Bienvenidos a Parque Jurásico
Los animales han tomado conciencia, como los velocirraptores o los zombis, de que Cuba es suya
Salamanca/El guajiro imaginario que denominó a su cochiquera Consejo de Ministros pecaba de solemne y orwelliano. Su mérito: convertir la desvergüenza ajena en juego de palabras. Su error: el pésimo timing. El corral acababa de renovarse ligeramente, las guayaberas sobre las capas de grasa todavía estaban limpias y el sebáceo presidente miraba a la cámara, con esa cara tan suya entre el candor y la idiotez, como si fuera a dar su primer discurso.
La fábula del guajiro lúcido circuló después de abril de 2023 y acababa con una venganza de los ofendidos ministros, a través de guayabitos de placa y pistola. Su ingenio fue veloz, acrobático, pero el chiquero ministerial corrió más rápido. En pocos meses, y no en la ficción sino en la más espesa realidad, esas caras rollizas que apenas caben en la Mesa Redonda –Castro la pensó como una mesita de té y muñecas, sus sucesores la promovieron a tabla vikinga– han hecho del país un auténtico zoológico.
It's a Jungle out There, cantaba Randy Newman en el tema de Monk, el detective neurótico. No es que Cuba no lleve seis décadas y media avanzando hacia la animalidad, como si la historia reciente del país se pudiera explicar con el esquema inverso de la evolución, pero la novedad hay que aplaudirla. La idea es –nunca mejor dicho– revolucionaria: el hombre nuevo como eslabón perdido. Alumnos deficientes de Darwin, los que mandan en el país han creado las condiciones subjetivas y objetivas, en la ciudad y en el campo, en la calle y en la casa, para la fundación de Parque Jurásico.
Más hijas de Cervantes que de Esopo, un par de auras tiñosas se disputan con un perro unas tripas recién encontradas
Por eso, fiel a la justicia poética y para complacer a los ecologistas, voy a deshumanizar por hoy esta columna. La cámara deja atrás el Capitolio, la Plaza de la Revolución, el Palacio y enfoca un humilde basurero de la ciudad. Más hijas de Cervantes que de Esopo, un par de auras tiñosas se disputan con un perro unas tripas recién encontradas. No diré que me gustan las tiñosas porque sería faltar a la verdad. Pero desde niño –las veía practicar ese extraño tai chi que consiste en estirar las alas en cruz– me han parecido aves dignas de lástima. Además de ser feas, llevan siglos arrastrando toda clase de prejuicios, tanto ilógicos como mitológicos. El perro, habituado a la vida dura, ladra y se defiende como puede. Queremos que gane el perro.
Tras bambalinas, ratas en excelente estado de salud contemplan la escena. El vertedero es su reino y el Consejo de Ministros lleva semanas trabajando en pro de su imperio, más duradero que el fuego y los brebajes de los musófobos. Las ratas cubanas están viviendo su Renacimiento, su pax romana, su segunda oportunidad sobre la tierra. Otro tanto pueden decir los guayabitos –ratas en miniatura y mi verdadero talón de Aquiles–, las cucarachas y los gusanos.
Los animales han tomado conciencia, como los velocirraptores o los zombis, de que el mundo es suyo. Y nos ganarán. He aquí, no lejos del basurero reconvertido en Fight Club, a una paloma que acaba de tomar por la fuerza un apartamento. Si no me opongo a las pobres auras, imaginen la simpatía que tengo por las palomas, pese a que muchos amigos las consideren la fuerza aérea de las alimañas, ratas de altura. Fingiendo no comprender los alaridos de los dueños de la casa, ignorando la exhibición de escobas y periódicos como hacía la Inquisición con sus instrumentos, la paloma permanece inmóvil sobre un aparador. Pero donde los hombres fallan, el animal actúa: con los músculos tensos, en las sombras, una gata se prepara para defender su territorio.
Pero donde los hombres fallan, el animal actúa: con los músculos tensos, en las sombras, una gata se prepara para defender su territorio
Los gatos –dejé dos en Cuba– son criaturas francamente superiores, no hay que insistir en esta noble y milenaria verdad. Sin embargo, un pro-humano no piensa lo mismo. Transcribo su opinión, encontrada en un periódico del régimen: "Un gato muengo, blanco, fuerte, se apareció en mi casa. Al principio hasta le echaba comida, pero no podía dejar nada a su alcance porque desaparecía. Una madrugada sentí un ruido. Había entrado por una persiana y con su patica abrió el refrigerador (puerta imantada), se comió lo que encontró y hasta la leche. Ese día le di pasaje de regreso y perdí la confianza en los gatos callejeros".
Cabrera Infante decía –no sé dónde, pero lo decía– que los perros de Gibara tenían tanta hambre y estaban tan débiles que para ladrar tenían que apoyarse en la pared. Una postura educada ante los tiempos que corren es interiorizar que, en Cuba, el hambre nos hermana –o alía, si alguien tiene escrúpulos– con los perros y gatos, las palomas, las auras tiñosas y, a mi pesar, con las alimañas de nuestros barrios. El verdadero enemigo, a quien hay que mostrar los instrumentos, es el marrano orwelliano, el puerco fotogénico, el guayabito policial, el octópodo corporativo y los distintos órdenes de dinosaurios verde olivo, escamosos y por fortuna en peligro de inminente extinción.
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