como un dictador y es un ladrón de cuello blanco. Tiene a todos sus hermanos en EE UU, y dos de ellos fueron a recibirlo en la frontera. De todos los allí presentes, era el que mostraba menos preocupaciones. Vestía muy diferente al resto de los migrantes, tenía dónde llegar, se sentía confiado, hablaba muy bien inglés, me contó.
A mi izquierda se sentó una madre guatemalteca de 32 años, aunque todo lo que le ha tocado vivir no le perdonaba su agotado rostro y parecía que tenía 45. Ella pasaba trabajando el año entero fuera de su casa en Ciudad de Guatemala. Su hija, de apenas seis años, la están criando sus padres y ella se sacrificaba por la pequeña. Cada vez que mencionaba a su niña, a la que quiere llevar a EE UU cuando pueda, le brillaban los ojos. Conozco bien esa mirada: la de la emigración y el dolor por la partida, por estar lejos de tus seres amados.
A la derecha del salvadoreño, también frente a mí, estaba la otra guatemalteca, que pretendía trabajar limpiando casas o en lo que fuera para echar adelante. Tiene 28 años. Dejó en su país a sus padres, sus hermanos y una gata que adoraba y que ahora le cuida una sobrina. Ella no perdió chance para mencionar a Dios, orar y detallarme que, en el campamento de migrantes en Guadalajara, donde llegó después de una larga caravana desde el sur, solo pasó, junto al grupo de coterráneas con el que solicitó la cita, 36 días. La misma cantidad de días que demoró en llegar mi cita. La joven nos confió que todas hacían ayunos y pedían mucho a Dios; acto seguido comenzó a orar y todos callamos.
Con el matrimonio cubano, el venezolano y el hondureño no pude conversar, los llamaron aparte y fueron procesados en la primera sala por la que pasamos; fueron los últimos en ser llamados. Los agentes de CBP que nos procesaron en la segunda parte fueron más amables. Eran siete y cada uno atendió entre tres y siete migrantes; las familias que andaban juntas fueron asumidas por un solo oficial.
Después de unas tres horas ofrecieron un pequeño desayuno: un burrito, un dulce y agua. Para ese entonces cuatro de los siete niños que acompañaban el grupo ya dormían en tres colchonetas que había en la sala. Cansados, muchos pusieron su cabeza en las mesas y hasta roncaron. Llamaron de nuevo al guatemalteco que no sabía leer. Le hicieron varias preguntas. Todos nos volvimos a poner nerviosos, no se entendía nada de lo que hablaba. Lo rodearon más agentes, luego contó que era para ayudarlo. El hombre había puesto mal la dirección a la que debía llegar a EE UU y, por su condición analfabeta, en realidad estaba siendo apoyado por el personal. Finalmente lo llamaron para unas firmas y en unos 15 minutos le entregaron su expediente y fue el primero que salió de aquellas desesperantes paredes. Dijo adiós a todos poco después de las 10 de la mañana.
A ninguno de los presentes le hicieron el proceso de "miedo creíble". El agente que me atendió, junto con el salvadoreño y otro de Honduras, solo me preguntó en qué trabajaba en México y cuánto tiempo llevaba allí. Todos fuimos llamados poco a poco y antes de las 12 am estábamos fuera con nuestros respectivos paroles. Del matrimonio cubano, la primera que salió fue la chica, a quien le dieron un permiso de entrada de un año y un mes, al marido uno de dos años y dos meses y, a mí, un parole de un año. Los tres sentimos alivio, es tiempo suficiente para acogernos a la Ley de Ajuste Cubano.
Algunos, sin planearlo, nos encontramos fuera del inmueble de CBP para liberar las tensiones
Algunos, sin planearlo, nos encontramos fuera del inmueble de CBP para liberar las tensiones y luego comenzamos a caminar hacia un refugio que quedaba a un kilómetro de allí para tratar de pasar la noche o ver qué nos podían ofrecer. No llegamos. En el camino fuimos abordados por una mexicana que asesoraba a los migrantes, nos llevó a su oficina y cobró 50 dólares a cada uno para que un empleado transportara el grupo a San Antonio. En esa ciudad queda el aeropuerto más cercano a Eagle Pass y era donde tenía que ir todo el mundo para volar a su destino final, menos el salvadoreño que fue recogido por sus hermanos y se quedaba a vivir en el mismo Texas.
En el camino a San Antonio pude hablar con el matrimonio cubano. Iban para Florida al igual que yo. Los holguineros sólo tuvieron unos seis meses en México, ella tenía unos 30 años, él unos 34, y el cansancio ya los rebasaba. Nos dejaron en un refugio en San Antonio cerca de las cinco de la tarde, yo tenía que volar al otro día a las 10 am y ellos a las 2 pm. Luego nos vimos varias veces en esa terminal aérea y también en el Aeropuerto Internacional de Dallas-Fort Worth, donde los tres hicimos escala por unas horas. Nos contamos nuestras historias, reímos, hicimos silencio recordando lo que dejamos atrás. Ellos llamaron a muchos familiares de Cuba y a amigos que quedaron en México con la esperanza de entrar antes de que Donald Trump asuma la Presidencia en enero próximo. A las 7 de la noche tomé un avión hasta mi destino final. Era mi primer vuelo dentro de este país y, seguramente, no será el último.