En Camagüey hay un cura que sirve para cardenal

María Victoria Olavarrieta

02 de abril 2015 - 11:33

La preocupación de los cubanos por quién será el próximo cardenal cuando monseñor Jaime se retire, es muy válida. En la reconstrucción moral que nos espera, la iglesia, madre y maestra, jugará un papel fundamental.

El mejor ejemplo de cuanto bien puede hacer un sacerdote lo tenemos en el querido papa Francisco. Yo tuve la suerte de nacer en Cuba, en una familia católica, de conocer a la iglesia cubana desde dentro, de sufrir por sus errores y después de un "paseíto por el mundo libre" postrarme en agradecimiento profundo ante esa iglesia pobre, perseguida, casi estrangulada, que me enseñó a amar a Jesús.

"Un cubano es capaz de hacer cualquier cosa por otro cubano, excepto aplaudirle", escuché al llegar a Miami.

Este exilio obligado me enseñó a aplaudir a las capillitas de los pueblos de campo en Cuba, donde por la carencia de sacerdotes que tenemos, solo se puede celebrar misa los domingos. En Gaspar, el pequeño pueblecito donde viví mis primeros 20 años, íbamos a la iglesia unas diez o 15 personas y con solo 14 años de edad tuve que empezar a dar catecismo porque no había nadie más para hacerlo. Mis primeros alumnos fueron mi hermana, mi primo y mi vecinita.

Yo adoraba las campanadas del domingo anunciando que ya el padre había llegado. Me hacían soñar con una iglesia sin murciélagos ni goteras

A veces nos sentíamos tan solos y tan alejados del resto de la iglesia. Un día el Padre habló de un encuentro de adolescentes que habría en Camagüey, la capital de la provincia. Toda mi vida le estaré agradecida al padre Sarduy, de la parroquia de La Merced. Allí, los cuatro guajiritos de Gaspar nos sentimos parte, descubrimos que había mucho más jóvenes católicos con nuestras mismas inquietudes... la incomunicación de aquellos tiempos te aislaba de una manera que llegué a sentirme excluida del mundo, de la vida.

Uno de esos días diluidos en "la nada cotidiana" (cuando aquello no teníamos ni biblioteca, ni cine en Gaspar) llegó a la capilla el padre Juanito. "Ese cura cree en Dios", sentenció mi abuelo, en su más puro acento castizo y con ese sentido del humor único de los españoles.

Los murciélagos se habían adueñado del falso techo de la capilla y cuando abrías la puerta, el hedor te cortaba la respiración. Lo primero era barrer todo aquel excremento y ponerse a tirar agua, había que traerla a cubos desde las casas vecinas.

El padre Juan propuso reparar los bancos, la mayoría llenos de comején. Hizo un mejunje con tinta rápida y algo más y pintó el altar que estaba ya muy descolorido. No teníamos ni clavos y fue una tarea titánica conseguir un poco de pintura para darle unos brochazos a unas paredes que nunca más se habían vuelto a pintar desde que se construyó la iglesia.

Era Semana Santa y él propuso salir por las calles, tocar de casa en casa e invitar a los vecinos a celebrar con nosotros. "Este cura está loco", "Este no se ha enterado que está en Gaspar". Mi tía se encargó de ponerlo al día de como eran las cosas en "Macondo".

Allí, era frecuente que al terminar la misa, cuando el padre iba a coger su carrito para regresar, "unos jóvenes traviesos" hubieran cortado las gomas. En Cuba las gomas se usan hasta que las ranuras desaparecen, y no puedo explicar como no hay más accidentes por gomas reventadas.

Poco a poco se supo quiénes habían robado nuestra campana, usando la grúa que solo pueden tener en Cuba los del Gobierno

Recuerdo la piedra que lanzó otro "travieso" mientras celebrábamos misa. Una ancianita la recibió en su frente.

Yo adoraba las campanadas del domingo anunciando que ya el padre había llegado. Me conectaban con los templos europeos que había visto en algunas películas y me hacían soñar con una iglesia sin murciélagos ni goteras.

¡Qué miedo sentí una tarde, cuando fuimos a limpiar la iglesia y nos encontramos que se habían robado el crucifijo y defecado muy cerca de la imagen de Nuestra Señora del Carmen, patrona de Gaspar! De niña, cuando me tocaba limpiar la imagen, compraba un paquete de algodón para limpiarla, ningún paño me parecía lo suficientemente pulcro para quitarle el polvo.

Nos cambiaron de sacerdote y el que vino quiso poner una imagen nueva. Decidieron rifar la antigua. Me daba un dolor que sustituyeran aquella imagen delante de la cual había orado tantas veces. No quería entrar en la rifa. El Padre preparó papelitos dentro de una cesta, cada feligrés fue tomando uno. Yo me quedé alejada. "Mary, por favor, toma el último, es el que queda, éste es el tuyo". La Virgen se fue conmigo a casa.

Un día amanecimos sin campana. Si allí no había ni sogas, ¿cómo habían podido desmontar aquella campana tan pesada y robarla?

A los pocos días, a una hora inusual, se escucharon las campanadas... provenían de la Unidad Militar, que estaba frente al paseo, en el centro del pueblo, en la misma calle de la Iglesia; estaban llamando a sus miembros a la reunión semanal. "Pueblo chiquito, infierno grande". Poco a poco se supo quiénes habían robado nuestra campana, usando la grúa que solo pueden tener en Cuba los del Gobierno.

Tuvimos que tragarnos la indignación (en mi familia casi todo el mundo padece de colitis) y el pueblo se encargó después de contar esta historia de puerta en puerta. "La campana la robaron tres hombres, uno se quedó sordo, el otro ciego y el tercero, medio borracho, cayó dormido sobre los rieles del ferrocarril y perdió una pierna".

Mi tía hablaba sin respirar, ¡qué rabia, qué impotencia! no creo que el padre Juan hubiese podido decir algo de haber querido, pero su gesto, su mirada, están muy vivos en mi recuerdo. Han pasado 37 años y todavía recuerdo la expresión de sus ojos. Él no dijo una palabra, pero yo entendí lo que había que hacer en una iglesia a la que le han robado su campana.

Mi exilio obligado me enseñó a aplaudir a las capillitas de los pueblos de campo en Cuba, donde por la carencia de sacerdotes, solo se puede celebrar misa los domingos

Ayer, leyendo al psicólogo Archibald Hart encontré lo que vi en los ojos del actual arzobispo de Camagüey aquella cálida tarde: "El perdón es la rendición de mi derecho a herirte por haberme tú lastimado a mí".

Esa Semana Santa que el padre Juan compartió con mi pequeña comunidad me marcó para toda la vida. Recuerdo cuando nos hablaba de la disponibilidad. Logró infundirnos valor, superar la vergüenza y salir a tocar puertas para invitar a la gente a misa. "No va a venir nadie", decían algunos. Nos enseñó cantos nuevos: "Alegre la mañana que nos habla de ti, alegre, la mañana..." Cuando predicaba, con esa voz potente y clara, perfecta dicción, no sentíamos ni a los mosquitos. En ese tiempo fue cuando más me "tentó" la idea de ser monja.

Llegó el Jueves Santo y empezó a llegar gente a la iglesia, no alcanzaron los cantorales. "¿Pero esa vieja es comunista, que hace aquí? ¿Y tú creías en Dios? ¿Por qué no habías venido nunca antes? Vienen porque es un cura nuevo, ya verás como después no vienen más".

Llegó el Sábado de Gloria, después de la misa de resurrección, él regresaría a Morón, donde estaba destinado en aquella época. Yo no quería volver a la rutina, ¿por qué no se quedaba con nosotros? Sentí una tristeza tal que me puse a rezar y con toda la audacia de una adolescente hice un trato con el Señor, sin esperar su consentimiento: "Ok, Señor, llévatelo, pero que llegue a ser obispo".

Mi tía quería conseguir algo para hacer un pequeño brindis después de la misa; su vecina, La Pupi, ofreció el pastel de cumpleaños de su hija. La casa de mi familia estaba justo frente al cuartel del pueblo, así que siempre estuvimos muy bien "protegidos", cuando ya teníamos el pastel listo para ser llevado para la iglesia, llegaron dos militares a la casa y nos dijeron: "Cuidadito con trasladar el pastel para la iglesia".

Me han contado que cuando el padre Juan viene a Miami, se va cargado de cubitos de sopa de pollo para las caldosas que ofrece la iglesia a los necesitados. Cuando estuvo de sacerdote en el pueblo de Florida, provincia Camagüey, muchos ancianos pudieron tomar, al menos, una comida caliente al día. En uno de sus viajes, regresó a Cuba con más de doscientos panties para que las señoras con cáncer pudieran asistir a sus tratamientos en el hospital oncológico, debidamente cubiertas.

No me sorprendería, viendo lo libre que es este papa que Dios nos ha regalado, que permita que seamos los feligreses los que elijamos a nuestro próximo cardenal y viniendo del papa esta dispensa, seguro los cubanos del exilio también vamos a poder votar.

Si en una semana en mi pueblo, siendo todavía un curita joven, el padre Juan pudo acabar con los murciélagos, reparar casi todo lo que estaba roto, llenar la iglesia, y con una sola mirada enseñarnos a perdonar a los ladrones de la campana, cuanto más podría hacer como cardenal de un pueblo al que en cualquier momento se le puede morir la esperanza.

Profesora de Español y Literatura.

Nota de la Redacción: este texto ha sido publicado previamente en El Nuevo Herald. Lo reproducimos a petición de la autora.

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