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Barcos sobre un mar de fuego

Con Inglaterra entró la esclavitud a gran escala, indispensable para convertir a Cuba en otra 'sugar island'

Fue una pelea más justa que lo que cuentan los libros de historia: los isleños conocían su terreno y estaban acostumbrados al clima. (Dominique Serres, 1762)
Xavier Carbonell

31 de julio 2022 - 14:36

Salamanca/En un par de semanas se cumplirán 260 años de la rendición de La Habana a los británicos. Una escuadra formidable, armada hasta los dientes, se plantó durante tres meses frente a la ciudad y la cañoneó sin tregua por mar y tierra. El 13 de agosto de 1762 se firmó la capitulación y la infantería enemiga, con sus casacas rojas, ocupó la villa.

Durante once meses, el gobernador de La Habana fue un marino inglés, regordete y aburrido, a quien la guerra reportó mucho dinero. Al cabo de ese tiempo, tras mucho saqueo, fiestas, tabaco, borracheras y comercio de esclavos, los súbditos de Su Majestad volvieron a Portsmouth, Liverpool y demás cloacas portuarias.

Una gran batalla –la conquista de La Habana– marcó nuestra entrada en la historia moderna. Y una pavorosa derrota, la de los navíos españoles hundidos a cañonazos en Santiago de Cuba, nos trajo un nuevo siglo.

Nadie relata que, durante la ocupación inglesa, se celebró el primer rito protestante y la primera tenida masónica en la Isla, ambas en el convento de San Francisco

Los gobiernos de la Isla, tradicionalmente, le han tenido poca simpatía a estas dos fechas. Es más, como son puntos de giro para el relato de Cuba, sobre 1762 y 1898 pesan mitos y mentiras, historias mal narradas y héroes disimulados, viejos corsarios que olvidamos y capitanes que nos convino sepultar.

De la toma de La Habana por los ingleses nos contaron poco y mal: que los españoles fueron cobardes y rindieron la ciudad; que los ingleses, en once meses, despertaron del letargo a la economía insular; que los criollos –liderados por el sempiterno Pepe Antonio– usaron por primera vez el machete, prefigurando a los mambises; y que al final, desgraciadamente, los británicos permutaron la ciudad por un buen mordisco de Florida.

Nadie relata que, durante la ocupación inglesa, se celebró el primer rito protestante y la primera tenida masónica en la Isla, ambas en el convento de San Francisco. No hubo exorcismos ni agua bendita que convencieran a los frailes de regresar a sus celdas: el mejor templo de La Habana –reconvertido hoy en sala de conciertos– había sido profanado por los perros herejes.

Cuesta imaginar a los británicos pelando un aguacate, desmayándose por el sol, atemorizados por la velocidad de las calesas o enamorando a las Cecilias de aquel tiempo, mulatas hábiles y socarronas que se escondían, rumbo a Londres, en los barriles y sacos del navío.

Nada se dice de Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, el obispo cerrero que le amargó el turismo a los "mameyes" y acabó desterrado. Fue el mismo que, de joven, desempolvó y transcribió nuestro Espejo de paciencia.

Todo cuanto se escribió después, las nuevas historias, los chismes, los papeles periódicos, el progreso y la industria naval, estuvo encaminado a lograr ese futuro de esplendor criollo

Con sables y pólvora, sin acordarse de su bandera, peninsulares y habanenses –entonces se decía así– le dieron poco gusto a los marinos de Su Majestad británica. El Morro, única gran fortaleza de entonces, era comandado por Luis de Velasco, un marino cántabro que murió de un cañonazo y que nadie en La Habana conoce.

Fue una pelea más justa que lo que cuentan los libros de historia: los isleños conocían su terreno y estaban acostumbrados al clima. La artillería de La Habana hizo navegar a los británicos sobre un mar de fuego.

Se entregó la ciudad cuando ya no quedaba otra opción, y los criollos –resentidos por la derrota y con amigos en la Corte– lograron la condena perpetua para la junta militar, no exenta de errores, que resistió el asedio.

Con Inglaterra entró la esclavitud a gran escala, indispensable para convertir a Cuba en otra sugar island. Los futuros "hombres del azúcar" –como después los llamó Manuel Moreno Fraginals– vieron, por un instante, toda la riqueza sangrienta del próximo siglo. Todo cuanto se escribió después, las nuevas historias, los chismes, los papeles periódicos, el progreso y la industria naval, estuvo encaminado a lograr ese futuro de esplendor criollo.

La historia de Cuba, nos guste o no, se fue tejiendo sobre esa complicidad. La herencia pasó de los terratenientes a los dueños de ingenios, de ellos a la aristocracia mambisa y republicana, y luego –sin saber ya para qué servían los mitos– fueron a dar a la memoria trastornada de Castro. El caudillo, nacido también un 13 de agosto, manejó el largo relato nacional a su antojo y lo mandó a escribir. Y a olvidar.

Todas las naciones maquillan el relato fundador, para amortiguar las mentiras del presente. En nuestro caso, la costumbre es vieja, pero aún nos queda un documento limpio y hermoso, al que siempre acudo como rescate en el naufragio.

En doce láminas, medio escondidas en el Museo Nacional de Bellas Artes, un soldado británico y un pintor francés dibujaron, en 1762, la ruta de su escuadra en el Caribe, sus maniobras de combate, los aparejos inmensos de las naves y la silueta de una ciudad joven, que sobrevivió, entonces y ahora, a los cañonazos que la han querido borrar.

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