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57 años después: hacia un nuevo contrato para Cuba (I)

Esa Revolución se apoya en la policía más que en la filosofía. Da primero un pan para ofrecer más tarde el castigo

Una valla muestra una frase de Raúl Castro en un municipio de La Habana. (14ymedio)
Manuel Cuesta Morúa

07 de mayo 2016 - 15:35

La Habana/Ofrezco, para compartir críticamente, una visión discutida en más de un lugar sobre lo que considero la deconstrucción progresiva y puntillosa de nuestro proyecto nacional. Cuba no es todavía una nación, sino un proyecto inconcluso. Lo hago en dos partes, no solo por las necesidades editoriales de un periódico, sino también para no cansar demasiado a los lectores con una escritura que puede llevar al tedio. Insisto, sin embargo, porque como muchos cubanos, siento la pulsión vital por mi país, tal como fue descrita por Manolín, el médico de la salsa, en su texto directo y de primer plano.

Siempre es necesario pensar un país, pero después del fiasco de un Congreso escolástico, en el que los contenidos sustanciales de las palabras fueron las palabras mismas, pensar la nación, pluralmente, constituye un imperativo de supervivencia.

¿A dónde va la nación cubana? Casi todo el mundo coincide, para decirlo popularmente, en que estamos seriamente embarcados. Y como del embarque hay que salir de un modo razonable y civilizado, creo es necesario pensar y discutir, leer y releer, y sobre todo imaginar.

La nación cubana no la define un grupo autoelegido, sino el ciudadano: el único legitimado para tales empresas

Como hemos sido atrapados por procesos políticos muy duros, la gente se acostumbró y dejó impresionar e intimidar por la idea de que Cuba pertenece a un grupo "muy especial" de personas que se dan en llamar revolucionarios. Cubanos y extranjeros, todos, hemos aceptado esta clasificación, que puede tener mucha densidad y categoría, pero que no coincide con la cultura y la nacionalidad cubanas, que son las dos primeras condiciones de pertenencia a Cuba y a cualquier nación, y por encima de las cuales todo lo demás puede ser daño o beneficio colateral, según el ángulo de posición.

Todavía hoy, después del desgaste casi grotesco de todos los significados más respetables del concepto de revolución –lo de la Venezuela de Nicolás Maduro es de espanto–, mucha gente se pone a la defensiva por desear cambios para Cuba, diciendo que ellos o no son contrarrevolucionarios o no quieren trabajar a favor del "imperialismo" sin percibir que el término contrarrevolución en Cuba puede adquirir ya la misma connotación que mambí, peyorativamente empleado por los españoles en el siglo XIX para referirse a los insurrectos cubanos, es decir a los independentistas. Esto vendría a significar que todavía están atrapados por la clasificación de los otros, sin discernir que el poder de la semántica coincide aquí, no tan extrañamente, con el poder de las armas. Y así no se vale. Al menos en el campo de las palabras y de las ideas. Al debate de las ideas en América Latina le ha faltado fuerza mental. Del lado de los demócratas.

En todo caso, más allá de esta discusión, la pregunta fundamental que debe hacerse para no dejarse impresionar por la violencia psicológica del poder es quién define qué. Y la nación cubana no la define un grupo autoelegido, sino el ciudadano: el único legitimado para tales empresas. La Revolución como fuente de derecho es una concepción reaccionaria. Lo que se pasa por alto, quizá de manera oportunista, es que llega el momento en el que las revoluciones se hacen del poder, y ahí desafortunadamente no han diferido ni de las formas ni de las justificaciones de los modelos políticos más tradicionales. En muchos casos –el de Cuba es especial en este sentido–, han revivido modos y fundamentaciones que se suponían sepultadas por la modernidad. Una ironía simpática es que, una vez en el poder, las revoluciones utilizan sin tapujos y profusamente los conceptos de subversión y estabilidad para defenderse de sus adversarios. Los conceptos políticamente menos revolucionarios que podrían existir y que harían aplaudir a Metternich, aquel canciller austriaco que logró la confabulación más estruendosa y fina contra la Revolución francesa.

La segunda cosa esencial es la constatación de que el ciudadano es el legitimador por excelencia, si queremos evitar el regreso a los Estados de origen más o menos divino.

El ciudadano es el legitimador por excelencia, si queremos evitar el regreso a los Estados de origen más o menos divino

Necesitamos en Cuba definir un nuevo país por la historia, por los sujetos políticos y culturales, y por la mentalidad de sujetos y actores en y para un proyecto nacional inclusivo. Esta definición, desde luego, debe incluir una consideración sobre el contexto internacional para explicarnos nuestras opciones y posibilidades como nación, algo que en Cuba es fundamental, porque la nuestra se ha definido históricamente en términos negativos. A quién no debemos pertenecer, más que a quién pertenece la nación, es un antiguo dilema no resuelto.

Cuba dejó pasar, a fines de los años 90 y principios de los años 2000, el comienzo de la nueva era, que en mi perspectiva se inició con el final del apartheid en Sudáfrica.

El fin del apartheid en Sudáfrica fue la cruda expresión política de ese movimiento cultural, que mostró la inviabilidad ética de las hegemonías culturales en territorios poblados de diversidad. La solución reconciliatoria de Nelson Mandela captaba el mensaje de que el nuevo contrato sudafricano no podía basarse en una nueva hegemonía que arrinconara a las diversas tradiciones dentro de una misma nacionalidad.

En el hemisferio occidental ese nuevo contrato empieza por Bolivia, con el ascenso de Evo Morales al poder como representante de la América ancestral olvidada y expoliada. Y aun cuando este ha venido repitiendo el mismo esquema de hegemonías contra el que luchó, su importancia está ahí: el hemisferio occidental se abre a ese movimiento cultural que define la nueva legitimidad de los contratos sociales y políticos del futuro: la diversidad cultural vehiculada a través del ciudadano político.

La última y más vigorosa expresión de ese movimiento fue el ascenso de Barack Obama al poder en Estados Unidos. Su llegada introdujo un matiz que confirma la irreversibilidad de ese movimiento cultural: el ascenso de las minorías culturales, dada su capacidad para construir mayorías, al campo legítimo de las decisiones políticas.

En julio de 2006 parecía que las autoridades cubanas se acercaban a la sociedad para entrar en esa nueva era. Diez años después, desaprovechan irresponsablemente la oportunidad

La nueva era comienza pues con dos poderes conectados: el poder de la diversidad para la reconstrucción civil de los Estados y el poder de la imaginación que esta diversidad provee para la solución de los problemas que el mundo ha heredado del exceso de hegemonías fundadas en criterios de superioridad. Es el triunfo claro de la nueva antropología y de su estética asociada, lo cual tiene pocos precedentes globales.

Cuba, necesitada de firmar este nuevo contrato para estructurar un nuevo país, se aleja peligrosamente de esta corriente global, 57 años después del fracaso de su propio esquema de hegemonías.

En julio de 2006 parecía que las autoridades cubanas se acercaban a la sociedad para entrar en esa nueva era, y para dar los pasos iniciales en dirección a este nuevo contrato. Diez años después, desaprovechan irresponsablemente la oportunidad, solo para contemplar cómo Estados Unidos le tomó la iniciativa dentro de este movimiento cultural, incluso dentro de Cuba.

Más allá del contraste o la comparación entre las dos sociedades, el asunto es capital desde el punto de vista estratégico, debido al diferendo político y cultural que enfrenta al Gobierno cubano con la clase política estadounidense, y a la importancia de las decisiones políticas de Washington para el tipo de respuestas defensivas del Gobierno de Cuba.

El hecho de que cada vez más ciudadanos estén dispuestos a dejar atrás la ciudadanía revolucionaria a favor de la doble ciudadanía es una muestra de desconfianza en las posibilidades de Cuba como nación

La parálisis en el proyecto –que no proceso– de "cambios estructurales y conceptuales" que exige el país viene a reflejar, en todo caso, tanto la falta de imaginación de la actual hegemonía política de Cuba como su incapacidad para absorber la fuerza, los elementos y las consecuencias civiles de nuestra propia diversidad cultural, lo que estaría poniendo en peligro la continuidad de Cuba como nación viable en el mediano y largo plazos.

El peligro es también inmediato, aunque sus consecuencias sean estratégicas. La pérdida acelerada de confianza en el Gobierno acelera la pérdida del tiempo-confianza en la sociedad y, lo más importante, la confianza-país. El hecho de que cada vez más ciudadanos estén dispuestos a dejar atrás la ciudadanía revolucionaria a favor de la doble ciudadanía es una muestra de desconfianza en las posibilidades de Cuba como nación. Un mensaje de que en Cuba se puede vivir como español, francés, norteamericano o italiano, es decir, como ciudadano global, pero no como cubano.

Hay aquí una primera ruptura fundacional que en estos momentos se enfrenta a otros dos peligros: el primero, la ausencia de liderazgo y visión del Gobierno para afrontar los desafíos del país en una época global; y, el segundo, su perseverancia metafísica en la idea de una Revolución que aceleradamente va perdiendo sus registros sociales para fortalecer sus registros punitivos. Esa Revolución se apoya en la policía más que en la filosofía. Da primero un pan para ofrecer más tarde el castigo.

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