El conjuro

La solidez de una sociedad no está en la mentalidad de los que gobiernan sino en el grado de conciencia de los gobernados

Con el 11J se dio el primer paso del conjuro: la conciencia de que lo que se cree imposible puede convertirse en posible. (EFE)
Con el 11J se dio el primer paso del conjuro: la conciencia de que lo que se cree imposible puede convertirse en posible. (EFE)
Ariel Hidalgo

28 de enero 2023 - 12:57

Miami/Decía Václav Havel, el líder de la Revolución de Terciopelo que liberó a Checoslovaquia del comunismo, que los disidentes no rechazan la lucha armada porque sea muy radical, sino todo lo contrario, la rechazan porque es muy poco radical.

La victoria de un grupo armado puede cambiar al hombre que se sienta en la silla presidencial y a unos ministros por otros, puede dictar nuevas leyes, incluso promover una nueva Constitución (todo esto ya se ha hecho en Cuba), pero no el alma nacional. La solidez de una sociedad no está en la mentalidad de los que gobiernan, ni en los papeles donde se firman las leyes, sino en un ámbito mucho más profundo, en el grado de conciencia de los gobernados.

Se dice que la Constitución del 40 fue no sólo la más avanzada de la historia patria, sino también de todo el continente. Pero, aunque así hubiera sido, ¿de qué sirvió? Bastó que un grupo de militares se apoderara con alevosía del principal bastión del país para echarla por un caño y gobernar dictatorialmente. ¿De qué sirve la Constitución más perfecta del mundo si no echa raíces en la conciencia cívica de los ciudadanos? Su vigencia fue de solo doce años, que, para el tiempo de una nación, equivale a lo que dura un suspiro. Y, por supuesto, aquella dictadura duró mucho menos: apenas siete años.

Se dice que la Constitución del 40 fue no sólo la más avanzada de la historia patria, sino también de todo el continente. Pero, aunque así hubiera sido, ¿de qué sirvió?

Pero sin ese despertar de la conciencia colectiva, el espíritu de la tiranía reencarnó en un nuevo caudillo. Y como la voluntad de todo un pueblo tiene gran fuerza, y ese pueblo lo erigió, primero a un trono, y después a un altar, este no sólo gobernó férreamente como monarca absoluto y perpetuo, sino, aún más, como un dios que regía por siempre su destino. Y aquel pueblo que años atrás no tuvo el valor, ni siquiera el interés, para lanzarse a las calles y respaldar multitudinariamente a los estudiantes que en la colina universitaria demostraron tener todo el decoro que le faltó a ese pueblo para protestar contra aquel grupo de militares golpistas, ahora llenaban las plazas para pedir paredón de fusilamiento para los adversarios del supuesto redentor.

Era como un pueblo hipnotizado, presa de un embrujo ante aquel que, en pose mesiánica, aseguraba que nos habían casado con la mentira, cuando era justamente en ese momento cuando nos estaban obligando a vivir con ella para siempre. Y cuando este, amparándose en una ideología en la que no creía, metió en saco de botín todas las riquezas del país, muchos se desencantaron, pero ya era demasiado tarde. Ya ese encantamiento se había adueñado de la mayor parte del pueblo.

Despertar a los que aún están dormidos, dar luz a los que aún están ciegos, sin herir a nadie, sin responder al insulto con el insulto, sin amenazas de revanchismo

Desencantarse significa romper el encanto, que, en este caso, se trata, más exactamente, de encantamiento. Y se precisaba un conjuro colectivo para ponerle fin. Ese conjuro es una alborada en la conciencia de cada ciudadano. Solo entonces, el sol de la libertad iluminará todos los campos y calles del hogar patrio. Y los primeros rayos de esa alborada empezaron a manifestarse aquel glorioso 11 de julio. A pesar de su aparente fracaso –no tan rotundo como lo fue el asalto al Cuartel Moncada–, llegó a estremecer el poder, por lo que se dio el primer paso del conjuro: la conciencia de que lo que se cree imposible puede convertirse en posible.

El segundo paso es divorciar a ese pueblo de la mentira y casarlo con la verdad. Despertar a los que aún están dormidos, dar luz a los que aún están ciegos, sin herir a nadie, sin responder al insulto con el insulto, sin amenazas de revanchismo, sumando, nunca restando. Cuando Jesús pidió a Ananías que no tuviera miedo en acudir a Saulo de Tarso, el más brutal perseguidor de los cristianos y que curara su ceguera, Ananías curó a Saulo, quien se convirtió en San Pablo, el más fructífero predicador de la palabra divina.

Y en este tiempo de crisálida –tiempo que dura inerte el gusano en el capullo–, en que nada a la vista trascendental sucede, todos los cubanos de buena voluntad, tanto de dentro como de fuera, debemos unir fuerzas para, todos juntos, acabar lo que empezó en esa fecha, inundando el hogar nacional de un diluvio de luz.

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