Bach era un pionero de la RDA

Naufragios

En ese buque pirata que fue y es el Instituto Cubano del Libro, lo que no había se robaba

La biografía 'El niño Bach', con acuarelas de la "geografía impronunciable" de Alemania, fue publicada por Gente Nueva en 1971
La biografía 'El niño Bach', con acuarelas de la "geografía impronunciable" de Alemania, fue publicada por Gente Nueva en 1971 / Colecciones Cubanas
Xavier Carbonell

08 de septiembre 2024 - 15:48

Salamanca/Nunca pude entender la lotería cubana ni los vericuetos de la charada. Saber que el 4 es gato, 33 tiñosa y 88 espejuelos solo me ha servido para escribir, nunca para apostar. Mi abuela y mi bisabuela, que dominaban esa cábala, jugaban todos los días con un sentido de rivalidad que solo pueden sostener suegra y nuera. Colocaban sus cartones –trípticos remendados con precinta, azules, rojos, verdes– y arrojaban sobre ellos granos de frijol colorado. Las fichas, redondas y barnizadas, se perdieron luego bajo los escaparates. Recuerdo a las viejas gritando la que para mí fue entonces una palabra mágica, capaz de hacer temblar la casa: ¡Ambos!, que en sus bocas sonaba ambo.

Desde mi esquina, yo leía a pesar del ruido. Ellas maniobraban, acariciaban o golpeaban sus cartulinas; yo hojeaba mis librotes. Rendíamos culto al papel, nuestra diversión –durante esas tediosas tardes en un pueblo de Las Villas– dependía del papel. Mis abuelas pronunciaban la palabra lotería con no poco deleite. El comunismo había barrido con las apuestas que ambas practicaron como posesas en su juventud, y ahora, penitentes, recurrían al inocente frijolito, a la pesetica, al tablerito, al pecado con diminutivos. El marido de una estaba muerto; la otra estaba divorciada y no se había vuelto a casar. La lotería –palabra chispeante, píldora dorada– era también su analgésico.

¿Qué leía yo mientras las viejas retrocedían en el tiempo? Libros rusos, libros cubanos rusificados, o rusos aplatanados

¿Qué leía yo mientras las viejas retrocedían en el tiempo? Libros rusos, libros cubanos rusificados, o rusos aplatanados, cosas de Gente Nueva o directamente de Mir. Leía con la pañoleta puesta, la camisa por fuera –flaco en acto, ya era un gordo en potencia– y los espejuelos empañados. (Siempre he tenido espejuelos, siempre han estado empañados.) Ya he dicho alguna vez que mi biblia en aquel momento –además de la Biblia, ilustrada con grabados extrañísimos, uno de ellos con Salomón frente a un ídolo prieto, de ébano; las egipcias bañándose en cueros junto al bebé Moisés; y unos acaramelados David y Jonatán– era Salgo al cosmos, el relato de lo que los soviéticos promovieron como la primera caminata espacial.

Si Salgo al cosmos era la Torá, mi Corán era El niño Bach, un refrito de alguna biografía de Johan Sebastian con acuarelas de la exótica aldea de Eisenach, del no menos exótico Ohrdruf y de lo más exótico de todo, Weimar. Aquella geografía impronunciable me importaba menos que las vicisitudes del niño Bach, que para mí era solo un niño pobre que pasaba trabajo y comía pan duro –¿se podía ser más cubano?– y no Bach Bach.

La odisea espacial de Leónov y las ganas del músico de vencer la mediocridad de su entorno eran dos caras de la misma ética

La odisea espacial de Leónov y las ganas del músico de vencer la mediocridad de su entorno eran dos caras de la misma ética, al menos para mí. Despojado de toda ideología –aunque Alexéi Arjípovich se hacía fotografiar con su uniforme donde no cabía una medalla más– me bebía una y otra vez las palabras y dibujos. Me gustaba que Bach se escabullera de noche a copiar el libro de música que su hermano le impedía leer. Me gustaba que, cuando lo descubrían, ya fuera tarde porque la música estaba en su cabeza y ahí sí no hay prohibición que valga. Siempre han ido conmigo esas historias, como la desesperación de Leónov cuando no logró localizar el río de su infancia desde el cosmos.

Comprado quizás por mis abuelos estaba también en el librero, ya deshojado, Armas raras y curiosas, de Armando Ramos. ¿Quién no aprendió a construir una cerbatana con sus instrucciones (cerbatana, por siempre nombre en clave de la cerveza)? ¿Quién no vació la tripa de un libro para esconder pequeños tesoros con el mismo método que el de la biblia-pistola? Con Ramos aprendimos lo que era un cuchillo tribal kukri, con el que Harker le corta el cuello a Drácula, o el proceso para forjar una katana. Luego venía el Kaláshnikov –sí, había un capítulo especial para las armas soviéticas–, el Smith & Wesson y el Colt, “el rey de los revólveres”. Era un libro para hacer entrañable la violencia.

A mi alrededor ya no había soviets o el soviet era yo, pionerito anacrónico junto a dos viejas que jugaban a la lotería

Uno revisa ahora las listas editoriales y no estaban nada mal. En ese buque pirata que fue y es el Instituto del Libro, lo que no había se robaba. La gallinita pinta era rusa, El becerro de paja era ucraniano, El niño Bach era alemán –pionerito en la RDA, claro–, Dongdong era chino y Mashenka no sabía lo que era Netflix. Pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que los libros que leía no eran para mí, sino para mis padres. A mi alrededor ya no había soviets o el soviet era yo, pionerito anacrónico junto a dos viejas que jugaban a la lotería. Toda una estampa, toda una metáfora. El tiempo pasaba en aquellas tardes como los muñequitos de la familia Telerín (el dedo sobre la esquina de la página, animado rústico).  

Pero no hay que llorar, queridos amiguitos. Nuestros héroes –el niño y las dos viejas– se levantan ahora, abandonan los juegos, pican el pan negro de Lüneburg y lanzan al aire tubos cosmonáuticos de borsch. Al niño apenas le da tiempo a cerrar su libro y escuchar feliz –todavía no conoce la ironía– las últimas palabras: “En aquel momento Johan Sebastian se dio cuenta. Ya no era un niño. Acababa de iniciar su carrera como adulto, como profesional. Sintió algo de tristeza, o más bien de nostalgia, pero solo momentáneamente. El porvenir era una promesa espléndida”.

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