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El asalto del colectivismo revolucionario a la identidad nacional cubana

Surgieron generaciones condicionadas a aceptar un orden político inmutable

Bandera cubana "apuntalada", la calle D'Strampes, en el barrio habanero de La Víbora. / 14ymedio/Archivo
Karel J. Leyva

14 de diciembre 2024 - 15:50

Montreal/Ser parte de una nación va más allá de habitar un territorio o compartir una historia común. Como sostiene Benedict Anderson, la nación es una “comunidad imaginada”, un proyecto colectivo que nace de la capacidad de las personas para identificarse con un grupo más amplio y comprometerse con un futuro compartido. Este concepto no es inherente; se construye activamente a través de instituciones, cultura y, fundamentalmente, la participación de los ciudadanos.

La nación no se define por un territorio específico. La nación kurda, por ejemplo, persiste sin un Estado independiente reconocido, mientras que los kurdos se encuentran dispersos en varios países. Lo mismo puede decirse de los inuit, ya sean de Canadá, Alaska o Groenlandia, y de los samis, presentes en Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia. Nadie, al menos que no aspire a decir la verdad, podría afirmar que no existe una nación inuit, sami o kurda. Estos pueblos comparten algo más que una lengua o una cultura comunes. Son naciones no por su territorio ni por su genealogía, sino por su identidad colectiva. Es esta identidad la que permite a los individuos pensar en términos de "nosotros", sin importar dónde se encuentren, y sin renunciar ni a su autonomía racional ni a su proyecto colectivo.

Pensarse colectivamente como nación es antitético a someterse a un colectivismo impuesto verticalmente por el Estado. Del mismo modo que una nación existe cuando se comparten un mismo estatus político, social y cultural, esta se fractura cuando la identidad nacional deja de ser el vínculo aglutinador de las diversas identidades plurales que coexisten en la sociedad y se convierte  en un espacio de exclusión.

Pensarse colectivamente como nación es antitético a someterse a un colectivismo impuesto verticalmente por el Estado

Esto explica por qué, mientras los caudillos y sicofantes del régimen comunista cubano defendían el ideal marxista-leninista de una identidad colectiva para el pueblo cubano, en realidad lo que hacían era destruir la esencia misma de la nación cubana, mermando la capacidad de los cubanos para pensar colectivamente de manera libre, sin temor a ofender el narcisismo déspota de un tirano. La piedra angular del proyecto revolucionario nunca fue un ideal nacional, pues los ideales nacionales no dividen a los ciudadanos entre leales y desleales, amigos y traidores, héroes y gusanos. El ideal nacional, por naturaleza, es plural, porque no depende de una doctrina unitaria, y mucho menos de una ideología importada con el propósito de colonizar los espíritus y dominar las voluntades.

La narrativa comunista exaltaba al colectivo como el único medio para superar las desigualdades del capitalismo, pero este ideal implicaba la subordinación total de los intereses individuales a un partido único, excluyente y autoritario. Detrás de la retórica de la colectividad se ocultaba un proyecto de centralización del poder que despojaba a los cubanos de su agencia política. La nacionalización de la propiedad privada y la estatización de los medios de producción no buscaban tanto redistribuir recursos como afianzar una estructura que eliminaba cualquier forma de oposición o pluralismo.

Despojados de libertades, derechos y autonomía, los cubanos quedaron sometidos a un partido que se erigía como el único garante de los objetivos nacionales. Esto implicó una redefinición de lo colectivo: ya no como un espacio para la deliberación y participación, sino como un mecanismo de subordinación, dependencia y control emocional, validado por el Estado. La desposesión ciudadana, el control social y la supresión de cualquier organización autónoma fomentaron una cultura de desconfianza mutua, debilitando el tejido social y reemplazando la cooperación por la obediencia.

Los líderes espirituales pasaron a ser enemigos públicos. El arte y la creatividad fueron cooptados como instrumentos de censura. Los niños fueron sometidos a un adoctrinamiento que no podía sino anular la capacidad de pensamiento crítico, homogeneizar sus perspectivas y prepararlos a pensar no como nación sino como súbditos de un aparato político. En lugar de individuos capaces de imaginar y construir alternativas al régimen, surgieron generaciones condicionadas a aceptar un orden político inmutable.

Las consecuencias de todo esto incluyeron una población políticamente desarticulada y estructuralmente dependiente del Estado, un ideal de colectividad nacional transmutado en maquinaria ideológica de conformidad. Esto explica, en gran parte, lo que es Cuba hoy: una sociedad fragmentada, donde los individuos se ven forzados a centrarse en la supervivencia diaria, en lugar de en la transformación nacional colectiva. Mientras tanto, las elites políticas saquean el país con total impunidad, a la vez que posponen indefinidamente el progreso de la nación cubana.

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