Bibliotecas asesinas, siderales y de tocador
Naufragios
El lector quiere que su colección de libros sea una entidad misteriosa, un dios doméstico o un monstruo cósmico
Salamanca/Tener un librero al lado del retrete es un síntoma de buen gusto. Significa que la biblioteca le ganó a la cordura, el placer se impuso a la moral y el interesado –la luz de la mañana cae sobre la página, las ideas fluyen sin dificultad– es un discípulo de Joyce. El lector de inodoro es el único que sigue la recomendación de los monjes del desierto: “Anda, vete a tu celda y siéntate. La celda te lo enseñará todo”.
Por desgracia, carezco –y no por falta de voluntad– de un dispositivo como ese. Vi uno en Finca Vigía y doy fe de que es lo único que parece haber pertenecido a Hemingway en ese lugar. Embalsamada por los ministros y las viudas, la casa cubana del escritor es de todo menos una casa. De ahí que el librero escatológico, no exento de salpicaduras y carátulas que nadie tocaría sin escalofríos, me parezca humano y no alienígena, como las cabezas de antílope, los afiches taurinos y las máquinas de escribir. Lo otro que salvaría es el cementerio de los perros, donde todo hemingwayano verdadero guarda un minuto de silencio por Black, Negrita, Linda y Nerón.
Queremos que la biblioteca esté viva, que sea una entidad misteriosa, un dios doméstico. Queremos un monstruo cósmico que nos produzca alucinaciones y nos devuelva los más dulces fantasmas que guardamos en la memoria. Una biblioteca agresiva, invasiva –cuarto de baño incluido–, que acabe subyugándonos como el planeta Solaris al cosmonauta Kelvin. Una sustancia que tome la forma que deseamos, que nos transporte a otra galaxia, “un mar-cerebro protoplasmático” –diría Stanisław Lem– capaz de sostener “un monólogo interminable y complejo que se desarrolle eternamente sobre el abismo y que supere con creces nuestra capacidad de comprensión”.
Despedazar o perder una biblioteca significa matar a la criatura que acompaña no solo al escritor sino al lector
Despedazar o perder una biblioteca significa matar a la criatura que acompaña no solo al escritor sino al lector, sideral o de retrete. Sin biblioteca no hay coordenadas de partida, no hay con quién conversar para luego escribir. Cuando la casa de Lezama, en Trocadero 162, fue inundada por el enésimo huracán que ha pasado por La Habana, sufrí por cada uno de los volúmenes, papeles y cuadros del escritor. Poco después, las autoridades –a quienes yo imaginaba con las escafandras de goma amarilla y detectores de metal– anunciaron que ejecutarían un “proceso de desalinización y secado” del mundo perdido. No les creí y di por muertos a sus libros más extraños, sobre los que pensaba escribir: la antología sobre hipnosis de Mesmer, la Historia de la magia de Constant o su viejo misal cum cantu gregoriano.
A menudo, de los tesoros que uno acumula queda muy poco. Cuando lo encarcelaron en el Morro, Reinaldo Arenas le pidió a Juan Abreu un ejemplar de la Ilíada. Dormía abrazado al libro –igual que Alejandro Magno– para que los presos no se lo robaran. (No es que los presos fueran ávidos lectores, sino que las páginas de Homero hacían un excelente papel para liar cigarros y limpiar la zona tórrida.) Cuando salió de la prisión, se le apareció Norberto Fuentes en calidad de diablo tentador –el infierno era Villa Marista– para ofrecerle frutos prohibidos: novelas de Cabrera Infante y otros. Arenas, cuaresmal como San Antonio, rechazó aquellos manjares tramposos y se atuvo al recuerdo de sus griegos.
No es que los presos fueran ávidos lectores, sino que las páginas de Homero hacían un excelente papel para liar cigarros
Cabrera Infante abandonó La Habana con una novela de Raymond Chandler en la maleta. Al cabo de los años, descubrió que toda su biblioteca había sido robada y vendida, y que su ejemplar de Canción de gesta firmado por Neruda estaba a punto de ser subastado en Boston. Enseguida llamó a Javier Marías –detective de libros– para que se hiciera el sueco e investigara, sin mencionar su nombre, cómo había ido a parar el libro a Estados Unidos. Costaba 2.500 dólares y Marías se lo regaló. Cabrera Infante no quiso aceptarlo y se lo dedicó, a su vez, para convertir lo ilegal en legal. El librero lo había adquirido en un puesto callejero de La Habana.
Al último baile con la soprano calva –la muerte, según Caín– no puede llevarse uno ningún libro. (Autorretrato breve de Sarduy: “En esa paz doméstica espera la muerte. Con su biblioteca en orden”.) Una de mis profesoras, despierta y escurridiza como un pigmeo, decía que los libros de Fernando Ortiz, llenos de anotaciones y fichas y tesoros insospechados para el investigador, estaban al alcance de cualquier ladrón. La colección era tan suculenta que ella misma había metido la mano en la estantería para sustraer algún diccionario, algún folleto. Confiaba en la clemencia, desde el más allá, de don Fernando.
Empecé con el librero-inodoro, pero acabaré en la única biblioteca asesina que conozco
Empecé con el librero-inodoro, pero acabaré en la única biblioteca asesina que conozco. En la última planta de una torre en la Universidad Central está la colección de Francisco de Paula Coronado. Coronado, viejo patriota y amigo de Martí, fue director de la Biblioteca Nacional. Con una mano pagaba los libros públicos y con la otra los privados. A la manera borgeana, se quedó ciego y el organismo que había creado, su Solaris íntimo, lo fue consumiendo. Dicen que tocaba el lomo de sus libros como si fuera la piel de las mujeres. Murió en 1946 y varias universidades extranjeras quisieron comprar su biblioteca, que acabó en Las Villas gracias a un millonario.
Pude subir a esa torre maldita solo una vez y vi grabados extraordinarios, cartas de mambises e infinitas estanterías, húmedas y mal iluminadas. Pedían a gritos que alguien con escafandra amarilla realizara un proceso de desalinización y secado, aunque fuera solo para calmar al espectro de Coronado. Allí también se robó mucho. Lo que más dolió fue un incunable, creo que de 1492, que atesoraba el ciego y que hoy estará en Moscú o en Madrid o quizás en Boston. Se dice que a la mañana siguiente llegó un policía, un Colombo criollo, cuya primera pregunta a los bibliotecarios fue qué tipo de mueble era un incunable, y qué tamaño tenía.