Adicta al Kaláshnikov
Naufragios
Enérgica y viril, unida o dispersa, viva o muerta, esa cosa extraña que llamamos cultura cubana es una de las razas más viles que hay
Salamanca/Antes de enunciar mi tesis, voy a contar dos pequeñas biografías. A. es un pintor cubano muerto; O. es un escritor cubano vivo. Siendo estrictos con la calidad de su trabajo, ni A. es pintor ni O. escritor, pero han cobrado –y han cobrado bien– por representar esos roles. Ambos, eso sí, son irremediablemente cubanos.
¿Qué recuerdo de A.? Una casa larga y oscura, unas manos largas y extrañas, unas palabras largas, melosas y con polvo. El viejo pintor creía ser un hombre renacentista –autor, dibujante, dramaturgo, amante, patriota– por haber asistido a los talleres de Samuel Feijóo. En 1963, su obra y la de sus colegas tuvo el honor de ser definida por Jorge Ibargüengoitia como “una colección de mierda bastante compleja”. Fue miembro de esa tribu de pintores mediocres, uniformes y a menudo uniformados –la milicia artística de Castro–, fieles a Fidel, fieles al dinero que, a su pesar, siempre los esquivó.
Recuerdo a una especie de marido que tenía, un viejo también cetrino que salía todos los días a buscarle comida, como un cazador de mamuts. Emergía a la vida pública con una cantina de aluminio, pobre infeliz, y le pesaba más ser criptomaricón –no es mía la palabra, por desgracia– que su trabajosa vejez al lado del otro tipo. Matrimonio infeliz.
El viejo pintor creía ser un hombre renacentista por haber asistido a los talleres de Samuel Feijóo
Mientras, en casa, A. demostraba que no hay que saber pintar para ser pintor. Una tras otra, llenaba cartulinas escolares de garabatos por los que pedía 1.000 dólares. La mitad si eran monocromáticos, el doble si el trazo llevaba brillantina. Si el arte no le daba autoridad, al menos la vejez –opinaba– le iba a dar plata. Una vez fui a su casa acompañando a un amigo americano. Con ayuda del marido críptico, A. mostró sus pinturas. Faltándole la lucidez de Ibargüengoitia, mi amigo coleccionaba aquellos esperpentos. Quiero decir, que estaba dispuesto a pagar una cifra no despreciable por la complejidad escatológica. A., hombre nuevo, pintor improvisado, alumno de todo y maestro de nada –así decía mi abuela–, siempre pecaba de carero.
Ha llegado la hora de O. Después de toda una vida al servicio de su majestad, O. es uno de los antiguos fieles del régimen que –amante del pasaporte y de la buena vida, quién lo culpa– echó a correr en cuanto apretó el hambre. Su lealtad siempre fue tibia y le faltó solidez, compromiso con la causa. Salió de Cuba y, con pocos pero doctos libros juntos, se dio cuenta de que su vida sazonada por premios culturales y zalemas de dirigentes podía ser interpretada como la historia de una resistencia secreta. “¡También yo fui una víctima!”, fue el gozoso hallazgo.
Se dejó entrevistar por un amigote reconvertido mecenas de la emigración. Y ya se sabe cómo son los mecenas, a los que uno debe complacer, entusiasmar, hacer cosquillas en las zonas erógenas y servirle un colmado batido de agradecimiento. Todo eso –y más– figuró en una larga entrevista, que era también profesión de fe y acta de martirio, cuya lectura completa me noqueó. En el exilio todos lloran –pensé, exiliado también yo–, llora el viejo y el joven, el patriota y el oportunista, el que no tiene por qué y el que lo quiere todo. Derrama lágrimas la madre y la tía, el miembro de la Uneac y el policía, el santo y el ateo, el vulgar y el decente, el puto y la señorita. Adelante, llore también usted.
Habrá quien diga que esta tesis es hija de la bilis, ¿pero qué más da? ¿Se puede demostrar lo contrario?
La tesis: enérgica y viril, unida o dispersa, viva o muerta, esa cosa extraña que llamamos cultura cubana es una de las razas más viles que hay. Los pocos nombres que valen han sido por lo general malas personas. Los que no sirven para nada –como A. y O.– son peores, porque ni ese mérito puede uno añadirles a su expediente. Habrá quien diga que esta tesis es hija de la bilis, ¿pero qué más da? ¿Se puede demostrar lo contrario? ¿Hay por lo menos doce justos para salvar la ciudad? Los hay, pero no bastan.
Acabo con una foto de Viengsay Valdés, esa chica mala, con escopeta. La descubrí esta semana. Ahí donde la vemos, Viengsay es el símbolo perfecto de mi tesis. Sustituta de una momia, candidata a momia ella también, tiene todo el deseo del mundo de probar su lealtad. El régimen al que sirve cabe en ese Kaláshnikov soviética. Pero si el hambre la torturara y tuviera que escaparse, habrá que aguantar su perorata, su llanto, su reescritura de la historia.
Ahora hay unas lonas sobre el suelo, una trinchera en el fondo, el instructor de la izquierda lleva el grado de primer coronel, el otro es coronel a secas. ¿Cuál será el grado de Viengsay, que ahora cierra un ojo y se arrima a la mirilla telescópica? ¿Cuál el de Israel Rojas, el boina roja; cuál de Abel Prieto, el coco peludo del espionaje cultural? ¿Nos va a disparar la primera bailarina? ¿Aguantará el retroceso? No hace falta. La foto –como el chaleco del difunto Luca Brassi, que fue a dormir con los peces en El padrino– ya entregó su mensaje. Ella, y con ella la nación entera, es adicta a ese Kaláshnikov.