Las alteraciones hipnóticas del poder: el caso Duterte
Filipinas ofrece el más reciente eslabón de la cadena interminable de tiranos defenestrados
San Salvador/El poder, ya se sabe, puede ejercer sobre las conciencias un efecto narcótico. Cuando se tiene poder y existe la proclividad de hacer con él lo que se quiera, también se tiende a creer que, por alguna razón, no se perderá jamás. Estas condiciones alucinógenas transforman así el dulce presente en una aspiración irreal de eternidad. Quien se siente poderoso llega a incapacitarse a sí mismo para concebir límites a aquello que se expande a través de su voluntad personal.
Lo cierto, sin embargo, es que el poder se acaba. Tarde o temprano. Nada hay eterno sobre la tierra, ni siquiera la vida del que hoy se cree fuerte e intocable. Para algunos individuos acomplejados el sueño es, precisamente, morir en el ejercicio del poder formal; pero estos casos –si nos atenemos al último medio siglo– son pocos en contraposición a aquellos que no solo lo perdieron sino que terminaron en la cárcel o arrastrados a un fin ignominioso como consecuencia directa de su descomunal ambición.
Nicolae Ceausescu, dictador de Rumania, salió en diciembre de 1989 al balcón del edificio del Partido Comunista, en Bucarest, creyendo que con su sola presencia iba a apaciguar los ánimos de la población enardecida, y todavía en el juicio sumario que le condenó a ser fusilado tenía dibujada en el rostro la trágica sorpresa que le causó comprobar que, después de todo, ni él ni su esposa eran tan amados como pensaban. Pol Pot, déspota de Camboya, se vio arrojado de su país por la vecina Vietnam y anduvo escondido en las selvas tratando de regresar, hasta que su propio grupo guerrillero lo hizo arrestar y falleció en circunstancias poco claras en 1998. Muammar Gadafi, tirano de Libia, fue linchado por bandas opositoras en 2011, en Sirte, cayendo en una lucha insensata por recuperar el poder, bajo cuyos delirantes efectos seguía cautivo como los sedientos que creen ver reflejos de agua en el desierto.
Lo que ahora enfrenta es la posibilidad de terminar sus días en la cárcel, si es que la CPI lo encuentra culpable de crímenes contra la humanidad
Fidel Castro y Hugo Chávez son más bien excepciones en Hispanoamérica, donde los opresores, casi por regla general, no llegan a morir ejerciendo el mando. Algunos, como Augusto Pinochet, lo pierden en elecciones democráticas; otros, como el paraguayo Alfredo Stroessner, el salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez o el venezolano Marcos Pérez Jiménez, se ven destituidos por revueltas populares, y algunos otros, como el nicaragüense Anastasio Somoza García o el dominicano Rafael Leónidas Trujillo, terminan asesinados.
Filipinas, bello archipiélago asiático, ofrece el más reciente eslabón de esta cadena interminable de tiranos defenestrados: su decimosexto presidente, Rodrigo Roa Duterte, hoy de 79 años, ha sido finalmente arrestado por orden de la Corte Penal Internacional y está siendo juzgado en La Haya, sede del organismo. Duterte, nacido en 1945, tuvo su sexenio de poder entre 2016 y 2022, pero ya planeaba postularse nuevamente como alcalde de Davao, en un esfuerzo por resucitar su carrera política. Lo que ahora enfrenta, en cambio, es la posibilidad de terminar sus días en la cárcel, si es que la CPI lo encuentra culpable de crímenes contra la humanidad. Obnubilado por los vahos del poder, el exmandatario filipino también creyó que nunca iba a sufrir las consecuencias de sus decisiones.
Abogado de profesión y con estudios en Ciencias Políticas, Duterte fue un líder emergente tras la revolución de febrero de 1986 que puso fin a la dictadura de dos décadas de Ferdinand Marcos. Luego de ganar siete veces la alcaldía de Davao, ciudad al sur del archipiélago, se postuló a la presidencia poniendo énfasis en el controversial proceso de pacificación que había llevado a cabo durante su larga gestión edilicia.
“Cuando sea presidente, ordenaré a la Policía Ejército que encuentren a esta gente y los maten”, dijo en marzo de 2016 durante un mitin, refiriéndose a los traficantes y consumidores de droga que luego perseguiría desde su residencia oficial en Manila. “Si conocen a algún adicto”, recomendó en junio de aquel año, al asumir el cargo, “vayan y mátenlo ustedes mismos. Hacer que sus padres lo hagan sería demasiado doloroso”.
Sin importar de qué manera pierdan el poder, e incluso si no lo pierden, las tiranías terminan invariablemente siendo repudiadas por la posteridad
Con esta retórica agresiva, Duterte alentaba a la población a hacer justicia por sus propias manos. “Esta campaña de disparar a matar se mantendrá hasta el último día de mi mandato. No me importan los derechos humanos, créanme”, aseguró en agosto de 2016. Incluso llegó a afirmar que, si en Filipinas había tres millones de adictos, él “estaría feliz” de asesinarlos, comparando su política con el Holocausto. Una vez relató que había matado a un hombre, arrojándolo al vacío desde el aire, como castigo por haber robado: “Si cometes corrupción, te llevaré en helicóptero a Manila y te lanzaré desde ahí. Ya lo hice antes, ¿por qué no hacerlo otra vez?”, dijo en diciembre de 2016.
Duterte insistió en que le tenía sin cuidado una posible condena por crímenes de lesa humanidad. En septiembre de 2017 espetó: “No me importa ser procesado en la CPI. Adelante. Sería un honor ir a prisión por mi país”. Bien, pues se le acaba de conceder esa “honra”. Sus propias palabras, de hecho, han sido fundamentales para la corte internacional, que las considera fuente de incitación al uso de la fuerza letal contra meros sospechosos de cometer delitos. Las cifras de asesinados durante su implacable “guerra contra las drogas” podrían elevarse a más de 25.000 víctimas, de acuerdo a los organismos no gubernamentales que documentaron pacientemente estos casos.
Una vez más, la historia sigue ofreciendo valiosas lecciones en relación a los liderazgos autoritarios. Sin importar de qué manera pierdan el poder, e incluso si no lo pierden, las tiranías terminan invariablemente siendo repudiadas por la posteridad. El delirio desemboca en pesadilla; la soberbia y la petulancia, en desprecio universal.