En busca del grial
Un viaje casi sagrado por la sierra ecuatoriana, el norte de la India, el oriente cubano y el levante español
Salamanca/Voy a 300 kilómetros por hora de Madrid a Valencia. Voy en busca del grial. El paisaje cambia después de Cuenca, es más verde, lleno de bosques en miniatura que veo desde la ventana del tren. La velocidad, la manera en que esta serpiente metálica rompe el tiempo y los campos españoles, es totalmente irreal. No parece que llego a la ciudad, parece que aterrizo. Desayuno, el alma me vuelve al cuerpo, salgo a caminar.
La catedral es fea y desordenada, pienso, mientras hago cola para entrar al edificio. Estoy rodeado de turistas. Desconfío. ¿Cómo va a estar aquí el grial, un objeto aficionado a desaparecerse del mapa ante las miradas indiscretas? El Vaticano me estafó, concluyo. Los libros me engañaron. No será la primera vez. En efecto, dentro de la capilla del grial –el nombre oficial, para desalentar a los fantasiosos como yo, es Santo Cáliz– bullen las voces de decenas de curiosos.
El grial no es, como pensaba Indiana Jones, la copa de un carpintero. Es un bonito vaso ceremonial de calcedonia, usado durante los ritos pascuales, que los folletos presentan como el recipiente que Cristo usó en la Última Cena. Otras leyendas afirman que fue una gema que cayó de la corona del Diablo cuando fue expulsado del cielo. Desde niño colecciono estos relatos. Los garabateaba en un viejo diario como el de Sean Connery en The Last Crusade (“¡La búsqueda del grial no es arqueología, es una carrera contra el mal! ¡Si lo capturan los nazis, los ejércitos de la oscuridad marcharan sobre la faz de la tierra!”)
El grial no es, como pensaba Indiana Jones, la copa de un carpintero sino un bonito vaso ceremonial
Al fin veo la copita. Apenas se distingue tras un grueso cristal y los turistas no dan tregua con sus cámaras y su fanfarria. Mi encabronamiento alcanza dimensiones artúricas, cruzádicas, saladínicas. Ni siquiera, como tenía previsto, dibujo el grial. Sobre mí se cierne un fresco del gigantón San Cristóbal, patrono de La Habana. ¿Es un recordatorio de que nunca, ni la más céltica de mis ficciones, lograré librarme del ruido? He estado en muchos lugares sagrados, incluso para el ateo, y este no es uno de ellos. Lo sagrado siempre es silencioso, raro e íntimo.
Sagrado era estar a miles de metros sobre el nivel del mar y distinguir, entre la niebla, los volcanes que rodean Quito: el Cotopaxi, el Cayambe, el Chimborazo, el Antisana, el Pasochoa. Recuerdo haberme perdido, entre la falta de aliento y el mal de montaña. Recuerdo el silencio y el frío anestésico.
Otras montañas, las que rodean al Cobre, también irradian una tranquilidad inhumana. Pero si tuviera que elegir un lugar santo en Santiago no sería ni siquiera la capilla de la Virgen de la Caridad –como un autómata, la imagen está sobre un mecanismo giratorio que la pone de cara al templo grande o a la capilla alta– sino el convento de las monjas de Teresa de Calcuta, junto al antiguo seminario. Las religiosas indias se sientan frente a un altar sencillo, a veces en loto, otras sobre un pequeño banco.
En la India está la prueba de que un lugar puede conservar la sacralidad siendo multitudinario
En la India, por cierto, está la prueba de que un lugar puede conservar la sacralidad siendo multitudinario. No lejos de donde el Buda histórico encontró la iluminación, un rey sanguinario –Asoka, el Constantino del budismo– depuso las armas y levantó una pagoda en la colina Dahuli. No olvidaré la escalinata, los tambores llamando a la plegaria, la marca de aceite que un monje puso sobre mis cejas, al entregarme unos granos de azúcar.
Cuando acabé mi servicio militar, durante un viaje a La Habana, recalé por casualidad en la pequeña catedral ortodoxa griega. Con el tiempo me aficioné a la cultura bizantina, pero aquel momento iniciático –encender una delgada velita y depositarla en una caja de arena–, entre los iconos dorados, parece haber ocurrido ayer. Fue hace más de diez años.
Me gustan las iglesias pequeñas y casi en ruinas. No admiro tanto la catedral de Salamanca como la capilla circular de San Marcos, en una de las antiguas puertas de la ciudad, donde la Semana Santa es un viaje a la Edad Media. Me gustan más las rústicas imágenes del románico que todo el renacimiento. Las sinagogas y mezquitas, mientras más sencillas y silenciosas –las de La Habana son un bonito ejemplo–, mejor. En Valencia, por ejemplo, el lugar donde vibraba más lo sagrado no fue en la falsa capilla del grial, sino en la iglesita de San Juan del Hospital, ubicada en una calle de nombre pintoresco: Trinquete de los Caballeros.
Por fin el Mediterráneo. Valencia es paella y es Mediterráneo. Paella, mar y santo grial, recito
Por fin el Mediterráneo. Valencia es paella y es Mediterráneo. Paella, mar y santo grial, recito. El mar es tibio y el oleaje potente. Naufrago en uno de los restaurantes de la Malvarrosa y pido un arroz meloso de bogavante. Me lo traen en un enorme caldero negro, una especie de paellera superlativa, quemada por el uso, donde el bicho flota sobre el caldo y los granos. No lo puedo creer. Este caldero negro y druídico, inconfundible para el friki de la mitología, ¡es el verdadero grial!
Exultante, me fumo un puro mientras saboreo el descubrimiento. Tantas cruzadas, tantas búsquedas durante dos mil años, tantas teorías de la conspiración, y lo único que había que hacer era pedir el arroz meloso de bogavante. Tomen y coman, dijo el Señor. Yo soy bueno y como bueno, dijo Martí.
A lo lejos, sobre la arena nocturna, marchan varias personas con detectores de metal. Buscan su propio grial, moneditas enterradas durante el día. No se miran, van en silencio, fuman. Los miro desde el Mediterráneo, en el que me he sumergido de noche. La espuma blanca y el agua oscura. Silencio. Así debe de ser la muerte, me digo y espanto el pensamiento. Salgo del agua por pura superstición. No soy Corto Maltés ni Indiana Jones, digo. No tengo por qué morir en el mar. Me persigno, rezo a Buda, vuelvo a prender el tabaco. Me río. Solavaya.