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La Peña de los milagros

El trovador recuerda sus primeras andanzas en un piso 14 de La Habana en 'los años más ruinosos del Periodo Especial'

Ariel Díaz

23 de agosto 2014 - 14:30

La Habana/Hace veinte años comenzaba mis andares con una guitarra y la necesidad de cantar soledades y preocupaciones propias de cada momento. Todavía no sé explicar muy bien cómo me fui enredando, dejándome seducir por la magia de compartir la voz, el hambre y los licores paganos de una década oscura pero sin dudas reveladora como fueron los años noventa.

Aunque en entrevistas y dossiers siempre he anclado estos comienzos a la Casa de las Américas donde ciertamente realicé el primero de mis conciertos, quiero decir que mi verdadero estado embrionario aconteció un poco antes en un lugar pocas veces mencionado y al que le debo prácticamente ese instante en el que decides lanzarte o no al precipicio incierto del arte más comprometido con lo humano, el que paga con el anonimato su estirpe de libertad creativa y de pensamiento. Para aquellos días guardo toda mi gratitud, especialmente para un lugar perdido entre los recuerdos y las tormentas ideológicas que siempre han marcado a la gente de esta isla que descansa doblada en el mapa tal vez soportando el peso de su historia.

Corría el lentísimo año 1994 y la Habana era una ciudad siniestra con sus calles prácticamente sin automóviles y un aire de tensión constante. La agresividad cotidiana contradecía los estereotipos de alegría autóctona y gracia tropical. Creo que en las noches se concentraban los peores momentos, la oscuridad y el calor insoportables nos lanzó a las calles al extremo de dormir en parques y portales. Un grupo de amigos solíamos reunirnos en un apartamento de la calle Factor en el barrio de Nuevo Vedado.

A la altura del piso catorce cierta brisa nos asistía entre canciones, poemas e infusiones de hierbas increíbles. Nuestro anfitrión no ahorraba esfuerzos en atendernos y de esta manera generar un ambiente de complicidad que en aquella difícil encrucijada se tornaba en un verdadero oasis en medio del desierto incierto, como me gustaba llamar a aquellos días. Reinaldo Escobar era su nombre pero todos lo conocíamos por "Macho rico" apodo que irónicamente desentonaba con su físico. Nos unía una amistad entrañable forjada en la penuria económica y la sed intelectual, siendo él mucho mayor que yo se hacía una especie de maestro siempre dispuesto a colaborar en las más inverosímiles aventuras. Su esposa Yoani Sánchez era compañera de estudios de mi entonces novia y juntos atravesamos los años más ruinosos del Período Especial.

A la altura del piso catorce cierta brisa nos asistía entre canciones, poemas e infusiones de hierbas increíbles

Una de aquellas noches en que hablábamos de lo humano y lo divino, conspirando siempre en favor de la cultura, tuvimos la idea común de hacer una peña, término criollo que refiere una reunión donde nunca faltan la guitarra y los licores. El lugar no podía ser otro que la sala de aquel pequeño apartamento donde tanto habíamos practicado. De esta manera casi ingenua lanzamos la convocatoria para el siguiente mes sin esperanza de mucha asistencia dadas las pocas vías de promoción y el hecho de no ser respaldados por ninguna institución oficial.

Sin saberlo estábamos llenando un vacío común, así que a partir de ese día y durante un año nos reunimos cada mes a encontrarnos con nuestras más íntimas aspiraciones y a descubrir poco a poco talentos y vocaciones no siempre visibles. Tuvimos exposiciones de pintura en las paredes, monólogos y obras de teatro, performances, poesía, debates cinematográficos y lectura de guiones célebres, fragmentos de novelas inéditas o proscritas. Esta especie de corte de los milagros atraía cada vez a más gente que se acomodaban apretadas en el suelo, subiendo la mayoría de las veces los catorce pisos por las escaleras a falta de fluido eléctrico y con la disciplina que Macho, con su habitual carisma, supo infundir en tan heterogéneo quórum. Un ejemplo inmejorable era que la peña concluía religiosamente a las doce en punto de la noche.

Desde luego que la música era la protagonista absoluta de la jornada. Fue allí donde por primera vez canté ante los demás lo que parecían ser canciones, cargadas de la rebeldía y la ternura que brota de la juventud. También allí sentí de cerca la energía de Santiago Feliú y la frescura del canto de mi generación plasmada en la irreverencia de sus protagonistas, el debut del grupo de humor Humoris Causa, las surrealistas narraciones de Víctor Canteli y la visita ocasional de algún instrumentista novel.

Surgieron los primeros himnos como "Los huevos" de Erick Sánchez, "Marielena" de Silvio Alejandro, "De lo sublime a lo ridículo" de Fernando Bécquer o "Ven a mi Cuba", una de mis primeras composiciones. Cantadas a coro hasta el hastío por un auditorio educado y ávido de nuevas voces para los nuevos tiempos. Martí, Lezama, Eliseo, Vallejo, Cortázar, Benedetti y tantos otros rondaban las noches sentados en una esquina como fantasmas admirados de esta generación que se sobreponía al caos y a los malos augurios.

Los años han pasado y cada cual ha tomado su rumbo. Los insondables caminos del azar nos han separado en tiempo y espacio, en ideologías y mandatos pero siempre ha quedado un buen recuerdo de aquel fuego primitivo alrededor del cual nos alimentamos del frío y los monstruos propios de la época. Unos lo agradecen más, otros no tanto.

Leí en un artículo muy desacertado que la CIA a través de sus conocidos mecanismos (que si son reales) había ayudado a organizar aquella peña con fines subversivos

Este es un canto a la amistad, al amor por encima de todos los enredos y elecciones ideológicas. Un canto que pone a un lado las innegables diferencias políticas para por una vez recordarnos unidos como entonces cuando parecía haber una sola Cuba bajo la luz de las velas. Una vez leí en un artículo un argumento muy desacertado, algo así como que la CIA a través de sus conocidos mecanismos (que si son reales) había ayudado a organizar aquella peña con fines subversivos. Cuánta indignación me produjo este criterio, hijo del desconocimiento y más sustentado en el odio que en la objetividad.

De corazón les digo que fue el más auténtico acto de libertad en el que yo haya participado. Y es que estamos tan necesitados de experiencias como ésta en estos días de falso glamour y espejismos de mercado. No hay una sola peña en la capital cubana donde se respiren aires de verdadera renovación y donde lo verdaderamente importante sea el hecho artístico e intelectual con sus características propias, sin juicios ni señalamientos, sin pretensiones comerciales o monetarias. Una paradoja salta a la vista: El hecho de haber realizado un proyecto tan desinteresado en los momentos más empobrecidos económicamente y sin otro recurso que las ganas y el concurso del esfuerzo colectivo.

Sé que alguna crítica intolerante recibirán estas letras, tal vez hasta alguna absurda acusación desde alguno de los extremos tristemente célebres. Obviamente tampoco serán publicadas en algún medio oficial y no llegarán a la cantidad de receptores que merecen. Para quienes compartimos aquellas noches, todos y todas, donde quiera que estén hoy va mi agradecimiento por haberme ayudado a ser el artista y el ser humano que soy. Sencillamente no quería que en el remolino huracanado de estos tiempos se perdiera el recuerdo de un lugar que amerita honor y reconocimiento justos. Tal vez algún día nos dejen, desde todas direcciones, repetir el milagro aunque sea bajo la única luz de nuestras convicciones.

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