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Los cocineros de Fidel Castro: en la miseria o la opulencia, ambos adulan al dictador

Flores y Erasmo Hernández, los chefs cubanos incluidos por Witold Szablowski en 'Cómo alimentar a un dictador'

Erasmo Hernández, excocinero de Fidel Castro y dueño de la 'paladar' Mama Inés. (Tripadvisor)
Rosa Pascual

18 de septiembre 2021 - 13:46

Madrid/"Al comandante lo quiero como si fuera mi padre, como si fuera mi hermano; si él se presentara aquí hoy y me dijera: 'Flores, necesito tu mano', me cortaría la mano y se la daría; si me dijera: 'Flores, necesito tu corazón', le entregaría el corazón...". El cocinero de Fidel Castro ha perdido el juicio. Ya no sabe contar hasta diez y vive en una casa en ruinas de La Habana. Apenas tiene muebles y mucho menos qué llevarse a la boca, salvo el tabaco. Solo sabe con seguridad dos cosas: adora a su comandante y tiene miedo. ¿De qué? No lo sabemos.

Flores es uno de los dos cocineros del expresidente cubano localizados por el periodista Witold Szablowski para su libro Cómo alimentar a un dictador, publicado por la editorial Oberon. El otro es Erasmo Hernández, dueño de la paladar de La Habana Vieja Mamá Inés y residente en un mundo a mil años luz: la Cuba de los nuevos ricos, donde se sirve (y se come) langosta cada noche. El hilo que conecta a Flores con Erasmo no es exactamente Fidel Castro, sino la devoción que sienten por él.

Ese parece el hilo (espagueti, si prefieren) que conecta la maldad en el mundo. Szablowski ha buscado a las personas que alimentaron a cinco de los más crueles dictadores del mundo contemporáneo como un explorador, sobre todo por el trabajo de pico y pala que ha supuesto convencerlos de que hablaran. Casi todos profesan un cierto fervor, en mayor o menor grado, hacia los dueños de los estómagos que llenaron. No en vano, de alguna manera suplieron el papel de sus madres.

Szablowski ha buscado a las personas que alimentaron a cinco de los más crueles dictadores del mundo contemporáneo como un explorador, sobre todo por el trabajo de pico y pala que ha supuesto convencerlos de que hablaran

Esto es literal en el caso de Enver Hoxha, dirigente de Albania durante 41 años y a cuyo metro ochenta diabético tuvo la dificultad de alimentar K, el único de los cocineros que no ha querido dar su nombre. K. vivió aterrorizado durante los años en que se vio obligado (después de que "murieran" dos de sus predecesores) a dar de comer a este hombre que ordenó el fusilamiento de unas 6.000 personas. El modesto chef tuvo la genial idea de pedir a la hermana del dictador que le enseñase a elaborar las recetas tal y como lo hacía su madre para tener feliz el estómago de Hoxha, lo que se reflejaba en su estado de ánimo. "¿Quién sabe a cuántas personas les salvé la vida de esa manera?", se pregunta.

De mantener la buena salud del jefe supremo y su familia dependía, estrictamente, la vida de estos hombres. Probablemente la anécdota más clara que se relata en el libro al respecto la aporta Otonde Odera, cocinero del temible Idi Amin, que una noche preparó un rico plato dulce del que Moses Amin, de entonces 13 años, comió hasta reventar. Alarmado por el intenso dolor de tripa del muchacho y mientras el padre enloquecía gritando que había envenenado al niño, el chef salió corriendo al hospital, donde le explicaron que era una simple indigestión de la que informó puntualmente a su jefe. "Después me enteraría de que este sostenía el teléfono con una mano y con la otra apuntaba a la cabeza de uno de los cocineros", recuerda.

Sadam Hussein, que mandaba pagar a sus cocineros el plato si no le gustaba, se volvió loco por la seguridad después de la Guerra del Golfo. En aquel entonces, cuando ya había sanciones que impedían que llegase la comida a su pueblo, se hizo construir montones de lujosos palacios en los que se hacía comida constantemente. La idea era que nadie supiera con certeza dónde estaba el dictador, por eso se fingía su presencia en distintas residencias y se tiraban toneladas de comida. Porque no se la daban a nadie. "Era la comida del presidente, destinada únicamente a él. Estaba prohibido tocarla". Su cocinero, Abu Ali, no obstante, y a sabiendas de cómo se las podía gastar el dictador iraquí, lo admira, le agradece cuanto le dio (incluida la liberación de convertirse en cocinero en un hotel de lujo y salir del estrés palaciego) y, más aún, lo considera, con diferencia, el mejor de su familia: "De toda la familia de los Al-Tikriti, la única persona buena era Sadam. Realmente no sé cómo pudo haber crecido entre ellos", espeta.

Pero debemos llegar a la cena, porque el libro está dividido en las cinco comidas del día y esta, una de las principales, es la dedicada a Castro. El comandante era, como es bien sabido, un loco de los lácteos, en particular del yogur, los quesos y los helados, de los que podía ingerir cantidades que van desde los cálculos más sensatos (seis bolas) a las hiperbólicas cuentas del senil Flores, que las sitúa en 20.

"Fidel se come una langosta, U-N-A, el resto es para compartir; él es así, siempre lo comparte todo"

¿Qué comía Castro? Sus platos favoritos eran de verduras (enloquecía por la sopa vegetal de Erasmo, al que llamaba ya en sus años de retiro para pedirle el plato), y aunque la carne le gustaba poco, si la tomaba era en condiciones: el cordero con miel o leche de coco y el lechón asado marinado en mojo criollo eran sus recetas favoritas. El pescado tampoco le iba mal: un ceviche, unas angulas o el pescado en salsa de mango, además, claro, de la langosta. "Fidel se come una langosta, U-N-A, el resto es para compartir; él es así, siempre lo comparte todo", dice Flores.

Sus cocineros coinciden en que Castro no era muy exigente con la comida: se conformaba con recetas sencillas y se hacía sus propios espaguetis, plato que aprendió a cocinar en prisión y no consentía que nadie más se lo hiciera. Porque Fidel era, esto no es nada nuevo, el hombre que todo lo sabía, dato de tal magnitud que su fiel Erasmo reconoce como "el único defecto" que tenía. "Una vez visitó a uno de sus profesores. Apenas entró en la cocina ya estaba instruyendo a la cocinera sobre cómo debía freír los plátanos. Como presidente comía a menudo en el hotel Habana Libre, el mejor de la capital. Explicaba allí a los cocineros cómo preparar el pargo rojo, el bogavante, el confit de pato...".

Castro no sale mal parado en comparación con sus compañeros de libro. Szablowski no se ha quedado con la versión de estos hombres, personajes sumamente complejos todos, llenos de claroscuros, que vieron y vivieron el horror de cerca y callaron. Por su propia vida. Y por su propio bolsillo. El periodista (que de joven fue cocinero) ha buscado en todos sus destinos mezclarse con la gente común. Y más aún: con represaliados que padecieron a estos sujetos.

"Yo adelgacé 12 kilos, de esos doce, siete en el primer año del desplome de la URSS. Fue entonces cuando mi padre decidió que no podía esperar más a lo que se inventara Fidel"

Las historias son verdaderamente espeluznantes, aunque en el caso cubano, la cara b de Castro no se ha enfrentado, como los demás, a la ejecución de un familiar, sino al dolor del exilio. Julia Jiménez, médica residente en Florida, salió de la Isla de adolescente. Su tía tiene un alojamiento privado en Matanzas y hasta allí llegó Szablowski buscando la cocina de provincias. Allí, el polaco se alimenta de las auténticas exquisiteces preparadas por Juanita. "Mi tía es de la escuela de Nitza [Villapol]", revela la doctora.

Es el hilo que lleva a relatar el Período Especial y el hambre que les llevó a dejar la Isla: "Yo adelgacé 12 kilos, de esos doce, siete en el primer año del desplome de la URSS. Fue entonces cuando mi padre decidió que no podía esperar más a lo que se inventara Fidel". Hay muchas formas de matar, pero Erasmo no recula. "A Fidel se le podía criticar por muchas cosas, pero en lo que hacía no había ningún engaño. '¿Expropió la tierra?', les preguntaba siempre. 'A su familia también la expropió' '¿Los obligó a que se fueran? No, no los obligó. Dijo que si se querían marchar allá ustedes, porque él estaba construyendo un país en el que no iban a cenar langosta todos los días. ¿Qué dices, Witold? ¿Que ahora en mi restaurante todas las noches sirvo langosta para cenar? Anda, anda, mejor quédate callado. Ven a la cocina, vamos a preparar algo más".

El libro acaba con el postre. Y ese no es otro que Pol-Pot, único del brutal poker de nuestro libro que tenía empleada a una cocinera tan fiel al Partido que más bien ocupó cargos diplomáticos. La adición de Yong Moeun al genocida camboyano es tal que su relato salpica el libro con entremeses hasta acabar con el capítulo de su historia. Su última frase hiela las entrañas: "Preguntas si yo lo amaba. Después de escuchar todo lo que te he contado respóndete a ti mismo: ¿era posible no amarlo?".

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